Fuente: EL COMERCIO | Alejadro Carantoña | 20 de julio de 2012

Al entrar en la cueva de San Román de Candamo parece que las galerías están cerradas, detrás de todos sus pliegues, y que terminan ahí. Pero con buen ojo, resulta que aquí y allá surgen angostos pasadizos y estrechas ranuras por las que, después de arañarse, reptar, gatear y superar algo de claustrofobia, han aparecido salas desconocidas hasta ahora. Y en el suelo de uno de esos recónditos espacios, así ha aparecido un caballo; en otro, un uro y un ciervo, además de múltiples círculos y rayas, inalterados por el paso del tiempo, pero, sobre todo, por la acción de la mano humana, que tanto se ha cebado con la cueva asturiana.

Con todo, aquí abajo el ambiente se hace más ligero y el aliento toma cuerpo al salir de la boca. Es una estancia altísima, casi irreal, tenuemente iluminada y por la que deambula una potente linterna de LED.

Se trata del corazón de la cueva de la Peña, donde estos días el equipo que dirige la catedrática en Prehistoria de la Universidad de Salamanca, (a la izquierda, en primer término), se emplea, minuciosamente, en documentar y explorar las pinturas rupestres para luego estudiarlas. Y, por el camino, con el trabajo que lleva desarrollando aquí desde el año 2008, a hacer nuevos descubrimientos.

La acompañan los doctores Diego Gárate y Olivia Rivero, además de las doctorandas Paula Ortega y Clara Hernando, las cuatro atentas caras que se inclinan sobre sus espacios de trabajo con la cara muy pegada al panel que ahora se ocupan de documentar. Ellos son solo una parte del puzzle de veinte profesionales (entre ingenieros, químicos y geólogos) que, como explica Corchón, se dedican a documentar («y conservar», repite con afecto profesional) aquello que pervive bajo la superficie.

Son pinturas «de todo el Paleolítico», de entre 25.000 y 11.000 años de antigüedad, rasgo que, como insiste Gárate, «le confiere un carácter muy especial a la cueva: el panel principal es uno de los poquísimos en la cornisa cantábrica que ha sido utilizado durante tanto tiempo, con intervenciones superpuestas».

 
 
Solo 45 personas pueden sumergirse en este mundo silencioso y vibrante, congelado, al día, «y ya son demasiadas», lamenta Corchón: «No deberían ser más de 15». Porque las pinturas aparecen rayadas por encima sin cuidado alguno y, el entorno, claramente intervenido y rellenado en tiempos pasados. Hay estalactitas rotas, pinturas quebradas y rayajos bien poco paleolíticos por todas partes, amén de una agresiva escalinata de piedra y un suelo hecho a base de escombro, herencia de la época en que la cueva fue usada como cuartel durante la Guerra Civil.

Por eso Corchón y Gárate arquean las cejas ante la posibilidad de entrar en los últimos recovecos que han encontrado. Además, se afanan en completar y marcar digitalmente las imágenes tomadas por los ingenieros. Porque, como dice la doctora Corchón, lo que por primera vez se ha hecho en esta cueva, Patrimonio de la Humanidad, es inmortalizar en tres dimensiones todo el panel principal, que ahora se ocupan de revisar y de señalar, como astrónomos en busca de nuevas constelaciones, con un cuidado exhaustivo y los originales al alcance de la mano. «Pero sin tocar».

Esto les ha permitido dar, en el propio panel, con un uro que a simple vista cuesta ver, pero que empieza a adivinarse a medida que, con sumo cuidado, lo señalan haciendo sombras casi chinescas con los dedos, a la luz de sus linternas de luz fría. «Esto», dice orgullosa la catedrática, «no es nuestro: es de toda la humanidad. Por eso hay que tratarlo con tantísimo cuidado».

 
 
Esto no es una reproducción, esto no es 'de mentira', por alucinante que parezca: ante los ojos se revela de pronto un morro, o un lomo, o un ojo pergeñado con unos trazos que poco tienen de torpes y completado, para redondear la sensación, con arañazos que, como explica Rivero, en tiempos lucían espectaculares, con un vivo color blanco atenuado por el tiempo y por el barniz de los sedimentos. Ahora solo se intuyen, brillantes y melosos, bajo la luz y la mirada atenta.

Los nuevos descubrimientos aún están pendientes de datación en el laboratorio parisino con el que suelen trabajar, en el que la doctora Hélène Vallades, del centro Gif sur Yvette, les aplica el radiocarbono. «Tardarán unos meses», según Gárate. De momento, cuando terminen esta campaña (una de las tres que se realizan anualmente), estarán un paso más cerca de 'llevarse' y estudiar fuera de estos imponentes y brillantes muros la imagen tridimensional del panel, gracias a la novedosa técnica, conocida como 'fotogrametría'. Para que las más de cincuenta figuras sigan donde las encontraron. Donde las pintaron.

 

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