El pintor Thomas Cole interpretó la caída de Roma en este conocido cuadro (1836)

¿Pudieron los virus contribuir al declive de Roma? Los ingenieros y arquitectos imperiales resumieron la grandeza de su civilización en unas urbes que anticipaban ya el edificio/espectáculo, como el Panteón, el Coliseo y el mercado de Trajano, y que suponían una traducción en piedra de su cultura. Pero, a pesar de aquel éxito precoz que resultó la Cloaca Máxima, «la Ciudad Eterna estaba infestada de ratas y moscas y pequeños animales graznaban en callejones y patios. No existía una teoría sobre los gérmenes, la gente casi nunca se lavaba las manos y no podía impedirse la contaminación de los alimentos. La ciudad antigua era un hogar insalubre. Las pequeñas enfermedades provocadas por la ruta fecal-oral, que inducían diarreas mortales, probablemente fueron la principal causa de muerte en el Imperio Romano».

Esto, al menos, sostiene Kyle Harper (izquierda), autor de «El fatal destino de Roma», un controvertido, pero minucioso ensayo, sobre el impacto del clima y las enfermedades en el declive de Roma. «En tres ocasiones el imperio se vio sacudido por episodios pandémicos con un alcance geográfico asombroso. En el año 165 d. C., estalló la peste antonina, probablemente causada por la viruela. En 249 d. C., un patógeno desconocido arrasó los territorios dominados por Roma. Y en 541 d. C. llegó y permaneció más de doscientos años la primera gran pandemia de “Yersinia pestis”, el agente que causa la peste bubónica», explica.

Aparte del declive político y las invasiones, los bárbaros que aún asombran la imaginación y que tan mala fama arrastran consigo, para el historiador resulta claro que los virus y las variaciones climáticas desencadenaron una serie de episodios que mermaron la vitalidad y capacidades de Roma. El imperio remontaba con éxito cada una de estas crisis, pero cada vez con mayores dificultades, hasta que Alarico saqueó la capital en el siglo V y una convulsión recorrió el mundo.

El lastre de la malaria

Hubo varios factores que contribuyeron a la aparición y difusión de enfermedades a través de los territorios, como la tala de bosques, el drenaje de las cuencas fluviales y la construcción de una red de calzadas (a lo largo y ancho del imperio) que facilitaba el traslado de las legiones con rapidez, pero que también ayudaba a la propagación de agentes víricos. «En el imperio romano, la venganza que se cobró la naturaleza fue nefasta. El principal agente de esa represalia fue la malaria. Propagada por las picaduras de mosquito, la malaria fue un lastre para la civilización romana. Las tan cacareadas colinas de Roma son unos montículos que se elevan sobre una ciénaga divinizada. La cuenca del río, por no mencionar las piscinas y fuentes que salpicaban la ciudad». En estos ecosistemas, el anopheles se reproducía sin problemas. «La enfermedad era una asesina despiadada tanto en las ciudades como en el campo», escribe Harper al evocar el impacto de la malaria que, cada cinco u ocho años, degeneraba en epidemia y que, junto a la tuberculosis y la lepra (que eran «infecciones crónicas») se convirtió en un agente letal.

A pesar de la insalubridad y los malos hábitos de limpieza, el historiador matiza: «Los grandes asesinos del imperio romano fueron engendrados en la naturaleza. Eran intrusos exóticos y mortíferos llegados de fuera». Y fueron esos virus los que dejaron una honda huella en la población y la memoria de los romanos.

La llamada peste Antonina fue una de las más célebres. Se extendió con rapidez y su descripción coincide con la viruela: erupciones maculares por todo el cuerpo y la cara, y «dolorosas lesiones en la garganta y la boca». «Los historiadores han situado la mortalidad entre el 2 por ciento y más de un tercio de la población imperial, una horquilla que va de 1,5 a veinticinco millones de muertos», asegura el autor, quien, no obstante, expone sus reservas a la hora de tomar las cifras como verdades absolutas debido a los siglos que han transcurrido.

Según la crónica de Jerónimo, el ejército resultó muy afectado por esta pandemia: «Había perdido entre un 15 y un 20 por ciento de sus hombres, si no más, en la oleada inicial». Los documentos dan cuenta del apuro que corrieron las legiones y del nuevo proceso de reclutamiento que se abrió para cubrir las bajas.

"Peste en Roma" (1869),  Jules Elie Delaunay. Musée d'Orsay.

Roma superó esta crisis demográfica, pero en el siglo III tuvo que hacer frente a los estragos de una pestilencia procedente de Etiopía que recorrió el imperio. La llamada plaga de Cipriano azotó a casi todas las ciudades y estuvo latente entre las poblaciones durante años. La descripción de esa enfermedad nos resulta conocida: «La fortaleza del cuerpo se disuelve, las entrañas se disipan de golpe; un fuego que empieza en lo más profundo provoca heridas en la garganta; los intestinos se agitan con vómitos continuos; los ojos se icendian por la fuerza de la sangre; en algunos casos, la infección de la putrefacción mortal corta los pies u otras extremidades; y, cuando se impone la debilidad por los fallos y pérdidas del cuerpo, los andares se deterioran, la audición se bloquea o la visión se ciega».

