Ni asesinatos, ni sexo, ni ruptura: la verdad sobre la caída de la República romana

            La clemencia de César, por Abel de Pujol, 1808

A la humanidad le fascinan las historias de ascensos y caídas desmesuradas desde el origen de los tiempos. A casi nadie le embelesa, lejos de las bibliotecas y las aulas, las narraciones sobre transformaciones sociales y culturales de larga cocción. Y menos a los antiguos romanos, que contaron en sus augustas filas con los mejores narradores de la historia.

Frente al relato que contaron de que la República Romana cayó con estrépito en medio de asesinatos, decadencia moral y espectaculares guerras, el historiador Josiah Osgood, profesor en la Universidad de Georgetown, ofrece una realidad menos atractiva pero más fiel a la realidad. En su libro «Roma. La creación del Estado mundo», editado en castellano por Desperta Ferro, este experto en la Antigüedad plantea el paso del periodo republicano al imperial como un lento proceso que sentó los cimientos de este primer Estado Mundo.

En una entrevista con ABC Historia, Osgood dibuja cómo se gestó este proceso en cuanto Roma se quedó sin grandes rivales en el Mediterráneo y, además, reivindica el valor civilizador de los imperios como aquel cuyo nacimiento estuvo acompañado de un florecimiento cultural y social sin parangón.


–Usted defiende que el final de la República romana no fue algo abrupto, sino el último episodio de un proceso más complejo.

–Hay que tener cuidado al pensar que se trató de una crisis rápida e instantánea, ya que no fue un declive drástico como lo pinta tradicionalmente la historiografía, sino una transformación que comenzó a mediados del siglo II antes de Cristo, cuando Roma alcanzó su expansión. La idea de una ruptura dramática tiene que ver con la construcción historiográfica de una serie de autores contemporáneos de esa época, como Salustio, que vivieron un periodo de guerras civiles llenas de lucha y muerte que les hicieron perder el foco de las transformaciones graduales que estaban sucediendo y que, más que una decadencia, supuso un despegue para su pueblo. No hay que olvidar que, al mismo tiempo que se sucedieron estas guerras, también se produjo un crecimiento cultural y urbano sin parangón por todo el Mediterráneo, y la formación de nuevos grupos sociales que fueron adquiriendo protagonismo en la periferia del Imperio.


Presentar este tipo de acontecimientos como grandes caídas dan buenos titulares y son muy llamativos a la hora de vender, pues hablar de drama y de sangre es mucho más efectivo que si nos referimos a un proceso de transformación lento y complejo.

–¿Cómo fue posible este despegue económico y cultural en medio de guerras civiles?

–El florecimiento cultural y económico se produjo entre los años 20 y 10 a.C. en todo el Mediterráneo. Sus causas tienen más relación con las guerras civiles que con el cambio político de aquellos años en la cúpula de Roma. La paz de esas luchas civiles fue la que suministró a Roma los dividendos necesarios para crear nuevas infraestructuras e interconectar todo el Mediterráneo.

–¿A qué se refiera con transformación social?

–Los cambios sociales que se produjeron en los estados itálicos tuvieron mucho que ver con el paso de Roma de república a imperio. Por eso es tan importante superar el concepto de crisis y fijarnos en las transformaciones de larga duración que se produjeron. Una de ellas tiene que ver con los aliados itálicos, que se rebelaron contra Roma exigiendo la ciudadanía plena. Y, aunque perdieron la denominada Guerra Social, de algún modo consiguieron ser los grandes vencedores a largo plazo, ya que se les concedió finalmente esa ciudadanía que tanto ansiaban y ocuparon un papel protagonista en el futuro. A partir de entonces, las élites itálicas ganaron poder en la vida política y abrieron sus ciudades a un desarrollo cultural que fue muy evidente, por ejemplo, en Pompeya. Los grandes autores clásicos del final de la República y comienzos del Imperio fueron, de hecho, itálicos.


Josiah Osgood posa junto a su libro en el Museo Arqueológico Nacional, en Madrid




–¿La República era un obstáculo para que los itálicos ganaran protagonismo?

–Hay un cambio institucional muy claro, sí. Los romanos en ese momento todavía tenían estructuras de ciudad-estado, por lo que temían que conceder la ciudadanía a los itálicos podía alterar el equilibrio de votos en el senado y entre las familias tradicionales que lo componían. No querían sentir su poder amenazado, pero no era una cuestión de nacionalismo excluyente o de un sentimiento de exclusividad en torno a ser o no ciudadano de Roma. Si fuera así los romanos no hubieran concedido, sistemáticamente, la ciudadanía a los esclavos que liberaban. Eso demuestra hasta qué punto los romanos podían ser inclusivos.

¿Entonces no se puede hablar de una república nacionalista frente a un imperio inclusivo?

–Los romanos estaban tremendamente orgullosos de sus logros y de su ciudad, pero no se trataba de un nacionalismo excluyente como el decimonónico anclado a la sangre y la tierra. El nacionalismo romano no era excluyente, sino inclusivo, porque otros podían hacerse romanos y estar también satisfechos de Roma, como al final acabó ocurriendo en el Occidente y Oriente europeo. En el siglo III, extendieron la ciudadanía a todo el Imperio sin ningún problema.

