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Fuente: quo.mx | Renata Sánchez| 20 de mayo de 2015
Los rayos del sol caen sin pudor en el ecuador africano. Bajo la sombra protectora de los árboles, un grupo de Australopithecus afarensis recolecta los frutos que les servirán de alimento; para hacerlo solo tienen que recorrer entre cuatro o seis kilómetros a la redonda. No es una gran distancia, pero es muy probable que la joven Lucy —nombre con el que ahora la conocemos— se canse más que los otros. ¿Cómo saber eso? Los científicos que han estudiado los restos de Lucy —hallados en Etiopía, en 1974— proponen esa hipótesis porque la forma de su columna permite suponer que padeció la enfermedad de Scheuermann y, como consecuencia, desarrolló pie plano.
Para algunos investigadores, la curvatura anormal que presenta la columna de Lucy, quien vivió hace 3.2 millones de años, es una evidencia de lo que han llamado las “cicatrices de la evolución”, es decir, todas aquellas afecciones que padecemos por caminar erguidos y tener la anatomía que hoy nos caracteriza como Homo sapiens sapiens.
El primero en hablar del costo que pagamos los humanos por evolucionar en homínidos bípedos fue el antropólogo Wilton M. Krogman, en su artículo “Scars of Evolution”, el cual publicó en la revista Scientific American, en 1951. Este investigador realizó una lista de dolencias que los humanos sufrimos, de los pies a la cabeza, por caminar de pie. En las últimas décadas, los planteamientos de Krogman han motivado a otros investigadores a buscar esas dolorosas cicatrices que nos dejó la evolución.
De acuerdo con estos expertos, los homínidos que caminaban en cuatro patas —nuestros ancestros más lejanos— tenían una espina dorsal que se alineaba en forma paralela al suelo; por lo que su estructura anatómica tenía un soporte muy fuerte.
Hace unos cinco a ocho millones de años —los científicos no se ponen de acuerdo en una fecha— la columna de los homínidos cambió a una posición vertical, para adaptarse a sus nuevas condiciones de supervivencia.
A la par, los homínidos desarrollaban un cerebro grande y pesado, por lo que la columna tuvo que encorvarse un poco para soportar y equilibrar el peso de la cabeza y mantenerse erguidos.
"Se cambió el centro de gravedad. En cuatro patas, el centro de gravedad es perpendicular a la columna. Cuando esta pasa a una posición vertical, el peso recae en la cadera y la columna debe curvarse. No solo es una curva sino varias, y ese es el origen del problema, porque la columna no puede controlar sola tanto peso”, explica el antropólogo Bruce Latimer (izquierda) de la Universidad Case Western Reserve, en Cleveland, Ohiio.
La posición vertical de la espina dorsal trajo consigo dolores de espalda, hernias y fracturas de disco. Incluso, Latimer asegura que los seres humanos somos la única especie que padece de escoliosis (desviación de la columna vertebral), hiperlodosis (aumento de curvaturas lumbar y cervical) y jorobas.
Cuando nacemos, nuestra columna tiene forma de arco, pero cuando empezamos a sostener la cabeza —a los cuatro meses de edad, en promedio— se forma la curva del cuello. Al comenzar a caminar —al año de edad, aproximadamente— se forma una curva hacia delante en las partes inferior y superior de la columna. El centro de gravedad se encuentra, en línea transversal, a la mitad de las articulaciones de la cadera, donde el peso del tronco es soportado por la pelvis y se distribuye en las dos piernas.
Caminar erguidos es todo un logro evolutivo. Al andar, la columna gira de manera constante para evitar que nos caigamos, a causa del balanceo que provoca tener un pie en vuelo, mientras el otro sostiene todo el peso. Sin embargo, después de millones de giros, los discos entre las vértebras empiezan a desgastarse y romperse, lo que provoca hernias o fracturas espontáneas que surgen con la edad.
El valor de los pies
Otro paso importante en nuestra historia evolutiva fue la adaptación de nuestro pie.
Mucho antes de Lucy, los homínidos tenían pies adaptados para trepar. Al volverse bípedos, comenzaron las modificaciones en la estructura de las extremidades inferiores. La función del pie cambió. Ahora, su trabajo principal es empujarnos al tocar el suelo y disipar la energía al correr o saltar. Los estudios científicos han encontrado que los Australopithecus afarensis —los parientes de Lucy— ya tenían pies con arco. Una gran diferencia evolutiva con los primates que tienen pie plano.
Los humanos tenemos 26 huesos en cada pie. Incluso, esta parte de nuestro cuerpo tiene una red más compleja de músculos que la mano, aunque menos ágil y movible.
Tener tantos huesos y músculos, que deben interactuar para caminar, provoca afecciones como la fascitis plantar (inflamación del tejido de la planta), espolones, juanetes o caída de arco. A esa lista también hay que sumar las lesiones de tobillo como esguinces, fracturas por compresión, tendinitis aquílea y bursitis. El antropólogo Jeremy DeSilva (derecha), de la Universidad de Boston, afirma que estos padecimientos no son provocados por los zapatos que utilizamos, sino por ser bípedos.
