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María Martinón Torres puede presumir de haber cambiado los libros de historia. En 2015 participó en el descubrimiento de los fósiles de la gruta de Fuyan. Estos restos, de 80.000 años, demuestran que nuestra especie estaba en Asia mucho antes de lo que se pensaba y que, por tanto, la historia de nuestra salida de África es más compleja de lo que creíamos. Martinón, nacida en Ourense hace 45 años, ha publicado más de 60 artículos científicos que han ayudado a reescribir la prehistoria del ser humano. Es una de las mayores expertas en explicar cómo hemos llegado hasta aquí.
El Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana de Burgos (Cenieh), que dirige, es una de las tres patas que han convertido a esa ciudad en referente mundial de la paleoantropología. Las otras dos son el Museo de la Evolución Humana y el yacimiento de Atapuerca, patrimonio de la humanidad. Martinón, investigadora de la excavación, lo describe de una forma muy gráfica: “En Atapuerca tenemos los ingredientes, y el emplatado está en el museo. El Cenieh es la cocina”, el lugar donde los investigadores procuran extraer todos los secretos a unos 50.000 restos milenarios que pueden explicar nuestro origen. Ella confiesa que arranca horas al sueño para compatibilizar su trabajo de gestión con "seguir investigando qué hay del pasado en el presente, de qué estamos hechos, por qué somos como somos”.
¿Cuál es el último descubrimiento que hemos realizado sobre evolución que le parece más relevante?
En los últimos 10 años se ha producido una revolución de la comprensión del árbol de la evolución humana, y ha sido gracias al desarrollo de la paleogenética. Los estudios del ADN antiguo han supuesto una ruptura con todo lo que sabíamos anteriormente, porque utilizamos métodos, como la genética, y conceptos, como el de la hibridación, que hasta ahora no eran comunes en nuestro ámbito. La idea de que nuestra especie ha hibridado [ha tenido hijos con otra especie] ha roto muchos esquemas no solo biológicos, sino también sociales y culturales. Estamos inmersos en un momento político en el que imponemos fronteras, pero hubo un tiempo en el que llegamos a tener descendencia con una especie diferente. Tenemos barreras entre nosotros que son más difíciles de franquear que aquellas que dictaba la propia biología. Por eso este descubrimiento ha supuesto una revolución, una contextualización de la diversidad.
Esa hibridación se produjo con los neandertales, una especie que siempre ha sido descalificada por ser tosca, torpe, inferior. ¿Es una cura de humildad para nosotros haber descubierto que somos un poco neandertales?
Es una cura de humildad y es una llamada de atención sobre la importancia de relativizar las diferencias. Los estudios sobre la evolución humana no solo nos sirven a los científicos; pueden ser relevantes para la ciudadanía. Hasta no hace mucho en términos geológicos, unos 50.000 años, en la Tierra había otra especie inteligente. Ahora buscamos vida inteligente en otros planetas, pero es que hubo otra vida inteligente en este planeta. No tenemos razones para pensar que los neandertales fueron una especie menos inteligente que nosotros ni peor adaptada al momento y las circunstancias en las que vivieron, que eran muy duras. Existieron en la Europa de las glaciaciones y sobrevivieron a estas inclemencias durante al menos medio millón de años. Y, sin embargo, se extinguieron. La inteligencia no fue suficiente para ellos. La historia de la extinción de los neandertales es como El retrato de Dorian Gray; es un buen espejo para observar el triste destino que una especie humana inteligente, de comportamiento complejo, social y, probablemente, también con lenguaje puede llegar a sufrir. Eran muy parecidos a nosotros y su destino fue desaparecer.
¿Y por qué estamos aquí nosotros y no ellos?
Las extinciones son procesos extraordinariamente complejos, y muy lentos. Hablamos de poblaciones en las que cada vez hay menos individuos. Yo creo que somos la única especie humana sobre la Tierra porque no hay espacio para otra. Muchas veces se nos ha descrito como la especie invasiva, somos como el caballo de Atila, por donde pasamos, arrasamos. Tenemos una capacidad de adaptación extraordinaria a un nicho ecológico enorme. El nicho ecológico define cómo se gana la vida una especie, qué hace. Y el ser humano hace de todo. En nuestra especie caben los listos, los tontos, los tímidos, los valientes, los atrevidos, los precavidos… Y además somos capaces de desempeñar muchas tareas. En esas circunstancias en las que podemos vivir prácticamente en cualquier ecosistema, ¿qué espacio dejamos para que haya otro que, además, era parecido a nosotros? La extinción de los neandertales no fue un problema de superioridad o inferioridad, fue un problema de competencia, y también de mala suerte.
¿Mala suerte, por qué?