Estatua de Cicerón en el Palacio de Justicia de Roma.

–Al hablar del fin de la República se pone mucho énfasis al ascenso de Julio César, pero, ¿cree usted que la llegada del imperio hubiera sido inevitable con o sin él?

–Viéndolo con perspectiva desde nuestra época, y conociendo ya el pasado, parece que no era inevitable lo que ocurrió y que sí había otras soluciones políticas para la República, como la reforma que propuso Cicerón en su momento. Julio César fue muy importante en este periodo y en esta transformación, ya que fue él quien creó una fuerza militar profesional para Roma, embrión del ejército imperial. Sin embargo, hubo otras figuras igual de importantes y con características muy parecidas. Es el caso de Pompeyo, su precursor, quien estabilizó el mundo Mediterráneo con su propio ejército profesional y cuyas conquistas permitieron ya entonces hablar de un Estado Mundo. Culturalmente, fue un gran precursor, ya que fue el primero en convertir a Roma en una ciudad-museo y el que inauguró el proceso de embellecimiento que tanto obsesionó a los emperadores. La diferencia entre JUlio César y Pompeyo es que él no escribió sus obras como sí lo hizo César y, por tanto, no nos ha llegado su punto de vista de los hechos.

–¿Cómo consiguió Cesar Augusto presentarse al mismo tiempo como salvador de la República y como su liquidador?

–Augusto era un maestro en el uso de la historia en provecho propio. Sin ir más lejos, creó su propio foro y lo dotó de estatuas con grandes figuras del pasado romano, especialmente militares que habían salvado a la República en momentos de crisis (como Claudio Marcelo, Mario, Sila e incluso Rómulo). Con inteligencia, se puso a la altura de estas figuras valiéndose de una estatua suya en una cuadriga simulando ser un general victorioso. Para fortuna de Augusto, su mandato coincidió con una época de paz y prosperidad de Roma, lo que le permitió presentarse como salvador de la República y como el hombre que había traído el reposo y la armonía.

–En los últimos años se han publicado obras reivindicando la importancia civilizadora de los imperios, ¿por qué existe la mala prensa de los imperios, y por qué en concreto el romano?

–A partir de la Segunda Guerra Mundial, los imperios han tenido muy mala prensa, ya que se los veía como la causa del conflicto. No obstante, este modelo de poder ha tenido grandes efectos positivos en la humanidad, pues han sido capaces de integrar un basto número de gentes y culturas en un mismo proyecto, además de promover la tolerancia, cosa de la que carecen los estado-nación, que buscan más la homogeneidad a través de reprimir a las minorías. El objetivo de los imperios es siempre alcanzar la prosperidad económica creando espacios prósperos, como lo fue el Mediterráneo conquistado por Roma. Las experiencias imperiales nos indican que la prosperidad individual y la estabilidad política global van de la mano. Es por ello que hay que reclamar la labor positiva de los imperios, sobre todo frente a las actuales tendencias nacionalistas agresivas que apuestan por posturas autárquicas del tipo «levantemos un muro» o «devolvamos a los extranjeros de vuelta». Esto son soluciones miopes en un mundo tan interconectado como el nuestro. No tiene sentido aislarnos. Tenemos que ir hacia una prosperidad global a través de la cooperación entre diferentes estados.


–¿Por qué 1500 años después de su caída seguimos fascinados con los romanos?

–Hay tres razones que explican esta fascinación contemporánea por el mundo romano. La primera, es que son muy buenos en sus narraciones, con relatos intensamente vividos e interesantes. Un ejemplo es el seductor encuentro entre César y Cleopatra, o la locura de Calígula de hacer cónsul a su caballo. En contraste con otros imperios más antiguos, como los asirios, otros no fueron tan buenos a la hora de contar sus historias. En este sentido, el arte romano ha contribuido como medio narrativo y ha ayudado a propagar estas historias que siguen fascinándonos.

Una segunda razón, relacionada con esta última, es lo mucho que nos embelesa la vida privada de los emperadores. Leyendo sus biografías aprendemos mucho sobre la naturaleza humana y tienen una cultura popular muy vibrante a través de espectáculos como el circo, el teatro y el cotilleo. La comedia es una manera de aliviar las tensiones políticas, además de que permite cierta democracia participativa. Era muy popular que los políticos se riesen de sí mismos e hiciesen sus propias bromas, empatizando así con el común de la gente. Y, por último, tiene que ver con un rasgo contemporáneo, la fascinación que tenemos por el poder. Vemos a los emperadores y a Roma como algo tremendamente poderosos y, de alguna manera, proyectamos nuestras fantasías de poder en Roma.

–Ese interés por Roma es muy anglosajón.

–Es curiosa la fascinación británica por Roma, sobre todo porque se ven a sí mismos como gente bastante contenida frente a los romanos, que eran desmesurados. Tal vez la atracción venga, precisamente, porque es justo lo contrario de lo que son los ingleses. También en Estados Unidos existe ese embelesamiento. Aún hoy, el casino más antiguo de las Vegas se llama Cesar Palace.

Fuente: abc.es | 8 de julio de 2019


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