Según Harper, «la patología incluía fatiga, heces sanguinolentas, fiebre, lesiones en el esófago, vómitos, hemorragia conjuntiva e infección grave de las extremidades». Su impacto en Alejandría resultó letal: su población descendió casi un 62 por ciento (de unos 500.000 habitantes a 190.000). «Solo una familia de virus hemorrágicos parece coincidir con la patología y la epidemiología de la plaga de Cipriano: los filovirus, cuyo representante más conocido es el virus del Ébola».

Fronteras en peligro

La eclosión de esta enfermedad procede, según los estudios, de un cambio ecológico, y afectó al sistema defensivo del imperio romano. «Una vez que la pestilencia erosionó el escudo fronterizo, la debilidad estructural del sistema romano quedó expuesta a pueblos hambrientos y ambiciosos que vivían más allá de sus fronteras y guardaban rencores ancestrales al beligerante imperio. No cabe duda de la importancia causal de la pandemia en la crisis militar, ya que dejó a la vista la amenaza latente y permitió que el sistema fronterizo se viera superado por la violenta marejada».

Marco Aurelio mostrado como un benefactor entregando pan a los ciudadanos enfermos de una epidemia Joseph-Marie Vien (1765). Musée de Picardie

Roma volvió a sobreponerse a este zarpazo del destino, pero en el siglo IV, un cambio en el clima inauguró un periodo de sequías, hambrunas y brotes pandémicos que hacen pensar otra vez en la viruela (como la de 312 y 313 d. C.), que, de nuevo, debilitaron el poder de Roma. A esto habría que sumar la irrupción de los hunos en el 370 d. C. y, a continuación, un golpe definitivo: los godos iniciaron una revuelta y plantaron cara al emperador Valente y su ejército, formado por tropas de élite. «El 9 de agosto de 378 d. C., (el empeador) se unió a la batalla a las afueras de la ciudad de Adrianópolis sin esperar a las reservas del oeste y con escasa información de sus espías. El resultado fue la peor derrota militar de la historia de Roma. El propio Valente murió en la masacre».

Harper comenta: «El bando romano perdió a dos tercios de sus hombres y la cifra de hasta 20.000 víctimas parece realista. La élite del ejército oriental fue aniquilada. La pérdida repentina de tantos buenos soldados y comandantes experimentados del imperio fue nefasta (...). El golpe a la fuerza del ejército se dejó sentir durante mucho tiempo. Algunos regimientos nunca fueron reemplazados». Roma llegaba debilitada a uno de los momentos definitivos de su existencia. Lo que la naturaleza no le arrebató lo hizo la mala política y las rivalidades internas. Alarico tenía a mano lo que nunca tuvo Aníbal: Roma.

Volcanes y una edad de hielo

La Ciudad Eterna extendió su poder de norte a sur y de este a oeste. No se equivocaron en denominar «Mare Nostrum» al Mediterráneo. Las fronteras iban desde Oriente hasta el muro de Adriano; desde el Danubio al Sahara. Una expansión que contó con un factor hasta ahora ignorado: el buen tiempo. Los científicos se refieren a él como Óptimo Climático Romano. «Una fase de clima cálido, húmedo y estable en buena parte del corazón mediterráneo del imperio». Una estabilidad que favoreció el avance de las legiones y que, sin embargo, a mediados del siglo II cambió y dio paso a un periodo de desorganización climática que abarcó tres siglos (150-450 d. C.).

Gráfico

«En momentos cruciales –dice Harper–, la inestabilidad climática ejerció presión sobre las reservas de fuerza del imperio e intervino drásticamente en el curso de los acontecimientos». A esto habría que sumar, ya a finales del siglo V y mediados del siglo VI, un periodo de una «actividad volcánica en las décadas de 530 y 540 d. C., que trajo la temporada más fría de finales del Holoceno».

Nos gusta hacer grandes interpretaciones morales de los acontecimientos históricos más trascendentes, y la caída del Imperio romano quizá sea uno de los más significativos. Este extraordinario ensayo de Kyle Harper demuestra cómo la humanidad se puede condenar no solo por clamorosos errores ideológicos, sino por sucesos que escapan a su poder, como el tiempo ―aunque el cambio climático que experimentamos ahora sí tenga que ver con la acción de los humanos―. Sea como sea, deberíamos recordar la lección romana: incluso las civilizaciones mas sofisticadas están a expensas de las leyes de la naturaleza e incluso lo gigantesco puede caer. Así pasa la gloria en el mundo.

Fuentes: larazón.es | elconfidencial.com | 21 de enero de 2019

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