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El portaestandarte portugués defiende la bandera real ante el ejército fernandino en Toro - Wikimedia
Fuente: ABC.es | Manuel P. Villatoro | 22 de enero de 2015
Medio milenio después de la muerte del monarca, recordamos la contienda que cambió el destino de la Península y analizamos el último libro de Fernando M. Laínez sobre este personaje
De tres a seis horas. Ese escaso tiempo fue el que duró la contienda que, en 1476, cambió el devenir de la Península Ibérica: la sucedida en Peleagonzalo, un pequeño pueblo cerca de la ciudad de Toro –Zamora- el 1 de marzo. Aquel día, las tropas de Fernando el Católico consiguieron acabar con las huestes del monarca de Portugal, Alfonso V. Un hombre que –mediante el matrimonio con la hija del fallecido rey de Castilla (Juana la Beltraneja, de apenas 12 años) y las armas- buscaba unificar ambos reinos bajo su real cetro. Sin embargo, y a pesar de que la lucha fue de lo más igualada, tras esa lluviosa jornada el luso fue derrotado y se vio obligado a retirarse a su cuartel general, renunciar a sus deseos de expandirse hacia el este y admitir a Isabel y Fernando como los nuevos monarcas de Castilla y Aragón.
En su día, la batalla de Toro ayudó a forjar la futura España al allanar el camino a los futuros Reyes Católicos hacia el trono y garantizar, así, la unión de Castilla y Aragón. Es por ello que hoy, un día antes del 500 aniversario de la muerte del monarca español (quien dejó este mundo el 23 de enero de 1516) queremos recordar cómo se sucedió. A su vez, la historia de esta contienda es una de las que –en los próximos días- se podrá leer en «Fernando el Católico. Crónica de un reinado» (editado por «Edaf»), el último libro del periodista y divulgador histórico Fernando Martínez Laínez.
«En el libro he intentado dar una visión de la vida de Fernando a través de sus acciones, huyendo de interpretaciones psicológicas discutibles. Por eso me he atenido a relatar los hechos de su reinado en forma de crónica, dejando que el lector reconozca al personaje a través de sus actos, con sus aciertos y sus yerros, que también los tuvo, y algunos (como la expulsión de los judíos) graves. Pero en la balanza final, el resultado de sus obras supera con mucho a los errores», explica el autor en declaraciones a ABC.
El origen de la batalla de Toro se remonta hasta el 21 de febrero de 1462. Fue ese día en el que el mundo vio nacer a Juana, la hija del entonces rey de Castilla Enrique IV. Aquel alumbramiento, en principio feliz, trajo consigo grandes dolores de cabeza para el monarca castellano. Y es que, al llevar años y años demostrando su impotencia (no había forma de que engendrara un retoño), muchos negaron que fuera el padre de la pequeña. Por el contrario, las malas lenguas (fomentadas por le ingenio español) atribuyeron su paternidad a uno de sus amigos personales, Beltrán de la Cueva. Además de hacer que la niña se ganase un curioso sobrenombre (la Beltraneja, por razones evidentes) el rumor atribuyó unos cuernos al soberano del tamaño de los de un morlaco de levante. Este hecho terminó de motivar a varios nobles que, intereses personales mediante, alegaron que el sucesor del entronado debería ser su hermano pequeño, Alfonso, y no aquella pequeña bastarda.
La situación terminó de complicarse cuando Alfonso murió. En ese momento, y sin un sucesor varón al que apoyar, los nobles que no querían ver a la Beltraneja ascender al trono de Castilla pusieron sus ojos sobre Isabel –la futura Católica- también hermana de Enrique y, hasta ese momento, en un segundo plano por ser mujer. Hay que decir que la adolescente demostró su tenacidad, perseverancia y su carácter decidido, pues logró que Enrique la nombrase su sucesora en 1468 durante el tratado de los Toros de Guisando. Un documento en que se señalaba, además, que la joven solo podría contraer matrimonio con el consentimiento de su hermano. El trato quedó sellado… o eso creía el hombre de la corona, pues la joven Princesa de Asturias, pasándose por el arco del triunfo aquel papelote y la autoridad de su familiar, se casó en secreto con Fernando de Aragón para que, cuando ambos se hiciesen con el poder, sus reinos quedasen unidos.