Jeremy DeSilva ha estudiado los restos de varios de nuestros ancestros y encontró múltiples lesiones en sus pies, como el alto esguince del tobillo en el ejemplar OH 35, Homo habilis, que vivió hace 1.8 millones de años.
El hallazgo de un pie del Ardipithecus ramidus, antecesor de Lucy, junto con los pies del Australopithecus sediba y del Homo floresiensis, permitió comprobar que la anatomía de estos primeros homínidos los hizo susceptibles a muchas de las mismas enfermedades del pie y tobillo que experimentan los seres humanos en la actualidad. Sin embargo, que nuestros pies sean proclives a desarrollar diversas dolencias no es la única herencia que nos dejó la evolución.
Cuando los homínidos comenzaron a caminar erguidos, la pelvis se hizo más estrecha, así como el canal de parto. Y el cerebro seguía aumentando de tamaño. El registro más antiguo que se tiene de una pelvis que funcionaba de forma similar a la nuestra, data de hace 0.9 a 1.4 millones de años y perteneció a un espécimen conocido como Gona. La forma curva de la pelvis provoca que, para nacer, el bebé deba girar. Desde los Homo erectus, aseguran los científicos, los homínidos requieren ayuda para dar a luz, algo que no ocurre en ninguna otra especie.
Antes no era así. Karen Rosenberg (izquierda), experta en paleoantropología de la Universidad de Delaware, Estados Unidos, explica que fue con los Australopithecus afarensis cuando los bebés comenzaron a girar al nacer. No lo hacían completamente, sino que salían de lado, tal como muestran fósiles de pelvis que tienen un canal de parto ovalado y plano. Los ancestros cuadrúpedos probablemente daban a luz de una forma más similar a como lo hacen los chimpancés actuales, donde el bebé no rota su cabeza, porque tiene mayor espacio que en el canal de parto curvo y estrecho que los homínidos desarrollaron, explica Rosenberg.
Lo angosto de la pelvis también ocasiona que durante el parto se produzcan desgarres en la madre o que se lastime al bebé, sobre todo porque los humanos recién nacidos son muy grandes en comparación con otras especies. Rosenberg resalta que en los gorilas, el tamaño de los recién nacidos representa el 2.7% del cuerpo de la madre; el porcentaje en los chimpancés es de 3.3%, y en los humanos es 6.1%.
De migraciones y evoluciones
Hace tres millones de años, el clima de la Tierra cambió y las lluvias escasearon. Los homínidos tenían que recorrer mayores distancias para obtener alimento y, ante la falta de plantas, los animales comenzaron a ocupar un lugar importante en la dieta de nuestros ancestros. Los cambios evolutivos continuaron.
La anatomía del Homo erectus, que vivió hace 1.6 millones de años, es considerada la más similar a la nuestra, sobre todo por sus piernas más largas a sus antecesores y que le permitían caminar grandes distancias.
Peter Wheeler (derecha), fisiólogo y experto en evolución de la termorregulación del cerebro de la Universidad John Moores, en Liverpool, Reino Unido, plantea que al caminar mayores distancias, los homínidos se enfrentaron a la necesidad de mantenerse frescos. De acuerdo con su hipótesis, fue a partir de entonces cuando comenzó un incremento de las glándulas sudoríparas y, por ende, disminuyó la cantidad de pelo corporal.
Cuando el pelo ya no fue tan abundante en los primeros especímenes del género Homo, el problema fue protegerse de los efectos negativos de los rayos UV. Así que la evolución comenzó a realizar su trabajo y sus cuerpos comenzaron a producir melanina, el pigmento que protege a la piel.
Esto lo plantea Nina Jablonski (izquierda), de la Universidad Estatal de Pensilvania. En su artículo “Skin Deep”, publicado en 2002 en Scientific American, la investigadora explica que gracias a la evolución se logró tener una especie de protector solar natural (la melanina), el cual evita que los rayos UVA lleguen a los vasos sanguíneos de la dermis, y destruyan el ácido fólico, pero permite la entrada de los rayos UVB, necesarios para producir la vitamina D.
Cuando los Homo emigraron a otras zonas con menor radiación solar, las altas concentraciones de melanina disminuyeron. Jablonski explica que las nuevas migraciones están provocando varios padecimientos: las poblaciones con piel más clara, de origen europeo, que se mudaron a Florida o Australia, ahora presentan altos niveles de cáncer de piel y envejecimiento prematuro, porque su piel no está adaptada a la radiación solar de las zonas tropicales y subtropicales. Por otro lado, las poblaciones africanas que emigran a Europa presentan raquitismo por falta de vitamina D.
Vivir en edificios sin ventanas o áreas que impidan el contacto con el sol —explica Jablonski— es un hábito al que nuestra especie todavía no está del todo adaptada, por lo que, asegura, están aumentando las deficiencias de vitamina D, lo cual debilita el sistema inmune y expone a resfriados e infecciones, así como a la depresión estacional, enfermedades cardiovasculares y diabetes tipo dos.
Todas estas dolorosas herencias de la evolución nos recuerdan que, a pesar de ser el primate más exitoso del planeta, con una población de 7,000 millones, el Homo sapiens sapiens no es perfecto.
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