El misterio de los ‘textos invisibles’ fenicios que llevaron la escritura a la península ibérica hace más de 2.800 años

A la izquierda, una pieza hallada por Diego Ruiz Mata en el yacimiento de doña Blanca, en Cádiz, de los siglos VIII-VII antes de Cristo, con las primeras cuatro letras del alfabeto fenicio. A la derecha, una de las bulas fenicias del siglo VIII antes de Cristo halladas en el Teatro Cómico de Cádiz.

Como en las novelas de misterio, a veces ocurre en la arqueología que las claves del enigma estaban ahí mismo, delante de los ojos; solo había que fijarse un poco más, mirar de otra manera. Por ejemplo, pasó así cuando el epigrafista José Ángel Zamora (izquierda) se dio cuenta, estudiando inscripciones en escritura fenicia en grafitos (pequeños trozos de cerámica) de hace unos 2.800 años hallados en la Península Ibérica, que sus autores tenían, por fuerza, que haber aprendido a escribir en papiros, aunque de estos no quede ni rastro; la forma de trazar las letras (el ductus), más veloz y natural, les delataba.

Eso deshizo el nudo que le permitió sostener que los primeros fenicios que se asentaron en el sur de la península en torno al siglo IX antes de Cristo “escribían y escribían mucho”, aunque no queden muchos restos que lo atestigüen, reforzando la idea de que fue aquella primera gran civilización comerciante y viajera del Mediterráneo antiguo la que introdujo la escritura que poco después los lugareños readaptaron para sus propias lenguas. Y lo hicieron con un sistema que duró más de 700 años —en versión tartésica, ibérica y celtibérica—, llegando a convivir con el latín de los romanos, aunque este acabó imponiéndose, sepultando los otros en las brumas de las que hoy los especialistas los siguen intentando rescatar.

Expertos como Zamora, responsable del área de Historia Antigua de la Escuela Española de Historia y Arqueología en Roma, que esta semana explicaba su trabajo a este diario durante el IX Congreso Internacional de Estudios Fenicios y Púnicos celebrado en Mérida y clausurado el pasado viernes. Hablaba también del proyecto en el que está inmerso para estudiar todas las inscripciones fenicias en la Península Ibérica y Baleares, estudio que se integra en un gran banco de datos general de toda la epigrafía que produjo aquel gran pueblo errante en todos los puntos del mapa que habitó, es decir, por todo el Mediterráneo. 

Estela tartésica procedente de Mesas do Castelinho, Portugal. A. GUERRA

“A diferencia de los griegos y los romanos, casi todo lo que escribían los fenicios se pierde, pues lo hacían sobre soportes perecederos” y vencidos e integrados en la civilización romana (en occidente, tras las guerras púnicas) “no tenían a nadie que copiase sus textos, salvo algún raro pasaje”, explica el especialista, que ha trabajado con inscripciones desde Cádiz a Líbano o Chipre. Así que el resto de lo que se conoce es a través de la epigrafía, unos testimonios que, en todo caso, han sido suficientes para descifrar el alfabeto fenicio, ya en el siglo XVIII, y a partir de ahí también la lengua, aunque no todos sus textos se comprenden bien.

Por eso, para seguir avanzando, es tan importante encontrar más epígrafes, esos escritos que pueden aparecer en materiales duraderos como piedras, cerámicas o metales; entre los que hay piezas monumentales u objetos preciosos, pero también a veces platos o vasos más humildes en los que alguien escribió breves textos (por ejemplo su nombre) o trozos sueltos de esos materiales que se utilizaron en lugar de los papiros o las pieles para hacer apuntes, bien porque estaban más a mano, bien porque eran más baratos.

Imágenes de algunas de las bulas fenicias halladas en el solar del Teatro Cómico de Cádiz.