Fotograma de la serie de rtve "Isabel" en el momento en que Enrique IV y su hermana Isabel sellan el acuerdo denominado 'Tratado de los Toros de Guisando'.
Los problemas se resolvieron «felizmente» para Isabel y Fernando en diciembre de 1474 cuando –algunos dicen que envenenado, otros que por causas naturales- Enrique IV dejó este mundo. El trono recayó entonces en manos de su hermana, quien –tras demostrar el pesar por su muerte con el clásico traje blanco de luto real- se sentó al fin en el trono de Castilla. Al menos hasta 1475, ya que fue entonces cuando los partidarios de la Beltraneja (entre los que se destacaban, por ejemplo, el Juan Pacheco, marqués de Villena, Alfonso Carillo o el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, Rodrigo Téllez Girón) volvieron a la carga con el objetivo de lograr el trono para la pequeña. Para conseguir su objetivo organizaron una boda real entre Alfonso V, soberano de Portugal, y la niña presuntamente bastarda. Ambos, por cierto, tío y sobrina.
Con este enlace, pretendían forjar una fuerte alianza mediante la cual el luso –que superaba en una treintena de años a la chica- defendiera con sus tropas los intereses dinásticos de Juana. La coalición se materializó bajo promesa de futuro matrimonio (había que esperar la bendición de la Iglesia para celebrarlo) en 1475 y, ese mismo año, el rey cruzó la frontera con un ejército de 20.000 hombres dispuestos a llegar a Burgos y acosar, desde allí, a Fernando e Isabel. Sin embargo, el valor le duró el poco tiempo que tardó en percatarse de que el soberano de Aragón había iniciado una recluta urgente de soldados y que no eran pocas las ciudades que renegaban de la Beltraneja. Cuando estas noticias llegaron hasta sus oídos, decidió ser cauto, detener su avance y ubicar su cuartel general en Toro, una pequeña ciudad de Zamora que podía ser defendida de forma sencilla.
Movimiento de tropas va, batalla viene, Alfonso V logró reunir allá por febrero de 1476 en Toro un potente ejército formado aproximadamente por 3.500 jinetes y unos 20.000 infantes. A este contingente se sumó, el 9 de ese mismo mes, el infante Juan –hijo del monarca- con unos 8.000 peones y entre 1.000 y 2.000 caballeros. Estos, eso sí, algo menos curtidos que los de su padre. Al parecer, contar con este gran contingente de combatientes enardeció al prometido de la Beltraneja, quien decidió salir de las seguras murallas de la ciudad para cercar Zamora, donde Fernando se hallaba pertrechado con –según la mayoría de las fuentes- unos 2.500 militares sobre jamelgos y unos 20.000 infantes. Su objetivo no era otro que conquistar la plaza (que se hallaba entre su cuartel y Portugal) y girar posteriormente hasta Burgos, donde los franceses le habían prometido unirse a él para luchar contra Aragón y Castilla.
En las semanas siguientes, sin embargo, los lusos -ya fuera por una causa o por otra- no se decidieron a asaltar la ciudad. «El 17 de febrero de ese mismo año, el rey portugués se puso en marcha con su ejército para tomar Zamora, en cuyo castillo resistían todavía sus partidarios. Acudieron para cerrarle el paso a esa ciudad las tropas que habían sitiado Burgos, mandadas por el Infante Enrique de Aragón y su primo el duque de Villahermosa. El rey de Portugal, al que se unió el Arzobispo Carrillo con 500 lanzas de su ejército privado, se movió con mucha lentitud y perdió varias semanas sin decidirse a atacar […] Por entonces Burgos capituló y la guerra cambió de signo», determina Laínez. Al final, el prometido de la Beltraneja se decidió a poner sitio a Zamora con su contingente a pesar del frío que golpeaba la zona, un factor que terminó desgastando a sus soldados.
