Masada se yergue sobre un promontorio rocoso a escasa distancia del mar Muerto. En la imagen se observan los restos del palacio de Herodes, rey de Judea, distribuidos en terrazas por la ladera del montículo.

Fuente: National Geographic nº 142 | noviembre de 2015

En el año 70 d.C., las legiones romanas comandadas por Tito, el hijo del emperador Vespasiano (izquierda) tomaron Jerusalén a sangre y fuego. Tras masacrar a sus habitantes y saquear y arrasar el templo de Salomón, Tito y sus lugartenientes creyeron haber aplastado definitivamente la gran rebelión judía contra su dominio, iniciada cuatro años antes. Quedaban tan sólo algunos reductos rebeldes, particularmente en tres fortalezas que se alzaban a orillas del mar Muerto. Dos de ellas, Maqueronte y Herodion, no tardaron en caer. Pero la tercera presentaría una encarnizada resistencia y obligaría a los romanos a organizar una de las mayores y más arduas operaciones de asedio de la historia de Roma.


Masada se encuentra sobre un promontorio rocoso que se alza 400 metros sobre el nivel del mar Muerto. El lugar había sido utilizado como fortaleza desde el siglo II a.C., pero fue Herodes el Grande, rey de Judea entre los años 37 y 4 a.C. y aliado de los romanos, quien la habilitó como una ciudadela regia, construyendo una muralla, una torre de defensa, almacenes, cisternas, cuarteles, arsenales y residencias para los miembros de la familia real. Desde el año 6 d.C. había estacionada allí una guarnición romana.


Al estallar la rebelión judía en 66 d.C., un grupo de rebeldes se apoderó de la plaza fuerte y eliminó a la guarnición romana. Dirigidos por un tal Menahem, y tras su muerte por su sobrino Eleazar ben Yair, pertenecían a un grupo de judíos radicales, los sicarios, denominados así por el puñal o sica que solían emplear. Los sicarios formaban parte a su vez de los zelotas, un movimiento que propugnaba el uso de la violencia para liberarse del yugo romano y acelerar la venida del Mesías. A ojos de los romanos, en cambio, los sicarios eran meros criminales que utilizaron la revuelta contra Roma como pretexto para sus abusos, según recogía Flavio Josefo, el principal cronista de la guerra. De hecho, pese a tomar Masada al principio de la guerra, los hombres de Eleazar ben Yair no combatieron contra los romanos, sino que se dedicaron a asolar la región del mar Muerto desde su base en Masada, protagonizando «hazañas» como el saqueo de la vecina población judía de Eingedi, donde mataron a setecientas personas.

Destrucción del templo de Jerusalén por los romanos liderados por Tito. Óleo por Francesco Hayez, 1867.

La vida en una fortaleza

Durante los años de guerra contra Roma, los sicarios de Masada modificaron las construcciones de la fortaleza adaptándolas a sus necesidades y prácticas religiosas. Construyeron talleres o pequeñas viviendas separadas por tabiques, donde los arqueólogos han hallado utensilios de uso cotidiano como recipientes de piedra para la comida, ideales para evitar cualquier impureza ritual descrita en la ley judía. También se construyeron baños para abluciones rituales (en hebreo, mikvaot) y una panadería. En el vestuario de la casa de baños de Herodes se añadieron bancos y se instaló una bañera en una esquina.


Los rebeldes también adaptaron a sus necesidades la sinagoga, construyendo otro banco corrido, algo que sugiere la necesidad de dar cabida a muchas más personas de las que habían acogido estas construcciones en origen, cuando sirvieron únicamente para el rey, su familia y algunos cortesanos. En las excavaciones de la sinagoga se descubrieron fragmentos de cerámica (ostraca) con la inscripción «diezmo de los sacerdotes», lo que significa que se preocuparon de pagar el impuesto debido al templo de Jerusalén, así como una geniza, un hoyo excavado en la tierra para albergar los textos sagrados que, por su estado de deterioro, ya no fuesen aptos para el culto. Todo ello indica que los sicarios eran fervientes cumplidores de la Ley de Moisés, aunque en una versión radical que, a su modo de ver, les autorizaba a quitar la vida tanto a cualquier enemigo de Israel como a los compatriotas que no cumplieran sus exigencias de fidelidad a la Ley.


A lo largo de la guerra, Masada fue acogiendo a una multitud de judíos que huían de la destrucción que ya se extendía por todo el país. Además de los sicarios, las excavaciones han sacado a la luz restos que demuestran que en la cumbre de Masada se refugiaron samaritanos (una comunidad de ascendencia judía tachada de impura por los judíos) así como esenios, secta ascética judía que poseía una comunidad en Qumrán, no lejos de Masada. La vida interna de los esenios en Qumrán se organizó en diez zonas, cada una de ellas al mando de un jefe. El descubrimiento de unos ostraca que consignan el reparto del pan en diez secciones nos ha permitido conocer el nombre de otros líderes rebeldes aparte de Eleazar ben Yair, como Yehohanán, Simón, Yerahemeyah, Bar Levi, Talmai, Peliah o Dositeo.