Los sapiens fueron capaces de llegar a China al menos hace 80.000 años, también los tenemos en Israel hace más de 100.000, pero ¿por qué no tenemos sapiens en Europa, donde los neandertales llevaban viviendo 500.000 años? Probablemente los neandertales eran una barrera para nosotros, eran más fuertes y estaban mejor adaptados a un lugar donde un Homo sapiens no hubiera sobrevivido ni un invierno. Creo que tuvieron mala suerte porque estuvieron aislados durante mucho tiempo. Una especie con altos niveles de endogamia se agota genéticamente, de ahí la importancia de la diversidad y de la mezcla. Y eso fue una suerte para el sapiens, que pudo entrar como oportunista cuando al neandertal ya le iban mal las cosas. Si el clima hubiera sido distinto, y las oportunidades, diferentes, quizá la historia no la estaría contando una sapiens sino una neandertal [risas].
Tenían cultura, eran creativos, enterraban a sus muertos… Tienen ciertos rasgos de lo que llamaríamos “humano”.
Estamos acostumbrados a medir las capacidades con lo que nosotros consideramos que es la inteligencia. Cogemos la lista y decimos: “A ver, neandertal, ¿tienes arte, lenguaje articulado, música…?”. Pero quizá el neandertal haría su propia lista: “A ver, sapiens, ¿tú tienes capacidad de sobrevivir en invierno, sabes dónde buscar comida cuando nieva, eres capaz de anticipar el tiempo solo mirando el cielo…?”. Ellos tenían unas órbitas oculares mayores que las nuestras y el área occipital del cerebro, implicada en la visión, estaba proporcionalmente más desarrollada que en los sapiens; quizá tenían unas capacidades visuales mayores que las nuestras. Hay una serie de aptitudes sobre los neandertales que no conocemos, y como no las conocemos, no las podemos medir. Estuvimos muy cerca de conocer otra manera de ser una especie inteligente y no pudimos, y es una pena, porque nos habría puesto delante de los ojos la diversidad.
¿Qué papel desempeña en el triunfo de los sapiens el factor social?
La fortaleza de nuestra especie es la sociabilidad. Más importante que tener salud es estar en un grupo que cuide de ti, y que tenga los recursos para acceder a esos cuidados. La fuerza y la presión social, las relaciones que mantienes, cómo estás de conectado y con quién tienen muchísima más importancia ya que la fuerza física del individuo. Somos la especie que ha llevado al extremo la cohesión social; somos capaces de establecer vínculos muy profundos, incluso que dictan comportamientos, con gente a la que no has visto nunca o que vivió 2.000 años antes que tú. Sigues a líderes, filosofías o religiones fundadas por personas a las que no conoces. El ser humano, en el contexto de otros primates, es hipersocial, se ha liberado completamente de la necesidad de la proximidad física para mantener lazos con sus semejantes. El individuo, por sí solo, ya no es nada. La sociabilidad es nuestro salvavidas.
Otra de las claves del éxito del Homo sapiens que usted suele mencionar es la adaptación, no ya de nosotros al medio, sino del medio a nosotros, hasta el punto de que estamos en una nueva era, el Antropoceno, definida porque hemos transformado el planeta a nuestra medida.
El problema es hasta qué punto esa filosofía es la más beneficiosa para nosotros. La evolución tecnológica ha sido mucho más rápida que la biológica. Nosotros hemos cambiado muy poquito; hemos transformado el mundo, pero seguimos siendo aquel humano de hace 200.000 años perfectamente adaptado para cazar, vivir al aire libre y hacer mucho ejercicio físico, pero nuestro estilo de vida ahora es sedentario. Se ha producido una disociación entre la biología y la tecnología. Además, al no requerir el contacto físico para comunicarnos, hemos perdido la empatía. Es mucho más fácil ser indiferente al sufrimiento si no lo ves a tu lado. Es la doble cara de la hipercomunicación; nos hace fuertes, pero quizá, individualmente, nos ha podido empobrecer.
Antes mencionaba las lecciones que nos ofrece la extinción de otra especie inteligente. ¿Nos podría ocurrir a nosotros, en esta era en la que no está muy claro que el medio en el que vivimos vaya a soportar nuestra presión mucho más tiempo? Yo me preocuparía más por el medio que por nosotros. Somos una especie muy flexible y muy inteligente, somos capaces de lo más ingenioso y de lo más terrible. Mi visión es optimista; creo que el ser humano tiene los medios para arreglárselas. El que tiene las de perder es el medio, que es donde estamos realizando un ejercicio total de abuso. Nosotros vamos a durar tiempo, pero no sé cuánto y a expensas de qué.
Usted estudió Medicina, pero se especializó en estudiar dientes de fósiles. ¿Por qué?
Siempre quise ser paleoantropóloga, y entonces no había una carrera para ello. La Medicina me parecía, y me sigue pareciendo, la disciplina más bonita y completa a la que uno se puede dedicar. La especialización en dientes fue consecuencia de haberme cruzado en el camino con un mentor con mayúsculas, José María Bermúdez de Castro. Y estoy muy agradecida porque confieso que al principio de mi carrera decía: “No sé qué voy a estudiar, pero dientes, no” [risas]. Ahora estoy agradecidísima porque son los fósiles que en menos espacio físico nos proporcionan más información, y más alegrías.
