El sueco que persiguió hasta cazar al Hombre de Neandertal

Fuente: EL PAIS.com | Daniel Mediavilla | 25 de septiembre de 2015

Mucha gente cree que ama la ciencia y de lo que en realidad disfruta es de mirarle el culo cuando pasa. La idea la plantea Kris Wilson en una tira cómica en la que un tipo le explica a otro que “cuando amas algo no solo amas las partes emocionantes y divertidas”. “La gente que ama la ciencia de verdad, se pasa la vida estudiando las partes pequeñas y tediosas además de los datos espectaculares”, resume. En la divulgación del trabajo científico pasa lo mismo que en las relaciones: es complicado elegir entre una fidelidad trabajada y emocionalmente gratificante y alternativas sexualmente seductoras. En raras ocasiones, sin embargo, es posible tenerlo todo, o casi todo.

Algo así es lo que ha logrado Svante Pääbo (izquierda) en su relato personal sobre la aventura para descifrar el primer genoma de una especie humana extinta. En El Hombre de Neandertal: en busca de genomas perdidos (Alianza Editorial), el científico sueco cuenta desde el principio uno de los viajes de descubrimiento más fascinantes de las últimas décadas, desde cómo se planteó recuperar material genético de seres vivos muertos hace miles de años, hasta que logró publicar junto a sus colaboradores la secuencia del genoma neandertal en 2010. Por el camino, deja entrever pequeños episodios de su vida privada, como su orientación bisexual o la aventura amorosa con la esposa de un estrecho colaborador, que acabó siendo su mujer y la madre de su hijo.

El Hombre de Neandertal: en busca de genomas perdidos es la historia de la pasión de un tipo con un talento científico extraordinario. Pääbo comenzó su carrera como investigador después de estudiar medicina, ocupándose de las estrategias de los virus para escapar al sistema inmune. Tenía futuro como investigador en un campo con el que podía haber ayudado a mejorar la salud de sus congéneres, pero sus inclinaciones le empujaban por otro camino que sus mentores consideraban excéntrico. Desde que su madre le llevó con 13 años a Egipto, se había sentido atraído por el pasado, pero no le interesaban las discusiones anquilosadas de los egiptólogos que, como él mismo recuerda, parecían tan momificadas como los cuerpos que se dedicaban a estudiar. Él quería indagar en la naturaleza de aquellas personas leyendo su ADN.

Para lograr su objetivo, el investigador tuvo que viajar en los ochenta a la Alemania del Este para lograr momias en las que buscar material genético que hubiese sobrevivido a la degradación de miles de años. Las muestras tomadas en el Museo Pergamon, entonces en Berlín Oriental, le permitieron identificar ADN en este tipo de restos por primera vez. Aquel logro llegó a la portada de la revista Nature en 1985 y le puso a la vista del planeta científico.

El eminente antropólogo Allan Wilson (derecha), padre de la teoría según la cual todos los humanos actuales procedemos de una especie que abandonó África hace menos de 125.000 años para conquistar el mundo, le llamó para pasar un año en su laboratorio. Pääbo no tenía laboratorio. De hecho, ni siquiera había terminado su tesis doctoral.

En su libro, el padre del genoma neandertal no ahorra detalles sobre los años de trabajo en los aspectos tediosos de la ciencia imprescindibles para lograr su espectacular objetivo final y todos los triunfos intermedios. Cuenta su obsesión por crear métodos de trabajo que evitaran contaminaciones con ADN de los humanos que manejan los especímenes antiguos que se quieren analizar o de las bacterias que viven en los fósiles. Fueron años de trabajo metódico en la creación de protocolos y el perfeccionamiento de tecnologías que han sentado las bases del trabajo actual con el material genético antiguo.

Estas descripciones técnicas no distraen del tono de epopeya que tiene gran parte de la narración. Fruto de una de ellas, de hecho, surge lo más parecido a un villano que existe en esta historia. Durante años, Edward Rubin (izquierda), del Laboratorio Internacional Lawrence Berkeley, colaboró con Pääbo en los trabajos de secuenciación de los restos de ADN encontrados en los huesos de neandertal de las cuevas de Vindija, en Croacia, o El Sidrón, en Asturias, España. Sin embargo, a partir de cierto momento, Pääbo y su equipo consideraron que las técnicas de secuenciación de Rubin no les permitirían alcanzar su objetivo. Tras la ruptura de la colaboración, el científico estadounidense se convirtió en competidor del europeo, y años después le jugaría una mala pasada.

Cuando el genoma neandertal aún no estaba secuenciado, aparecieron en las cuevas de Denisova, en Siberia, pequeños restos de una especie humana desconocida que conservaban en su interior una gran cantidad de ADN. Por primera vez, los análisis genéticos de piezas de fósil diminutas iban a hacer posible identificar a un nuevo individuo de nuestro linaje con independencia del análisis de la forma de los huesos. Pääbo, que había empleado una de las piezas para secuenciar parte de su genoma, sabía que existía un trozo más grande, y en una visita se lo pidió al responsable de las excavaciones, Anatoly Derevianko (derecha), ilusionado con la posibilidad de obtener aún más información. El ruso respondió que ya no lo tenía, porque se lo había dado a su amigo. Ante el desconcierto de Pääbo, Derevianko aclaró: “a tu amigo Eddy. Eddy Rubin, de Berkeley”. Pese a las preocupaciones iniciales del sueco, que temía que Rubin se le adelantase en la presentación de la primera secuencia de ADN nuclear de una especie humana extinta gracias a una muestra tan rica, esto nunca sucedió. De hecho, Pääbo inicia su epílogo con un pullazo a su antiguo amigo: “Tres años más tarde, mientras escribo esto, aún no sabemos qué pasó con la otra parte del hueso del dedo que Anatoly envió a Berkeley. Quizá algún día pueda usarse para la datación, para que sepamos cuándo vivió la niña de Denisova”.

El libro es, por último, un gran relato sobre cómo se hace la ciencia. Sobre la ambición inmensa que requieren los grandes proyectos, la capacidad necesaria para atraer grandes recursos y los mejores talentos, negociar con burócratas para conseguir huesos extraños o adaptarse al paso vertiginoso del avance tecnológico. El propio Pääbo ofrece una enseñanza que resume parte de su guerra y puede chocar a quienes tengan una visión infantil del trabajo científico: “La ciencia está lejos de la búsqueda objetiva e imparcial de verdades incontrovertidas que los no científicos pudieran imaginar. De hecho, es un empeño social en el que personalidades dominantes y discípulos de eruditos a menudo difuntos, aunque influyentes, determinan lo que es conocimiento común".

El trabajo de Pääbo y sus numerosos y brillantes colaboradores cambió algunas de las ideas sobre lo que se considera conocimiento común. Parece que los neandertales tuvieron descendencia con los humanos hace unos 55.000 años y parece probable que tuviesen capacidad de hablar e incluso se puede pensar que sus coitos eran prolongados, como los humanos, y no cortos, como los de los simios. La mayor parte de la información que contiene el genoma neandertal, no obstante, aún está por descubrir. De momento, la aventura para lograrlo nos ha dejado una gran historia.

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