La fascinante villa de la emperatriz Livia en Prima Porta

Fuente: Historia National Geographic nº 109 | Elena Castillo. Filóloga y do...

"Allá verdea la dura piedra de Laconia, aquí el mármol líbico y frigio, más allá brilla el ondulado ónice y el mármol con vetas del mismo color que el mar profundo, y resplandecen rocas frente a las cuales palidece de envidia la púrpura de Ébalo». Así describía el poeta Estacio, a finales del siglo I d.C., las estancias de una lujosa residencia que ocupó Livia Drusila, la esposa del emperador Augusto. La villa –que hay que diferenciar de la Casa de Livia, en el Palatino de Roma– se hallaba al norte de la Urbe, en el término de la ciudad etrusca de Veyes. Era famosa por un prodigio que protagonizó Livia en su juventud cuando acudió una vez a la finca –que pertenecía a la familia de su padre– y «estando sentada, un águila dejó caer sobre su regazo desde lo alto una gallina de asombrosa blancura, que llevaba en su pico una rama de laurel llena de bayas». Los arúspices la instaron a plantar la rama y custodiarla religiosamente, como símbolo de la vitalidad de la dinastía Julio-Claudia que fundaría con su esposo. También debía alimentar al ave y a su prole de polluelos, tan numerosos que dieron nombre a la villa:Ad gallinas albas, «donde las gallinas blancas».

Siglos después, desaparecido ya el Imperio romano, quedaban aún rastros de la villa. Unos pocos kilómetros al norte de Roma, entre la vía Flaminia y la vía Tiberina, se hallaba la localidad de Prima Porta, que en la Edad Media se llamó Porta di Livia. En una colina cercana aún eran visibles algunas estructuras de la Antigüedad. En el siglo XVI, topógrafos como Henricus Camerarius y Antonio Fortanelli aceptaron la identificación de aquellos restos con la famosa villa de Livia, y así se plasmó en los primeros mapas del antiguo Lacio. Para corroborarlo, dos amantes de las antigüedades romanas, Gavin Hamilton y Thomas Jenkins, emprendieron en 1771 unas breves excavaciones, apenas documentadas.

La estatua de Augusto

Fue en 1863 cuando la fama de la villa de Livia recorrió el mundo entero a raíz de dos magníficos descubrimientos. Por aquel entonces, los terrenos en los que yacía la villa habían sido arrendados al conde Francesco Senni, quien decidió emprender junto a su socio Paolo d’Ambrogi «excavaciones para buscar objetos de antigüedad». Durante las primeras semanas desenterraron varias estancias pertenecientes al complejo termal y numerosos objetos, entre ellos dos bustos de época imperial, una cabeza de Apolo, una máscara sacerdotal y varias tuberías de plomo con inscripciones. Todo ello lo vendieron pronto en el mercado de antigüedades.

Más sensacional fue el hallazgo que hicieron el 20 de abril de 1863, a última hora de la tarde, cuando cerca del muro de cierre de la villa «se encontró una estatua que representa a César Augusto con vestimenta militar, de diez palmos de altura [2,04 metros], con un pequeño putto [cupido] desnudo a caballo de un delfín», según informó D’Ambrogi al ministro de Obras Públicas del Estado Pontificio. El conde Senni donó al papa Pío IX la estatua, que pasó de inmediato a engrosar las colecciones vaticanas; hoy es mundialmente conocida como el Augusto de Prima Porta. Poco después dos estudiosos italianos recordaban «el júbilo de los intelectuales italianos y extranjeros ante el anuncio del insigne descubrimiento de este singular monumento del arte pagano».

La buena fortuna de Senni y D’Ambrogi no acabó ahí. Diez días después del hallazgo de la estatua salieron a la luz dos habitaciones subterráneas. El asombro de los arqueólogos fue mayúsculo cuando en las paredes de una de ellas descubrieron unos frescos de extraordinaria factura y en perfecto estado de conservación. Las pinturas simulaban el interior de una gruta rodeada por todas partes por un exuberante jardín, en el que las más variadas especies botánicas florecían inverosímilmente a un mismo tiempo. Entre el ramaje de granados, melocotoneros, laureles y almendros, hasta sesenta y nueve especies de aves ponían a prueba los conocimientos de todos los que se reunían a comer allí, lejos del sol ardiente del verano.

Al rescate de los frescos

En otoño de 1863, cuando se reanudaron las excavaciones bajo la dirección de Giuseppe Gagliardi, la sala subterránea comenzaba a tener problemas de filtración de aguas que afectaban a las pinturas. Los arqueólogos decidieron no extraer los frescos, y trataron de aislarlos y consolidarlos aplicando sobre ellos materiales como petróleo, soluciones alcohólicas, parafina o apósitos de miga de pan, que empeoraron en general su estado. Finalmente, las pinturas y los estucos de la bóveda, gravemente dañados durante la segunda guerra mundial, fueron extraídos en 1951 y, tras una intervención integral del Instituto Central para la Restauración, fueron trasladados al Museo Nacional Romano, en cuya sede del Palazzo Massimo se exponen actualmente.

Las sucesivas excavaciones arqueológicas han mostrado que la villa de Livia fue habitada durante varios siglos. Con una superficie de unos 14.000 metros cuadrados, se componía de ambientes privados en torno a un atrio y a un pequeño jardín interior; de grandes salas de representación, con vistas a un peristilo, y de amplias instalaciones termales dotadas de dos piscinas calientes y de una natatio, la piscina al aire libre. Como en cualquier lujosa domus romana, las estancias públicas estaban decoradas con los mármoles más preciados y con las más ricas pinturas, entre ellas las que hoy podemos admirar aún gracias al hallazgo de Senni y D’Ambrogi.

Para saber más

Augusto y el poder de las imágenes. Paul Zanker. Alianza, Madrid, 2005.

Ad gallinas albas: villa di Livia. G. Messineo, L. Calvelli. Sovraintendenza ai beni culturali, Roma, 2001.

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