En 2008, se encontraba en Tiflis (Georgia) estudiando fósiles cuando los aviones rusos comenzaron a bombardear la ciudad. Logró huir, pero ¿merece la pena jugarse la vida por unos huesos?
Soy muy afortunada por haber podido dedicarme profesionalmente a satisfacer mi curiosidad. Quiero conocer de qué estamos hechos, por qué estamos aquí.
¿Y la paleoantropología puede responder a esas preguntas que ni la filosofía ni la religión han logrado contestar? Yo creo que contribuye, pero, como decía Martin Heidegger, la forma suprema de saber es la pregunta. La paleoantropología explica algunas cosas: que no somos solo parte del azar, la importancia que tiene la interacción con otras especies, lo relevante que es la capacidad de adaptación sobre la fuerza bruta, la importancia de la diversidad… Ha contribuido a entender los procesos que nos trajeron aquí. Ahora, ¿una respuesta final? No creo que lleguemos.
¿Qué ha aportado Atapuerca a ese proceso?
Muchísimo… Completa un vacío de casi un millón de años sobre presencia humana en Europa. Estamos reconstruyendo una parte monumental de nuestra historia. Nos ha mostrado dos comportamientos que pueden parecer extremos, desde la posible primera acumulación intencional, incluso ritual, de humanos hasta la evidencia más antigua de canibalismo.
¿Qué secretos sigue guardando Atapuerca?
Después de lo que he visto, puedo esperarlo todo. Encontramos el homínido más antiguo de Europa, con 800.000 años. Volvimos a batir nuestro propio récord 10 años más tarde encontrando un fósil de 1,2 millones de años. Hallamos la acumulación de fósiles humanos más grande del Pleistoceno medio. Nos faltaban neandertales, y aparecieron en la Cueva Fantasma. Es como si Atapuerca nos dejara pedir. Mi sueño es tener un registro fósil más completo de todo ese periodo, es decir, más fósiles de los homínidos que ya conocemos, pero también de otras poblaciones que hayan podido vivir en ese territorio.
Al calor de Atapuerca surgía este centro hace 15 años. ¿Qué es lo que hacen aquí?
El Cenieh tiene una particularidad: un sello de instalación científico-técnica singular (ICTS), que significa que además de investigar tenemos que prestar servicio a la sociedad. Todas estas técnicas que usamos para descifrar el pasado pueden tener aplicación en el mundo industrial y tecnológico. Es un buen ejemplo de que el paleoantropólogo y el arqueólogo están acostumbrados a agudizar el ingenio, porque tratamos con pacientes que colaboran poco y tenemos que buscar la manera de maximizar la información que somos capaces de extraer de la evidencia que tenemos, que es poca. Esas tecnologías que estamos usando para exprimir al máximo los fósiles, como las técnicas de imagen y análisis 3D, pueden tener uso en otros campos.
Decía usted que el ser humano ha cambiado muy poco. ¿Seguimos evolucionando?
Sí, pero es una evolución a nivel microscópico. Un ejemplo muy conocido y muy bonito, porque demuestra que la cultura puede acelerar la evolución, es el de nuestra capacidad para seguir bebiendo leche como adultos. La mutación que nos permite seguir digiriéndola es una singularidad del ser humano. Desde que nuestro estilo de vida se asocia a la ganadería, la presión selectiva favorece a aquellos que son capaces de explotar a los animales con los que conviven de manera habitual. Otro ejemplo es la inmunología, porque no debemos olvidar que la selección natural funciona también con los patógenos, como las bacterias. Vivimos una verdadera carrera armamentística: la bacteria muta, nosotros también, se crean las resistencias antibióticas… Las nuevas infecciones y pandemias son un ejemplo de que los genes siguen cambiando. Y también es interesante el cerebro. Siempre nos preguntamos si necesitamos que siga creciendo, pero lo que se ha observado es que desde el Holoceno el cerebro no solo no aumenta, sino que ha disminuido un poco. Quizá es que ya no necesitamos que nuestro cerebro sea tan grande, porque descansamos en el cerebro colectivo y en la tecnología, y tenemos la cultura escrita. Y otro cambio, que es inquietante, es que los humanos somos físicamente como versiones infantiles de nuestros ancestros. Se ha dicho que esa infantilización es la misma que encuentras cuando comparas a un espécimen salvaje con su versión domesticada. Desde que vivimos en comunidad, se ha producido un proceso de autodomesticación de nuestra especie: nos hemos convertido en versiones más dóciles de nosotros mismos para poder convivir y tolerarnos.
Fuente: elpais.com | 21 de julio de 2019
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