Al principio, la leche de animales como las cabras se consumía convirtiéndola en productos como el queso / Dentren

Fuente: EL PAIS.com | 20 de septiembre 2015

Hace 10.000 años, nuestra relación con la leche era similar a la de otros mamíferos. Este rico alimento debía alimentar durante sus primeros años de vida a las crías hasta que fuesen más o menos independientes de la madre. Después, los niños abandonaban el pecho para comer como el resto de la tribu y dejarlo libre para nuevos bebés. Para asegurar que eso sucediese y los mayores no se quedasen enganchados a las mamas, la evolución favoreció el apagón del gen que produce la lactasa, la enzima intestinal que permite digerir la lactosa, el principal nutriente de la leche. A partir de ese momento, beber leche suponía ganarse un dolor de estómago o incluso una peligrosa diarrea.

Pero al final de la última glaciación, los humanos habían decidido comer la fruta del árbol prohibido, aventurarse fuera del paraíso y empezar a jugar con las reglas de la madre naturaleza. Poco a poco fueron seleccionando los animales más dóciles para comer su carne, utilizar su piel o, al cabo de un tiempo, aprovechar su leche. Aunque el organismo de aquellas personas aún no podía digerir aquel alimento para crías, se dieron cuenta de que cuando se fermentaba para convertirse en yogur o queso mantenía sus propiedades nutritivas sin producir problemas digestivos.

En esas poblaciones de ganaderos apareció una mutación que parecía enmendar la plana a la naturaleza. Los individuos de aquellas poblaciones recuperaron la capacidad para digerir la leche durante toda su vida y con ella lograron acceso a un alimento nutritivo que les podría salvar el pellejo cuando otros recursos escaseasen. Hoy, alrededor de un tercio de la población mundial es tolerante a la lactosa. La gran mayoría son europeos o tienen ancestros de este continente, aunque también hay algunas regiones, en África y Oriente Medio, en las que se produjo, de forma independiente, la mutación que hace posible digerir la leche.

En un principio se pensó que aquella transformación, que podría haber incrementado hasta en un 19% el número de descendientes de los poseedores de la variante genética, se había expandido a toda velocidad por Europa. Aquellos mutantes habrían desplazado a las tribus de cazadores recolectores que ocupaban el continente, convirtiéndose en los ancestros de los europeos actuales. Sin embargo, pese a la gran ventaja evolutiva de poder beber leche, el cambio está muy lejos de ser universal y tardó en aparecer. En el norte del continente, la mutación tuvo mucho más éxito que en el sur y hay regiones de Europa, como España, donde, pese tener animales domesticados, hace tan solo 3.800 años la tolerancia a la lactosa aún no se había desarrollado.

Mark Thomas (izquierda), investigador del University College London y uno de los principales expertos del mundo en la materia, reconoce que por ahora solo tienen algunas hipótesis y muchas incógnitas por resolver antes de entender por qué tantos adultos mantienen la tolerancia a la leche.

Una de las posibilidades que ha puesto a prueba es la hipótesis de la asimilación del calcio. Para que nuestro cuerpo pueda aprovechar este importante mineral, es necesaria la vitamina D, y la principal fuente de vitamina D es el Sol. Esto explicaría por qué en los países del norte del continente, donde la radiación ultravioleta es menor, habría existido una mayor presión selectiva a favor de los individuos que pudiesen consumir leche y con ella el calcio y la vitamina D que contiene.

Esta posibilidad se probó con individuos del yacimiento del Portalón, en Atapuerca (Burgos). Allí se recogió ADN de ocho individuos de hace 3.800 años que se dedicaban al pastoreo y, se supone, incluirían derivados lácteos en su dieta. Ninguno de ellos tenía la variante genética que permite beber leche. En principio, como recuerda Thomas, el resultado no es sorprendente. En España y en otras regiones donde apareció la tolerancia a la lactosa de manera independiente, como África Occidental, la radiación solar es suficiente para que los humanos produzcan la vitamina D que necesitan. En esos casos, la presión selectiva debió ser distinta.

“Cuando estudiamos a aquellos individuos de una época en la que podían llevar varios miles de años trabajando con animales domesticados y utilizando lácteos, cabría pensar que ya serían tolerantes a la lactosa, pero no lo eran”, apunta José Miguel Carretero (derecha), investigador de la Universidad de Burgos y miembro del equipo de Atapuerca.

Sin embargo, la tolerancia a la lactosa de los españoles es del 40%, y se ha comprobado que se produjo en el mismo territorio y no se debe a la llegada de poblaciones del norte. En ese caso, Carretero menciona que “la hambruna podría ser el factor que favoreció una selección natural más rápida y más fuerte” para llegar a tanta gente en tan poco tiempo.

Para averiguar cuál fue el momento en que se produjo el cambio y dónde, Thomas señala que será necesario hacer más análisis de ADN antiguo por todo el continente, a fin de tener una imagen amplia de los cambios en el espacio y el tiempo. La información se podrá utilizar para reconstruir la historia del Neolítico en Europa, y explicar cómo acabó el dominio de las tribus nómadas que se dedicaban a cazar y recolectar lo que la naturaleza ponía a su alcance para dejar sitio a pueblos que dejaron de vagar para trabajar la Tierra, pastorear animales y sufrir y gozar de la civilización.

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