(Publicado originalmente en Ciencia Histórica)

Es casi la hora de comer y los rayos ultravioleta del sol están quemando células epidérmicas en el brazo de Ramator, pero él no se da cuenta. Sólo sabe que hace mucho calor y que es mejor resguardarse bajo la sombra de una palmera y alejarse un poco del horno en el que está cociendo unos platos de barro. Mientras espera que el fuego haga su cometido, el alfarero le da vueltas al desafortunado incidente del día anterior, cuando en el campamento a media jornada de distancia por un grupo de comerciantes, Tonate, un vecino suyo, se presentó con media docena de bandejas muy similares a las que él venía fabricando en exclusiva desde que su padre le heredó el chiringuito. Hasta ese momento, Ramator no conocía el concepto de  “competencia” y el hecho le cabreó bastante, al menos hasta cuando uno de los comerciantes cogió una de las piezas de Tonate, que las ofrecía más baratas, se le rompió en las manos. Su nuevo rival quedó en ridículo, pero a nuestro héroe le quedó muy claro que a partir de entonces tendría que lidiar con la realidad de que ya no sería el único alfarero de la aldea.

La industria alfarera se conocía en toda la comarca de los ríos Tigris y Éufrates. Hacía mucho ya que se conocía el secreto de que la arcilla podía ser moldeada en cualquier forma y luego calentada hasta endurecerla. Ya desde principios del neolítico, unos diez mil años antes de Cristo, los habitantes de la actual China eran expertos en la fabricación de objetos de barro cocido, e incluso se han encontrado figurillas en la República Checa de más de veinte mil años de antigüedad. Aún así, la industria era muy primitiva a falta de hornos que alcanzaran altas temperaturas y no fue sino hasta el advenimiento de la agricultura que la alfarería alcanzó los niveles de tecnología necesarios para convertirse en un negocio. Ramator sabía que su vecino no contaba con un horno adecuado y que no entendía bien el proceso de doble horneado que confiere dureza al producto. Además, el proceso de amasar, curar y hornear la arcilla era complejo y requería una precisión aprendida durante generaciones, pero era posible que Tonate le espiara o lograra el punto exacto simplemente experimentando y que pronto le igualase en calidad. Mientras tanto, pareció pensar Ramator, algo tendría que hacer para distinguir sus piezas. La idea le vino del cielo, literalmente.

Quiso el destino que una grulla, ave común por las tierras mesopotámicas, aterrizara en el patio trasero de Ramator para picotear un puñado de granos de cebada abandonados. Siendo una criatura respetada e incluso el símbolo de la familia, la dejó hacer unos momentos, hasta que esta se acercó peligrosamente a una manta extendida en el suelo donde un lote de platos sin hornear esperaba su turno. Ramator corrió hacia el animal agitando los brazos y emitiendo ruidos y chasquidos para evitar que dañara su trabajo, sin embargo, sus esfuerzos causaron el efecto contrario y la inocente pajarraca cogió carrera para levantar el vuelo justo sobre las piezas extendidas en la manta. -¡Mecachis!- habrá pensado el alfarero, -ahora tendré que repararlas.

Al inspeccionar los daños, nuestro amigo descubrió que las patitas de la grulla se habían impresionado sobre cuatro de los platos, en uno de ellos varias veces, y los otros tres con una huella en cada uno y, en la bandeja de mayor tamaño, justo en el centro. La marca se asemejaba a la forma de una hoja, con dos hojas apuntando horizontalmente en direcciones opuestas, y una central apuntando hacia arriba. Resignado, Ramator cogió una lasca que utilizaba para alisar la superficie de sus piezas y se dispuso a arreglarlas. Fue entonces que el destino, con la ayuda del ingenio humano, convirtió al infortunio en virtud.

Mientras analizaba una de las huellas, Ramator recordó que ese mismo símbolo adornaba uno de los muros de la pieza principal de su vivienda desde que su padre la había construido como homenaje al animal que más de una vez había salvado a la familia de la hambruna y, por alguna razón que nunca conoceremos, se le ocurrió que ese distintivo podría servirle para reconocer sus creaciones. Había nacido el primer logotipo, y con él, la mercadotecnia.

Varios milenios después, los fabricantes y comerciantes de todo tipo utilizan emblemas, efigies y letras para distinguir sus productos de los de la competencia. Desde dibujos específicos en la alfarería egipcia o griega, las marcas en las ánforas de aceite de oliva que los romanos exigían a los productores de Hispania, pasando por firma en un cuadro y hasta las insignias más elaboradas de formas y colores que ahora encontramos en ropas, coches, teléfonos y vajillas, los logotipos protegen la propiedad intelectual de sus creadores para impedir que esta sea robada y copiada, pero también ayudan al consumidor a elegir una marca cuya calidad conocen y desean comprar. Sin las marcas, sería imposible conocer la procedencia de un producto y su garantía de calidad, por lo que sería muy difícil para el comprador reclamar al fabricante en caso de que no satisficiese sus necesidades. Hay mucha gente que clama en contra de las marcas, pero la realidad es que sin ellas la compra sería una aventura llena de riesgos.

La historia de Ramator es, mis amigos lectores, inventada, por supuesto, pero es muy posible que el marketing haya nacido así, como suele suceder en estos casos, por causas aleatorias condimentadas por el ingenio y la necesidad humana. Celebremos pues, que un ancestro nuestro un día tuvo que distinguirse de la competencia para mantener el liderazgo de su empresa y a su familia bien alimentada. Eso sí que es progreso.

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