Juana la Beltraneja, presunta hija de Enrique IV- Wikimedia
El 1 de marzo después de que sus tropas pasasen todo tipo de penurias, Alfonso determinó que lo mejor era detener el asedio a Zamora, recoger el petate, y cobijarse de nuevo entre los muros de Toro. Así pues, ordenó a sus militares desmontar el campamento y marcharse a toda prisa hasta su cuartel general. Según calculaba el monarca, su contingente podría realizar la marcha en unas cuatro horas, un breve período en el que Fernando no tendría tiempo de armar a sus huestes para salir en su busca. Sin embargo, el aragonés tardó mucho menos de lo esperado en organizar una fuerza para perseguir a su enemigo cuando, tras llegar el alba, se percató de que no quedaba ni un alma en los alrededores de la urbe.
A los pocos minutos, Fernando envió a unos 300 caballeros al mando de Álvaro de Mendoza con órdenes de hostigar la retaguardia de Alfonso. Una vez preparado, él también salió en persona de Zamora con el objetivo de presentar batalla al portugués. «El rey aragonés fue tras el portugués y le dio alcance a una legua de Toro, hostigando a su retaguardia. Las tropas portuguesas cruzaban un desfiladero y Fernando forzó a sus enemigos a entablar batalla en una llanura cercana. Las fuerzas en presencia eran bastante desiguales. Los portugueses contaban con unos 10.000 peones, 3.500 jinetes y alguna artillería. Fernando solo tenía 3.000 peones y 2.000 caballos», determina el experto español.
Fernando y Enrique decidieron darse de bofetadas, después de semanas jugando al pilla-pilla, aquel 1 de marzo de 1476 cerca de la zamorana ciudad de Toro, hogar del monarca partidario de la Beltraneja. El lugar concreto fue el pueblo de Peleagonzalo, a 11 kilómetros aproximadamente de la urbe principal. Una región, por cierto, bastante escueta en lo que se refiere a pobladores, aunque de gran riqueza en agricultura. «Son los campos fértiles, la tierra fresca y abundante […] el número de los moradores no es grande, y aunque su asiento es llano [Toro] es famosa por sus muros y castillos», explica el cronista Juan de Mariana. El mediodía se aventuraba cuando sus majestades portuguesa y aragonesa hicieron formar a sus contingentes a voz en grito. La contienda, como se dijo posteriormente, decidiría en buena medida el destino de la Península.
Don Fernando formó en el campo de batalla con tres cuerpos de ejército. El primero, ubicado en el centro, era dirigido por él mismo. Este grupo contaba con la «guardia mayor» del propio monarca (su guardia real), así como –según corrobora Laínez- las milicias de Salamanca, Zamora, Ciudad Rodrigo, Medina del Campo, Valladolid y Olmedo. Además de todos estos combatientes, destacaba la presencia del Mayordomo mayor (un cargo de suma importancia para la época) Enrique Enríquez y los hombres del Conde de Lemos, procedentes de Galicia. Aquella era la fuerza principal de militares a pie, la que, llegado el momento, debería aguantar el grueso del duro combate que se iba a suceder.
El flanco derecho del ejército de Fernando estaba formado por siete escuadrones (la mayoría de ellos de jinetes ligeros) dirigidos respectivamente por Álvaro de Mendoza, Alfonso de Fonseca (obispo de Ávila), Pedro de Guzmán, Bernal Francés, Pedro de Velasco, Vasco de Vívero y Pedro de Ledesma (oficial al mando de los zamoranos, quienes eran reconocibles gracias a su rojo estandarte). Finalmente, en el ala izquierda destacaban (además de los correspondientes combatientes a pie), los caballeros pesados del contingente. Todos ellos, divididos en tres grupos de combate a las órdenes del cardenal González de Mendoza, el duque de Alba y el almirante de Castilla Alonso Enríquez.
Alfonso, de forma similar a Fernando, dividió a sus hombres en tres fuerzas principales. La primera, la del centro, era comandada por él y contaba, además, con una serie de ilustres caballeros castellanos que apoyaban los intereses de la Beltraneja. En palabras de Hernando del Pulgar –cronista de los Reyes Católicos- el luso hizo formar a los combatientes ubicados en esta zona (la mayoría infantes) en cuatro grupos. «En la batalla suya iba el Conde de Lenle, é Pereyra, su guarda mayor con sus genes, e muchos caballeros y escuderos», explica el contemporáneo de los monarcas. A su vez, entre las filas formaba Duarte de Almeida, alférez portugués encargado de portar el estandarte real hasta la muerte.
