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(Publicado originalmente en Ciencia Histórica)
Alguno podrá pensar que el simple hecho de elegir este título automáticamente me pondría en la lista de espera para un manicomnio por desafiar la maldición del faraón niño.; otros podrán pensar que soy un temerario sin escrúpulos. Yo les respondería que ni uno ni lo otro, y esgrimo tres razones que justifican mi negativa: 1) Tutankamon murió hace más de tres mil años; 2) Nunca le he hecho nada al dichoso faraón y 3) No existe tal maldición.
No tengo muy claro de dónde proviene la fijación con uno de los reyes egipcios más famosos de la historia, considerando que apenas reinó desde los diez a los diecinueve años, y que seguramente fueron sus poderosos asesores quienes tomaron la mayoría de decisiones. Probablemente la fama le haya llegado por el hecho de que su tumba fue descubierta casi intacta, y porque la prensa de la época se dedicó a publicar reportajes sensacionalistas que despertaran el interés por todo lo egipcio, pero que también vendieran más periódicos.
Fue el 4 de noviembre de 1922 cuando la expedición liderada por el egiptólogo y arqueólogo Howard Carter, y financiada por George Herbert, Lord of Carnarvon, halló las escaleras que llevaban a lo que posiblemente sería la tumba de Tutankamon. El 26 del mismo mes, ya con la presencia del benefactor y su hija, Carter rompió el muro que ocultaba la antesala de la cámara, llena de objetos y tesoros con el fin de dar a su dueño una vida más cómoda en el más allá, y que sus descubridores tardarían varios meses en rescatar y catalogar. Ya en febrero de 1923, el grupo accedió a la sala mortuoria, admirando por primera vez en tres milenios la belleza incomparable del sarcófago.
Casi puedo imaginar las caras de los presentes cuando quedó al descubierto la máscara funeraria que cubría el sarcófago. De oro sólido y doce kilos de peso, la máscara representaba la imagen viva del faraón para asegurar que su espíritu reconociera a su cuerpo en el más allá. El diseño muestra el tocado de paño con el que los egipcios nobles se cubrían la cabeza, ceñido sobre la frente y con dobleces que caían sobre los hombros. En la parte superior del paño, justo sobre las cejas, el buitre asociado con la diosa Nekhbet, patrona del Alto Egipto, y la cobra, asociada con el “ojo” del sol y utilizada para proteger al faraón escupiendo fuego a sus enemigos. Los ojos de la máscara, en forma de almendra, estaban delineados con lapislázuli, de acuerdo con el maquillaje que el personaje llevaría en vida y con la moda de la época. La barba falsa, larga y angosta, era un símbolo de la divinidad de los dioses, enfatizando el estatus divino del “Dios Viviente”.
El resto de la cámara funeraria hacía juego con la magnificencia del sarcófago. Casi tres mil objetos, muchos de oro puro, salieron de la tumba bajo la atenta mirada de las autoridades. Seis carros de guerra, dos tronos, estatuas de tamaño natural, lámparas, vasijas, ropajes, juegos, ornamentos, sillas, sofás, instrumentos musicales, armas y escudos militares, perfumes y 30 jarras de vino, entre otros muchos, se disponían alrededor de la tumba para facilitar el paso de su dueño a la eternidad. Carter tardaría casi diez años en clasificarlos.
Pero el descubrimiento de la tumba también tuvo sus detractores, incluyendo muchos de los nativos que la expedición contrataba para las excavaciones, muchos de los cuales abandonaron el lugar temiendo la ira de los dioses, pero también del pueblo egipcio en general.
Según la egiptóloga Christine el-Mahdy, fueron los árabes los que primero inventaron el mito de “la maldición del faraón”. Si alguien profanaba la tumba de un rey, contaban, la momia de este despertaría y atacaría a los ladrones. Durante siglos no existía una manera fiable de traducir los jeroglíficos para desvelar la verdad, y la idea se popularizó entre los habitantes. Cuando la expedición descubrió la tumba de Tutankamon, la leyenda cogió nuevos bríos. Pero no sólo los nativos temían el enfado del faraón dormido. La prensa inglesa, enfadada por el limitado acceso a las excavaciones que Carnarvon impuso, se vengó de este publicando tremebundas historias sobre conjuros y amenazas para aquellos que osaran profanar la tumba. Uno de los periódicos incluso publicó un falso epígrafe que según el periodista leía sobre la entrada de la tumba: “Aquellos que entren en esta sagrada tumba, serán inmediatamente visitados por las Alas de la Muerte”. Más falso que un político.
Desgraciadamente, y como suele suceder en estos casos, la ignorancia es muy atrevida y nunca faltan los que se aprovechan de hechos reales o inventados para apoyar sus supercherías. Los defensores de la “maldición” alegan:
La realidad:
Además, hay varios puntos que los supersticiosos no mencionan nunca, como el hecho de que los egipcios nunca escribían conjuros en sus tumbas y que la gran mayoría de los que estuvieron presentes el día del descubrimiento disfrutaron de vidas normales y longevas. El mismo Howard Carter vivió dieciséis años más, hasta la edad de 65.
En fin, siempre habrá gente que se deleite o se aproveche de la ignorancia del pueblo para vender libros, periódicos o falsos documentales, y siempre habrá quienes les crean a pesar de que la evidencia refuta cualquier teoría. Por mi parte, la tal maldición no me quita el sueño pues le hago caso a mi padre siempre decía “no le tengas miedo a los muertos, sino a los vivos”.
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