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Interior del complejo funerario del visir Ipi. (Fotografía: El Mundo/Francisco Carrión)
Fuente: EL MUNDO.es | Francisco Carrión | 19 de junio de 2016
Fue el alto funcionario encargado del cuerno, la pezuña, la balanza y la pluma. Guardián de toda ave que nadara, volara o anduviera. Supervisor de lo que era y no era. El visir Ipi, «amigo único» del rey al que sirvió, acumuló tantos títulos antes de fallecer hace cuatro milenios como negligente fue la Historia con su memoria. Su recuerdo quedó extraviado en la árida ladera del valle que guarda el elegante templo de Hatshepsut, la monarca que fue faraón. La tumba de Ipi, encaramada en la colina rojiza de Deir el Bahari que se extiende más allá de los campos verdes en la orilla occidental de la actual Luxor, es el último legado de su nobleza.
«En Tebas se sabe muy poco de Ipi a pesar de sus títulos llenos de epítetos que pueden resultar rocambolescos y grandilocuentes», relata el egiptólogo sevillano Antonio Morales (izquierda) profesor de la Universidad Libre de Berlín y director del Middle Kingdom Theban Project que desempolva la memoria del visir.
Son las nueve de la mañana y una cuadrilla de obreros, a las órdenes del rais Ali Faruk, excava el amplio patio que comienza frente al acceso a la sepultura y se desliza montaña abajo. Una hilera de puertas salpica el paisaje cercano. «Todas estas tumbas datan del Reino Medio (alrededor del 2055-1650 a.C.). Suelen tener un patio inmenso de 100 metros que en la parte inferior cerraba con una capilla de adobe», explica Morales mientras deambula por el talud. «Los sacerdotes eran muy listos y evitaron subir todos los días a la cámara funeraria para realizar los rituales de culto al difunto construyendo una capilla a los pies de la colina», bromea.
Los enterramientos, horadados en la roca, fueron excavados por el estadounidense Herbert Winlock en los años 20 del siglo pasado al abrigo de una expedición sufragada por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. El objetivo de su tarea fue, más bien, desvalijar las entrañas de las oquedades con la voracidad de un vulgar cazatesoros. «Los museos querían objetos para sus colecciones y Winlock dedicaba tan solo un mes a cada una de las tumbas. Hasta que en 1923 se descubre el inicio de la rampa del templo de Hatshepsut y el Metropolitan le ordena que baje y comience a limpiar la explanada. Lo que halla allí es un queso gruyere, un caos de sarcófagos, ataúdes y rampas al que se entrega durante años. Las tumbas quedan sin publicar o se divulga información muy pobre e inexacta», replica el egiptólogo, doctorado en la Universidad estadounidense de Pennsylvania. Nueve décadas después, el propósito del equipo que lidera es precisamente elaborar el inventario que dejó pendiente Winlock. Un documento que arroje luz sobre la arquitectura del Reino Medio. «Todo el mundo habla de estas tumbas para explicar la arquitectura posterior, pero nadie hizo jamás un estudio científico sobre ellas», puntualiza el mudir (director, en árabe).
La segunda campaña, que concluyó el pasado abril, ha comenzado a rescribir la historia de la tumba TT315. «Hemos descubierto que el complejo de Ipi no consistía en un patio rectangular sin estructuras que se alzaba pendiente arriba hasta el acceso de la tumba, con su muro de recinto. Hemos podido rechazar esta hipótesis al encontrar restos de una plataforma que los egipcios excavaron para hundir ambos lados y dejar una especie de rampa central desde los pies de la colina hasta la puerta de la tumba», comenta el egiptólogo. «Hemos hallado -agrega- indicios de una estructura de adobe y piedra que se construyó a la entrada del complejo, a los pies de la montaña. Probablemente se trate de una capilla de culto al difunto».
La aventura de exhumar el nombre de Ipi se desarrolla bajo un sol de justicia, en un patio abarrotado de peones en galabiya (túnica tradicional). El egiptólogo local Mohamed Osman es el encargado de auscultar su perímetro. «Estamos limpiando todo el patio para comprobar lo que no se publicó y lo que Winlock desechó, tanto elementos arquitectónicos como objetos de la tumba», narra el egipcio, fascinado aún por la técnica que emplearon sus antepasados para abrirse paso a través de la montaña. «Cuesta imaginar que cortaran tanta superficie de la roca y luego comenzaran a perforarla para lograr el pasillo y el interior», murmura.
De la arena que el tiempo había ido amontonando en el patio ha emergido un primer tesoro: los materiales usados en el embalsamamiento del cadáver de Ipi. «Durante la momificación hay una serie de objetos que entran en contacto con el difunto y que tienen restos de sangre o bitumen. No se pueden tirar porque han sido usados con alguien que va a ser trasladado al más allá, pero tampoco se pueden colocar en la tumba porque es un material impuro que ha servido para extraerle los intestinos o el hígado. Se suelen guardar en otra sala que Winlock localiza y de la que se lleva parte del material. En cambio, lo que no le interesa lo arroja en la puerta de la tumba», indica Morales, entusiasmado con un hallazgo que está siendo examinado con celo.