Los romanos construyeron varios campamentos fortificados en los alrededores de Masada. Uno de ellos se aprecia en lo alto de una colina en primer plano, frente a la fortaleza rebelde.

Comienza el asedio

A comienzos del año 73 d.C., Flavio Silva, comandante de la Legio X Fretensis, se dispuso a enfrentarse con los rebeldes de Masada. Habían pasado ya tres años desde la caída de Jerusalén, tardanza tanto más sorprendente cuanto que si los romanos se pusieron en marcha fue más por consideraciones económicas que militares, pues los rebeldes de Masada ponían en peligro el negocio de las plantaciones de bálsamo de la vecina Eingedi, enormemente lucrativo –según Plinio el Viejo, el comercio de perfumes de Judea produjo la enorme suma de 800.000 sestercios durante los cinco años de guerra–, y a los romanos no les convenía perder esta importante fuente de ingresos.


El cerco de Masada planteaba numerosas dificultades. Los romanos debían traer el agua desde Eingedi, a varios kilómetros de distancia, y los víveres desde Jericó o Jerusalén, pues en la depresión del mar Muerto, a 400 metros por debajo del nivel del mar, las temperaturas de hasta 50 ºC en verano y las heladas en invierno impedían practicar la agricultura. En cambio, en la cima de Masada el clima era más benigno y los asediados contaban con depósitos de agua, provisiones y armas. Animados por un espíritu indómito, los sicarios estaban dispuestos a defenderse hasta el final. El general romano lo sabía y por ello organizó un gran operativo de asedio, decidido a evitar que prendiese de nuevo la llama de la rebelión.

Silva hizo construir una muralla que rodeaba todo el promontorio, con torres de vigilancia a intervalos, y desplegó un total de ocho campamentos que debían servir no sólo como cuartel, sino también para evitar fugas de los sitiados y defenderse frente a incursiones exteriores.


A continuación mandó construir una rampa por el lado oeste, el de menor desnivel, de apenas cien metros. En las obras, que duraron siete meses, se empleó a judíos apresados durante la guerra. Una vez terminada la rampa, se construyó en su cima una plataforma sobre la que se instaló una torre de asalto.

Los romanos disponen las catapultas y torres de asedio en la rampa frente a las murallas. Grabado del siglo XIX. 

Inmolación colectiva

Iniciado el ataque, los romanos lograron derribar un tramo de la muralla mediante los golpes de su ariete, pero los defensores lograron cerrar la brecha con maderas y piedras. Flavio Josefo cuenta que entonces se produjo un incendio seguido de un cambio de dirección del viento que, por un instante, amenazó la integridad de la torre romana. Aquel día no cayó Masada, pero tanto romanos como judíos sabían que era cuestión de tiempo. Según el mismo autor, por la noche Eleazar ben Yair pronunció un discurso con el que persuadió a los defensores de Masada de que lo mejor era quitarse la vida para ahorrarse el oprobio de verse humillados por los romanos. Puestos todos de acuerdo, quemaron sus posesiones y víveres, aunque respetando una parte para dejar claro que no morían por falta de abastecimiento. Luego, puesto que la ley judía prohíbe el suicidio, cada hombre se encargó de dar muerte a su esposa e hijos. A continuación, sortearon diez hombres que dieron muerte al resto y, por último, uno de ellos mató a los otros nueve antes de, éste sí, suicidarse. Cuando al día siguiente los romanos entraron en Masada se encontraron con una montaña de más de 950 cadáveres y sólo siete supervivientes: dos ancianas y cinco niños que se habían escondido y que contaron lo que había ocurrido en la cumbre de Masada durante el asedio.


Sin embargo, en los últimos años las investigaciones arqueológicas han cuestionado la exactitud del relato de Flavio Josefo. Por una parte, la arqueología no ha conseguido confirmar que en Masada tuviera lugar un suicidio colectivo. Por otra, pese a algunos restos de combates localizados junto a la rampa, hay quien afirma que ésta nunca se terminó y, por tanto, nunca estuvo operativa, lo que desmentiría la escena del combate en torno a la torre y el ariete el día anterior a la caída de Masada.

Como quiera que fuese, Masada acabó en manos romanas y el recuerdo de los sicarios de Eleazar ben Yair se diluyó en las páginas de los libros de historia. Para conmemorar la victoria, Roma acuñó una moneda con la leyenda Iudaea capta, con la imagen de un general en postura desafiante, una palmera (símbolo del país) y una mujer sentada y llorando. El recuerdo de Masada se perdió durante casi mil novecientos años, hasta que su «redescubrimiento» a mediados del siglo XX la convirtió en símbolo de la tenacidad judía por conservar la independencia y la libertad.

Para saber más

Judea Capta. La primera guerra judeo-romana. Arturo Sánchez Sanz. Zaragoza, HRM, 2013.
Guerra de los judíos. Flavio Josefo. Gredos, Madrid, 1997.
Masada. E.K. Gann. Plaza & Janés, Barcelona, 1981.
 

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