Sin embargo, en el caso de la Península Ibérica, lo que vino a confirmar la teoría del papiro fueron cinco bulas fenicias (sellos de arcilla para cerrar documentos a modo de lacre) del siglo VIII antes de Cristo halladas por los arqueólogos José María Gener y Juan Miguel Pajuelo en el Teatro Cómico de Cádiz. Probablemente, el propietario de los documentos decidió quemarlos, pero las bulas resistieron al fuego. “Y esto demuestra que existían estos “textos invisibles” fenicios; y explica cómo pudieron los pueblos locales, en contacto con ellos, desarrollar una escritura propia”, explica Zamora.

Desde entonces —todos esos descubrimientos se sucedieron durante la primera década del siglo XXI— está comúnmente aceptado que los fenicios introdujeron la escritura en la Península Ibérica cuando asentaron en ella, hace unos 2.900 años, las colonias que hicieron florecer económicamente, de la mano del comercio, las culturas indígenas.

Con ellos se convirtió Tartesos en una rica civilización extendida por todo el suroeste de Hispania. Un pueblo que, antes de desaparecer abrupta y misteriosamente a mitad del primer milenio antes de Cristo, alumbró la primera escritura autóctona. La representación gráfica que crearon para su lengua estaba hecha claramente a partir del alfabeto fenicio, pero desde el principio con personalidad propia y unos resultados, de nuevo, misteriosos. 

No solo porque enseguida la incorporaron principalmente a las expresiones públicas como las lápidas funerarias como un elemento de prestigio, sino porque en lugar de un sistema alfabético como era el fenicio y los que se estaban incorporando en el resto del Mediterráneo (cada letra corresponde más o menos a un sonido o fonema) eligieron uno semisilábico (mezclado con caracteres que representan sílabas de consonante más vocal). "Es una verdadera excepción sin explicación clara, pasa de unos pueblos a otros pese a ser de lenguas muy diferentes: de los tartesios a los iberos, de los iberos a los celtas…”, señala por teléfono el catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza, Francisco Beltrán  (izquierda), especialista en lenguas paleohispánicas.

Beltrán se refiere a las distintas escrituras que fueron naciendo de la misma raíz en la Hispania prerromana, desde el tartésico —desaparecido hacia el siglo IV antes de Cristo, hasta la versión ibérica en la variante meridional (en Andalucía oriental y el sur del País valenciano) y la levantina o nororiental (al norte del País Valenciano hasta el sur de Francia). Y, a partir de la variante levantina, la última transformación se produjo, en torno a mediados del siglo II antes de Cristo, con el idioma celtíbérico en la zona que va desde Burgos a Teruel, abarcando Cuenca, Zaragoza y Soria. “La suya era una escritura tan parecida a la ibérica que, a veces, si no aparece un determinado signo característico, no sabemos si es una u otra”, señala Beltrán. 

Inscripción celtibérica en bronce, una tésera de hospitalidad conocida como tésera Froehner, custodiada en el Cabinet des Médailles de Paris. F. BELTRÁN LLORIS

Esto coincide con la llegada del imperio Romano a Hispania. Y paradójicamente, lo que a la larga tendría como consecuencia la desaparición de estas formas de escritura paleohispánica entre mediados del siglo I antes de Cristo y comienzos de nuestra era, en un principio significó una explosión del uso de esas antiguas escrituras. Desde el ámbito privado, se volvió a usar de nuevo en espacios públicos —como monumentos, piedras funerarias o monedas—, y escribían tanto hombres como mujeres. Además, se produjo una extensión geográfica, pues de esa época ya se han encontrado inscripciones lejos de la costa, en el interior de Cataluña, Valencia y en el este de Aragón.

El experto explica que los problemas para entender y rescatar del olvido estas lenguas —que solo se entienden todavía parcialmente— son similares a los del fenicio. Esto es, que la mayor parte de lo que escribieron se ha perdido, pues lo hacían en papiro, tablillas enceradas, pieles, cortezas… “La escritura era común, habitual sobre soportes que no se han conservado. En algunos casos, se han perdido las tablillas, pero conservamos el punzón de bronce con el que se escribía en ellas”, señala Beltrán. Así pues, ante la evidencia de esos textos invisibles, habrá que seguir buscando y revisando epigrafías para avanzar en su conocimiento.

Fuente: elpais.com | 28 de octubre de 2018

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