A su izquierda (frente al ala derecha fernandina) se encontraba el infante Juan. Este comandaba a sus huestes propias entre las que destacaban unos 800 jinetes pesados. La élite del contingente, según explica del Pulgar en sus textos. Con él, siempre en palabras del cronista, se hallaba el Obispo de Évora con «gran número de espingardas e otro tipo de artillería». Finalmente, el flanco ubicado a la diestra del monarca luso se hallaba formado, principalmente, por tropas castellanas contrarias a Isabel y dirigidas por –entre otros- el Arzobispo de Toledo (Alfonso Carrillo), quien solía decir sobre Isabel lo siguiente: «La quité de la rueca y le di un cetro. Ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca». Su presencia, aunque pueda parecer baladí, era de soberana importancia, pues no en vano el populacho solía decir que, quien le tuviera de su lado, ganaría la guerra.
Dicen las crónicas que la batalla comenzó cuando la noche comenzaba a cernirse sobre los contendientes y la lluvia caía de forma constante sobre la tierra. La primera carga corrió a cargo de los fernandinos. La realizaron una parte de los jinetes ligeros del flanco derecho al mando de Álvaro de Mendoza. Así pues, unos 300 caballeros se lanzaron con bravura contra ocho centenares de peones portugueses (todos ellos dirigidos por el príncipe Juan) entre los que se destacaban varias decenas de arcabuceros. Después de que varios atacantes cayeran muertos al ser recibidos con una lluvia de pólvora, comenzó la contienda a lanza y espada. El baile de aceros, que se podría decir. Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta que los hombres a caballo se percataron de que su número era demasiado escaso para hacer huir a sus contrarios.
La batalla de Toro- Rafael Pertus
«Como enjambre de abejas se estrella contra una pared de piedra, así cayeron los 300 caballeros ligeros de Álvaro de Mendoza sobre los 800 peones que regía el príncipe don Juan. Así, al adelantarse aquella incontrastable masa de hierro, de donde salían, al propio tiempo, mortíferos tiros de pólvora, en ella se estrellaron los caballeros ligeros de Castilla», explica el historiador del S.XIX Fernando Fulgosio en su obra «Crónica de la provincia de Zamora». Así pues, aquellos caballeros que habían hostigado la retaguardia del ejército portugués durante varias horas no tuvieron más remedio que retirarse con el objetivo de volver a reagruparse en la retaguardia. La primera acometida embraveció a los lusos. Pero, no desmotivó al centro comandado por Fernando, que se lanzó a la carga para enfrentarse a los hombres dirigidos por Alfonso V.
Mientras el contingente central corría para repartir espadazos entre los lusos, los oficiales del flanco izquierdo se movilizaron para cubrir la retirada de Mendoza y tratar de hacer huir al hijo de Alfonso. El príncipe no se quedó mirando el bello paisaje, sino que le puso arrestos y envió más combatientes para tratar de superar por ese lado a sus contrarios y envolver, así, a Fernando. «Los españoles eran con los que más fuerza reñían pues, habiendo acudido el duque de Alba y el cardenal en ayuda de Álvaro de Mendoza, violes con rabia el Arzobispo de Toledo y contra ellos envió, yendo por último él también, a cuantos tenía en derredor», completa el historiador español en su obra. En este lado del campo de batalla la lid, por lo tanto, se generalizó.
Minutos después comenzó el combate entre las fuerzas centrales, cada una dirigida por su rey. Apenas existen datos sobre esta lucha más allá de que lo sangrienta que fue. Al menos, así lo explica del Pulgar en sus crónicas: «Quebradas las lanzas, vinieron al combate de las espadas. E todos revueltos unos con otros, sonaban los golpes de las armas y el estruendo del artillería e las voces; unos nombrando su apellido, otros gimiendo sus llagas e caldas, otros demandando ayuda, otros reprehendiendo los que veían negligentes en pelear, y esforzándolos que le peleasen. E porque entre los castellanos e portugueses había la vieja qüestion sobre la fuerza y el esfuerzo de las personas, cada uno por su parte se disponía a la muerte por alcanzar la vitoria». El caos se extendió por el campo de batalla cuando, además, el ala derecha entró también en la lid.