«Se trata de una colección sin igual, con tapones de jarras con sus vendas para sellar líquidos como ungüentos, perfumes y grasas animales; bolsas de tela con natrón [sal empleada para desecar el cadáver o rellenarlo al vaciarle y quitarle los órganos principales durante el embalsamamiento]; cientos de metros de todo tipo de vendas; e incluso el sudario principal del difunto, al estilo de la sábana santa de Jesús, con manchas de sangre, ungüentos, grasas y perfumes usados durante la momificación».
El contenido almacenado durante milenios en 67 vasijas y descartado por Winlock -que será sometido a análisis químico de las manchas, del ADN o la composición del textil- es tan solo una fracción de los vestigios rescatados del olvido. «Hemos recuperado unos 1.500 objetos, entre shabtis [estatuillas funerarias], trozos de ataúdes de época baja o Reino Medio y fragmentos de momia», detalla Morales, el primer arqueólogo español que dirige una misión extranjera en Egipto.
De recibir las piezas del puzzle y documentarlas se ocupa Raúl Sánchez, de 27 años, que prepara su tesis en la universidad de Sevilla. «Trabajar aquí es cumplir un sueño y hacerlo en un ambiente internacional resulta aún más interesante», confiesa mientras estudia y cataloga los últimos hallazgos en la carpa plantada en el patio junto a la cadena de obreros que transporta los escombros. A su lado, el egipcio Hazem Sharid dibuja algunos de las piezas recobradas. «Esta es mi pasión. Empecé en las excavaciones con nueve años acompañando a mi padre. Pertenezco a una generación de arqueólogos locales que puede hacer mucho», esboza.
A la mesa de Sánchez y Sharid llega hasta el más pequeño de los objetos recuperados del naufragio. Como las cerdas de un cepillo faraónico. «Proceden de la escoba que empleaba el sacerdote para borrar los pasos de la tumba y conseguir que, cuando se cerrara la sala, fuera una cavidad pura donde no quedara rastro humano», arguye el director de la expedición antes de cruzar el dintel e internarse en la sepultura. En su laberinto poco permanece de su geografía primitiva. Las paredes y el suelo del pasillo han sido completamente arrasadas. «Todo estaba forrado en piedra y los muros tenían textos jeroglíficos. Lo destrozaron todo porque posteriormente fue utilizada como cantera», reconoce. Quienes la profanaron tampoco respetaron la sala de culto que se halla al final del corredor ni las losas que recubrían la estancia y ocultaban la rampa hacia la cámara funeraria. «En la sala de culto se colocaría una estatua del difunto recibiendo a los visitantes. El acceso a la cámara quedaría clausurado el último día del funeral», expone. Hoy, en cambio, toda la estudiada estructura queda a la vista, como si hubieran despojado al visir de todos sus secretos. Al final del pasillo descendente, descuella el sarcófago, una mole de tres metros tallada a partir de un solo bloque de caliza y depositada en la estancia. «Sobre el sarcófago -apostilla- se construyó el suelo de la cámara. De hecho, su tapa sería la última lasca de piedra que se colocaría, completando una superficie que evitaría que los saqueadores pudieran acceder a los restos del visir».
El ataúd de piedra fue la única joya que sobrevivió al expolio, con las preciadas huellas de su decoración interior. «Estamos recogiendo los fragmentos para reconstruirlo. Algunos se encuentran en muy mal estado. De momento, hemos descubierto que es el único sarcófago conocido que tiene textos también en la base», avanza Morales, un enamorado de los textos y prácticas religiosas del Reino Antiguo y Medio.
«Este ataúd tiene Textos de las Pirámides y de los Sarcófagos. Los Textos de las Pirámides se usan originalmente durante el Reino Antiguo en, por ejemplo, las grandes pirámides de Saqqara. Los Textos de los Sarcófagos aparecen en los sarcófagos del Reino Medio pero, en realidad, son los mismos que usaban quienes no pertenecían a la élite en el Reino Antiguo». En los coloridos jeroglíficos que van surgiendo de su restauración se guarda una de las claves para desentrañar la biografía olvidada de Ipi. «Se ha hablado de que el visir sirvió a finales del reinado de Mentuhotep II (2055-2004 a.C.), el monarca que reunificó el país y desde Tebas fue creando un Estado sólido. Pero también hay quien dice que actuó al principio de Amenemhat I (1985-1956 a.C.), el primer rey de la dinastía XII. La paleografía nos ayudará a desvelar su época».
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