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El biólogo brasileño Alysson Muotri, con una placa en la que cultiva minicerebroides humanos. UCSD
El paleoantropólogo británico Chris Stringer suele decir que es muy injusto que la palabra neandertal se utilice hoy como un insulto. Los neandertales ya utilizaban innovadoras herramientas de piedra hace 300.000 años, se adornaban, manejaban el fuego, cuidaban a sus enfermos y enterraban a sus muertos. Los restos de sus cacerías de mamuts indican que se comunicaban entre ellos para trabajar en equipo. Y, sin embargo, los neandertales desaparecieron hace unos 40.000 años, desplazados por los humanos modernos.
El biólogo brasileño Alysson Muotri es uno de los investigadores que están intentando averiguar si había algo en el cerebro neandertal que contribuyó a su extinción. Es otra forma de hacerse la gran pregunta de la humanidad: ¿Quiénes somos nosotros? ¿Qué nos hace únicos? Muotri acaba de crear algo singular en su laboratorio para buscar la respuesta: minicerebroides modificados genéticamente para tener rasgos neandertales.
En cada célula humana hay unos 22.000 genes con las instrucciones necesarias para su funcionamiento. El equipo de Muotri apunta a 61 genes clave que marcan la diferencia entre los actuales sapiens y los neandertales. Uno de estos genes, llamado NOVA1, actúa de director de orquesta en el desarrollo temprano del cerebro. Los investigadores, de la Universidad de California en San Diego (EE UU), han introducido la variante neandertal de este gen en una célula humana reprogramada para poder convertirse en células cerebrales. Muotri habla de “reconstruir la mente neandertal en una placa de laboratorio”, pero el resultado, en realidad, es una pelotita de células del tamaño de un grano de sal gorda.
La variante arcaica del gen NOVA1 no solamente se encontraba en los neandertales, también aparece en los denivosanos, otra especie humana extinta, cuyos restos se descubrieron hace una década en una cueva de Siberia (Rusia). El equipo de Muotri ha introducido la variante en el genoma humano gracias a la revolucionaria técnica de edición genética CRISPR, cuyas creadoras, la francesa Emmanuelle Charpentier y la estadounidense Jennifer Doudna, ganaron el Premio Nobel de Química en 2020. Muotri ya había hecho experimentos similares con genes de chimpancés y de bonobos, pero nunca con una especie desaparecida. La comunidad científica esperaba estos resultados desde que ofreció un adelanto en un congreso en 2018.
“Es un estudio técnicamente excelente”, aplaude la bióloga Sandra Acosta (izquierda), del Instituto de Biología Evolutiva, en Barcelona. “Es un avance importante porque estamos llegando a definir cuáles son las mutaciones por las que somos humanos: qué nos diferencia del resto de las especies”, afirma. Acosta, con líneas de investigación similares a las de Muotri, está ahora volcada en estudiar el efecto del coronavirus en minicerebroides humanos creados en su laboratorio.
La bióloga subraya la importancia de este tipo de estudios para entender los trastornos neurológicos, como el autismo y la epilepsia, más allá de la evolución humana. “Estas regiones que los humanos tenemos diferentes del resto de las especies son muy interesantes, porque nos van a permitir averiguar mucho más sobre la fisiología de nuestra especie”, explica. Acosta defiende la investigación con estos minicerebroides, aunque estén muy lejos de reflejar la auténtica complejidad de un cerebro real. “Los organoides nos permiten modelar las funciones cerebrales porque son humanos. El resto de modelos de experimentación, como los ratones, no nos permiten hacerlo, porque no son humanos”, zanja.
Organoides cerebrales del tamaño de un guisante a los 10 meses de edad. (Muotri Lab/UCTV)
“Hay que evitar la simplificación de que un solo gen ha transformado el cerebro de nuestros ancestros”, subraya el neurobiólogo Alberto Ferrús (derecha), del Instituto Cajal (CSIC), en Madrid. El investigador recalca que los organoides creados en el laboratorio no son cerebros pequeñitos. “En mi opinión, son tan solo un banco de pruebas donde estudiar procesos en un ambiente reducido. No mucho más que un cultivo celular, pero algo más estructurado”, opina.
“La idea de poner un gen de nuestro parientes en un organoide actual para ver sus efectos es una buena manera de empezar, pero aún hay mucho camino por recorrer hasta saber qué hacía ese gen en el cerebro de nuestros parientes y qué hace en nuestro caso”, añade Ferrús, exdirector del Instituto Cajal.
El investigador Carles Lalueza Fox (izquierda), también del Instituto de Biología Evolutiva, advierte de que el equipo de Muotri ha cambiado un solo gen en el organoide, así que es imposible sacar conclusiones definitivas de los efectos observados. “Es un experimento interesante, en la línea de lo que hay que seguir haciendo”, opina Lalueza Fox, uno de los coautores de la secuenciación del genoma neandertal.
Fuente: elpais.com | 12 de febrero de 2021
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