A pesar de la escasa información que existe sobre esta parte de la contienda, sí se conoce que, en el centro de la batalla, se vivió un combate singular entre un soldado fernandino, Vaca de Sotomayor, y Duarte de Alemeida. El primero luchó contra el luso con el objetivo de arrebatarle el estandarte real –un severo agravio para el bando que perdía la insignia-. En este combate singular el alférez perdió el brazo derecho debido a un terrible tajo del español. Sin embargo, asió aquel trapo con la mano izquierda para evitar que cayera en poder de su enemigo. En ese momento se sucedió uno de los actos de valor del día cuando –según cuenta la leyenda- el militar del ejército de Fernando le cortó también su extremidad siniestra. Al no poder agarrar el palo, lo cogió con sus dientes. Con todo, no pudo evitar que se lo arrebatasen.
No obstante, el estandarte real portugués no duró mucho tiempo en manos de los hombres de Fernando, pues fue recuperado por las tropas del infante Juan. «Viendo los portugueses su estandarte en manos ajenas, al punto acudieron en pro de Almeida, y todos combatieron tan fiera y señudamente, que la enseña quedó hecha pedazos», añade Fulgosio. A día de hoy, se desconoce qué fue del portaestandarte portugués. Algunos historiadores afirman que fue hecho prisionero, mientras que otros determinan que cayó muerto ante la espada de los hispanos. Fulgosio, por su parte, aboga por la segunda teoría, mientras que del Pulgar afirma en sus escritos que logró sobrevivir y fue trasladado hasta Zamora. Para su desgracia, de nada le sirvió a Duarte combatir de forma tan determinante pues, en las seis horas que duró la lucha bajo la potente lluvia, sus compañeros fueron perdiendo cada vez más y más terreno ante los isabelinos.
Tras horas y horas de lucha, tras un combate en el que cada bando se afanó en acabar con su enemigo para ganar un trono para su monarca, la batalla terminó cuando Alfonso V, viendo que el centro de su ejército había empezado a huir hacia el cuartel que habían instalado en Toro, dio media vuelta y tocó a retirada. La huida se generalizó entonces en el flanco izquierdo y el centro luso, donde había sido imposible resistir el envite de los fernandinos. Aquella fuga por las bravas fue desastrosa, pues muchos soldados se vieron obligados a pasar a través de las aguas del Duero y, debido al barro, tropezaron y se fueron al otro mundo ahogándose. Y es que, para entonces, la noche era cerrada y poco se veía más allá de la luz ofrecida por una antorcha. Las aspiraciones del luso tocaron así a su fin. Los textos de la época afirman, incluso, que muchos de ellos salieron en una gigantesca estampada al creer que su líder había perecido en batalla.
Mientras el rey portugués se retiraba, su hijo aún tuvo tiempo de desbaratar el flanco izquierdo fernandino con sus caballeros, causando una considerable molestia al ejército atacante. Sin embargo, y al igual que le pasó a Almeida, su esfuerzo no sirvió de mucho ya que, cuando se percató de que su padre había salido por piernas, poco pudo hacer. Aunque eso sí, se mantuvo estoico en la posición que había conquistado durante algún tiempo. «Visto que la gente del rey su padre era vencida y desbaratada, pensando en separar algunos de los que iban huyendo, subióse sobre un cabezo en donde tañendo las trompetas e faciendo fuegos e recogiendo a su gente estuvo quedo con su batalla en el campo y no consintió de ella salir a ninguno», añade del Pulgar. Su heroicidad no fue pasada por alto por Fernando, quien –en una carta a Isabel- señaló que, si no hubiese sido por él, Alfonso habría caído presa de sus soldados: «Si no viniera el pollo, preso fuera el gallo».
