Los neandertales se extinguieron hace 40.000 años, pero siguen vivos en nuestro genoma. La razón es que, 10.000 años antes de su desaparición, tuvieron unos cuantos contactos sexuales con nuestra especie, los Homo sapiens que justo salíamos de África por entonces. Sus genes no solo son un testigo mudo de aquellos deslices de una noche de verano, sino que siguen activos en el genoma de los europeos, afectando a su altura y su propensión a la esquizofrenia o el lupus. Los asiáticos y los oceánicos llevan otros genes, procedentes de encuentros con otras especies arcaicas, como los denisovanos. Somos nuestro pasado.

Ya había evidencias estadísticas sobre la importancia del ADN neandertal que aún conserva el genoma para la variabilidad humana actual. La presencia o ausencia de estos genes arcaicos se había podido correlacionar con la adaptación a las altas montañas del Tíbet y con la predisposición a la depresión patológica. Pero las correlaciones estadísticas nunca llegan al fondo de la cuestión: el cómo. La investigación actual ha accedido a esa caja negra. Y demuestra que los genes neandertales afectan a rasgos esenciales para nuestra adaptación. Somos una especie variable, y el ADN arcaico contribuye a ello.

“Incluso 50.000 años después del último apareamiento entre neandertales y humanos modernos, aún podemos ver impactos mensurables en la expresión de los genes”, explica el jefe del estudio, Joshua Akey (izquierda), de la Universidad de Washington en Seattle. “Y esas variaciones de la expresión génica afectan a la variación fenotípica humana y a la propensión a las enfermedades”. Akey y sus colegas de Washington presentan el trabajo en Cell.

Los asombrosos avances en la secuenciación del ADN antiguo pueden dar la impresión de que la genética neandertal no tiene secretos para nosotros. Es falso. La presencia o ausencia de un gen en un genoma neandertal, y la variante exacta que aparece allí, son cuestiones fundamentales, por supuesto. Pero solo cuentan la mitad de la historia. La otra mitad es qué genes están activos, dónde lo están y cuánto.

Y eso no depende solo del ADN, sino también de factores del entorno, el estrés y la experiencia, que no podemos leer en el ADN, sino en el ARN, una molécula similar que se copia de los genes activos (y no de los inactivos), y que es tan inestable que resulta imposible recuperarlo de los huesos fósiles de las especies extintas. Los científicos de Washington han inventado otro enfoque del problema: mirar cómo se expresan los genes neandertales que se conservan en el genoma de mucha gente de origen europeo.

Entre las varias bases de datos que ha generado la genómica en los últimos 10 o 15 años, se encuentra el proyecto GTEx (genotype-tissue expression, expresión del genoma en cada tejido humano), promovido en 2010 por los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de Estados Unidos, la locomotora de la investigación biomédica en el planeta. GTEx ha creado un tesoro de información sobre qué genes se expresan en cada órgano y tejido humano, y qué tienen que ver con las enfermedades y las variaciones de las personas.

Akey y sus colegas se han fijado en particular en las personas del proyecto GTEx que llevan tanto un gen neandertal como su homólogo Homo sapiens: uno procedente de su padre y otro de su madre. Los genetistas llaman alelos a esas dos versiones distintas del mismo gen. Y han hallado que no todos, pero sí una cuarta parte de los tramos de ADN neandertal que conserva el genoma moderno tiene claros efectos sobre la regulación de los genes humanos, tanto neandertales como de Homo sapiens. Que las variantes neandertales contribuyen a la complejidad del genoma humano moderno y a su diversidad de unos individuos a otros, y de unas poblaciones a otras.

Quizá su descubrimiento más llamativo sea que los alelos (variantes) neandertales suelen aparecer muy reprimidos en el cerebro y los testículos. Los científicos de Washington interpretan que esos órganos son justo los que han experimentado una mayor evolución desde que neandertales y sapiens nos escindimos, hace 700.000 años. “Podemos inferir que las grandes diferencias en la regulación genética de humanos y neandertales se dan en el cerebro y los testículos”, dice Akey.

El jefe del trabajo concluye: “La hibridación entre humanos modernos y neandertales incrementó la complejidad genómica. No fue simplemente algo que ocurrió hace 50.000 años y sobre la que no tengamos ya que preocuparnos. Esos pequeños tramos de ADN aquí y allá, nuestras reliquias neandertales, siguen influyendo la expresión de nuestros genes de forma ubicua e importante”.

¿Sueños de una noche de verano? Sí, pero también de todos los días y las noches posteriores, durante 50 milenios. Buen invento el sexo entre especies, ¿no creen?

Fuente: elpais.com | 23 de febrero de 2017

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