A pesar de que Fernando logró hacer huir a Alfonso, el que Juan mantuviera el territorio y ambos bandos sufrieran un similar número de bajas (aproximadamente 400 castellanas y 900 lusas) hizo que el resultado fuera muy parejo sobre el campo de batalla. Sin embargo, el futuro rey católico tuvo la habilidad de enviar decenas de emisarios con misivas proclamando su victoria. El movimiento propagandístico surtió efecto y, a las pocas jornadas, toda Castilla y Aragón sabían que el monarca luso había huido del campo de batalla para salvar su vida. Con todo, e independientemente de los muertos y los mensajes, la verdad es que esta contienda marcó el principio del fin de las aspiraciones de Alfonso de arrebatar el trono a Isabel. Y es que, con el paso de los meses, todos los nobles díscolos que habían acudido a su región buscando la ayuda del portugués acabaron abandonando a la Beltraneja. El huido, por su parte, vio su fuerza mermada y, finalmente, renunció a subir sus reales al trono hispano en 1479 mediante el tratado de Alcáçovas.
1.- Explica en su libro que Fernando el Católico fue nuestro mejor rey. ¿Por qué lo cree?
2.- ¿Cuáles son las grandezas y las miserias más famosas de este monarca?
4.- ¿Fue Fernando el Católico el padre de la nación española?
5-¿Qué importancia tuvo Isabel en la vida de Fernando? ¿Fue su relación cómo cuenta la leyenda?
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Fernando el Político, pionero de la razón de Estado
Fueente: ABC.es | 23 de enero de 2016
El 23 de enero de 1516 moría en Madrigalejo, Cáceres, el rey Fernando el Católico. Hace hoy 500 años. El rey Fernando ha sufrido historiográficamente una polarización que ha lastrado su imagen. Unos historiadores lo han asimilado tanto a Isabel, su mujer, con la que se casó en 1469, que han reducido su significación a la condición de marido de la reina de Castilla en el escenario del matrimonio feliz y armónico que tanto se ha idealizado y sublimado.
Escudo de los Reyes Católicos con el lema, el yugo, el haz de flechas y el mote «tanto monta».
El arquetípico tanto monta, monta tanto, en realidad, era incumplido por estos historiadores que ahogaban la figura de Fernando en el fondo bajo el aura dorada de su esposa, Isabel, la candidata a la santidad, la piadosa, discreta, esposa enamorada, madre amantísima. Él, en cambio, Fernando ha sido visto por esta historiografía como el marido infiel, mirada torva, egoísta, avaro… Siempre segundón en el retrato comparativo que hicieron los cronistas de ambos.
En el otro extremo ideológico, la historiografía nacionalista catalana lo ha fustigado sistemáticamente, como rey de la dinastía castellana de los Trastámara, absolutista, enfrentado a su hermanastro Carlos de Viana, el hijo mayor de Juan II de Aragón, convertido éste en mito romántico, por su muerte oscura y precoz en 1561. No importa que Vicens Vives ya en los años treinta del siglo XX, demostrara que esta imagen de Fernando era pura quimera. El arquetipo negativo del Rey Católico sigue vigente.
A la hora de juzgar al rey Fernando hay que precisar en primer lugar la dificultad de separar su reinado del de Isabel. Se casaron en 1469 y ella murió en 1504. Treinta y cinco años juntos. Una unión matrimonial que desde luego, no fue unidad nacional tal y como entendemos hoy el concepto de nación. Castilla y Aragón siguieron manteniendo sus propias peculiaridades políticas, sociales y económicas. Ni el uno ni la otra tuvieron plena jurisdicción sobre la Corona que representaba cada cónyuge. Una gran parte de la nobleza castellana, cuando murió Isabel, demostró tener más simpatía por Felipe el Hermoso, marido de Juana la Loca que por Fernando. Ello determinó, en buena parte, la decisión de éste de casarse con Germana de Foix en 1505 y dar un giro a su vida, proyectándose, intensamente hacia Italia.
A la hora de juzgar a Isabel y Fernando no podemos, por otra parte, entrar en el concurso de méritos en torno a los acontecimientos decisivos que protagonizaron ambos y que tienen en 1492 su referencia fundamental: la conquista de Granada, la expulsión de los judíos o el descubrimiento de América. En estos hitos históricos, ciertamente, Fernando tuvo un papel más trascendente de lo que tradicionalmente se ha dicho. En particular, respecto al apoyo fundamental para que Colón llevara adelante su proyecto, como estudió Manzano, Fernando tuvo una participación trascendente en la decisión final a través de muchos funcionarios y asesores suyos que intervinieron en la aprobación final del viaje colombino. Fernando, por otra parte, se ufanó, no pocas veces, de su participación decisiva en la gestación del descubrimiento. En 1508 dirigiéndose al capítulo general de la Orden de San Francisco, reunido en Barcelona, hacía constar: «Haber sido yo la principal cabeza de que aquellas islas se hayan descubierto».
La rendición de Granada, por Francisco Pradilla - Museo del Prado
Pero la figura de Fernando el Católico emerge, con un significado especial, al margen de Isabel, por su perfil de político, en toda la dimensión cóncava del término. Lo resaltó Maquiavelo que lo escogió su obra El príncipe (1513) y lo acabó ratificando Baltasar Gracián en El político (1640).
Fernando el Católico ha pasado, en definitiva, a la historia, como el pionero de la razón de Estado. Como ha recorrido Ángel Sesma, Fernando fue, de hecho, el primer monarca hispano en eliminar de su firma el nombre y dejar su sello en un incuestionable: yo, el rey. Un rey autosatisfecho, como superador de infinidad de trances. Su obsesión en el marco de una vida extraordinariamente agitada, en la que no le faltó hasta un atentado como el que sufrió por parte del payés de remensa Juan Canyamares el 7 de diciembre de 1492, fue el equilibrio, la conjunción de los extremos.
Aragonés de Sos de Aragón, se movió siempre entre Castilla, Navarra y Cataluña, conjugando absolutismo y foralismo, demostrando una increíble capacidad de adaptarse a todas las situaciones. Esa virtud ya la subrayó el cronista Pulgar cuando escribió su retrato de Fernando: «la fabla igual ni presurosa ni mucho espaciosa. Muy templado en su comer y beber y en los movimientos de su persona porque ni la ira ni el placer facían en él alteración. Tenía la comunicación amigable. Home era de verdad, como quiera que las necesidades grandes en que le pusieron las guerras le facían algunas veces variar».
Los valores individuales, la apelación a la fortuna (que el tiñó de providencialismo) y la invocación de la necesidad como justificación o aval legitimador, principios de Maquiavelo marcaron siempre el ejercicio político de Fernando. Su relativismo moral le hizo buscar la conciliación de intereses distintos y distantes.
En el marco de la revolución catalana de 1640 siglo y medio después de su muerte, un texto anónimo se refería a él nostálgicamente: «Quien mayor entendió esta razón finísima de Estado fue el católico rey Don Fernando que tenía como regla que siempre que la balanza de la satisfacción del rey y del Reino estuvieran iguales sería durable el rey y el Reino».
El sueño de todo buen rey, la satisfacción conjunta del rey y del Reino. La monarquía española después de la muerte de Fernando el Católico se proyectó hacia otros horizontes: salió, en buena parte, del Mediterráneo, soñó con imperios lejanos, olvidó el pragmatismo de Fernando. Curiosamente en esta misma semana conmemoramos el tercer centenario del nacimiento del mejor rey Borbón, Carlos III, y el quinto centenario de la muerte de Fernando el Católico. Aquel rey Borbón que volvió de Italia en 1759 después de ser rey de Nápoles-Sicilia durante 25 años, para reinar en España, se une en nuestra memoria a Fernando, el Rey Católico, que se fue a Italia, porque parecía que los españoles no sabían valorar sus méritos. La ida y la venida de dos grandes reyes.
Por desgracia los catalanes aun debemos sufrir el yugo de Castilla...
Sr. Manel.
Haga el favor de no generalizar sentimientos políticos. No es propio de estos foros entrar a dirimir opiniones políticas. Por los demás, una amplísima mayoría de catalanes no sienten el yugo al que usted se refiere.
Saludos
Que làstima que el Reino de España, con su jefe de estado heredero del franquismo a su cabeza, no tenga el valor de preguntar en un referendum a los catalanes si sienten o no el yugo...
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