'Aníbal ante la cabeza de Asdrúbal', de Giovanni Battista Tiepolo.

Fuente: EL PAIS.com | Jacinto Antón | 18 de julio de 2015

Cannas y Zama son más famosas, pero Metauro, ¡ah!, Metauro tiene algo especial. A la hora de elegir una batalla de las Guerras Púnicas —las tres, tan brutales, que enfrentaron a los cartagineses y los romanos durante más de un siglo y de las que Roma salió como la correosa y despiadada potencia que dominaría buena parte del mundo durante quinientos años— posiblemente muchos se inclinarán por las dos primeras, la gran victoria de Aníbal, que se explica en todas las academias militares, y su Waterloo, la derrota definitiva en la llanura africana de Zama ante el capaz Escipión, pese a los 80 elefantes del cartaginés. Sin embargo, yo me quedo con Metauro, no porque fuera una batalla decisiva, que a su manera también lo fue, sino porque desde ella nos llega desde tan antiguo un momento de rara autenticidad, un dramatismo que atraviesa la niebla de los siglos para pulsar una cuerda muy emotiva. Me refiero, claro, al episodio de la cabeza de Asdrúbal.

Los romanos decapitaron el cuerpo del general cartaginés caído en la batalla y en un ejercicio de calculada crueldad hicieron llegar su cabeza —la tradición quiere que lanzada con una catapulta— a manos de Aníbal, su hermano mayor. Ese momento, inmortalizado por Lord Byron y Tiepolo, en que el gran líder cartaginés reconoce el querido rostro familiar en el vapuleado y sanguinolento resto (¡hay que ver cómo queda una cabeza lanzada en catapulta!) es de los que ponen, además de la piel de gallina, verdad en las amarillentas páginas de la Historia. Desde niño, para mí, Metauro es indisociable de esa relación fraternal, más aún porque mi hermano mayor y yo jugábamos en los años sesenta a un juego de tablero sobre esa batalla (Rojas y Malaret SA, 1961, 325 pesetas) que incluía bonitos soldados de plástico romanos y cartagineses (¡éstos con elefantes!). Siempre temí que acabáramos nuestra relación como Aníbal y Asdrúbal, sin saber qué papel me aterrorizaba más. Los años han pasado y ahora mi hermano ni me habla, pero aquello de Metauro me sigue conmoviendo como a otros les conmueven de su infancia Bambi o Pinocho.

La batalla

Vayamos a la batalla. Asdrúbal llega al río Metauro, entre Rímini y Ancona, y a su destino tras protagonizar con su ejército una epopeya como la de su hermano (aunque como estratega no estaba a su altura): sale de Hispania, cruza los Pirineos y luego los Alpes, y entra en la península itálica. El objetivo es unir el ejército que trae al de Aníbal, que —tras quedarse ad portas—lleva diez años en territorio enemigo y, aunque continúa invicto, no logra progresos, y juntos asestar el golpe definitivo a la odiada Roma.

Los romanos son pavorosamente conscientes del riesgo: otro hijo de Amílcar se les mete en casa como una zorra en el gallinero. Lo fundamental es impedir que ambos contingentes (Asdrúbal desciende desde el norte por la costa este, Aníbal está en el sur) lleguen a reunirse. Aquí intervienen dos de esos factores impredecibles que hacen tan interesante la historia militar. Los romanos interceptan a los correos (dos númidas y cuatro galos) que envía Asdrúbal a Aníbal y descubren que el primero propone reunirse en Umbría. El segundo factor es que uno de los dos cónsules romanos del momento, Claudio Nerón, es un tipo osado y con iniciativa y decide realizar una inesperada y arriesgadísima maniobra. A él le corresponde tener controlado a Aníbal, pero toma la crême de sus legiones, 6.000 soldados y mil jinetes y se lanza a la carrera, en una marcha ligera, sin pertrechos, a unirse con el ejército de su colega Marco Livio Salinátor en el norte. Asdrúbal rehúye el enfrentamiento. Pero se pierde tratando de hallar un vado para cruzar el Metauro de noche, los guías le abandonan y se encuentra al día siguiente en la peor posición para librar batalla, frente a un enemigo superior que le ha alcanzado y de espaldas al río.

Disposición de las tropas para la batalla: en rojo, ejército romano; en azul, ejército de Asdrúbal.

El cartaginés, con su heterogénea hueste —la clásica mezcla púnica de africanos, hispanos y otros aliados— lastrada por la monumental borrachera que arrastraba su contingente de galos, lanzó su ataque con los elefantes (10 según Polibio, 15 según Apiano) al frente que le procuraron una ventaja inicial, aunque luego se volvieron hacia sus propias filas y sus mismos cornacas hubieron de matarlos con el clavo y el martillo que llevaban para el caso. La lucha fue muy dura y ningún bando se imponía hasta que Claudio Nerón —de nuevo él— encontró la forma de flanquear a los cartagineses, cayó sobre su retaguardia y entonces su ala derecha y su centro se hundieron.

Claudio Nerón se desplaza por detrás de las propias legiones romanas hasta alcanzar el flanco derecho de Asdrúbal desequilibrando el resultado de la batalla a favor de Roma.

Viendo la batalla perdida, Asdrúbal eligió morir con sus hombres. Polibio le rinde un homenaje insólito: “Asdrúbal, que siempre había sido un hombre valiente lo fue también en aquel su último momento, al terminar su vida con las armas en la mano”. Murieron 10.000 cartagineses por dos mil romanos. Claudio Nerón regresó a toda velocidad al sur antes de que Aníbal pudiera aprovecharse de su ausencia y entonces hizo lanzar la ajada cabeza del hermano al campamento del cartaginés. Más allá de las consideraciones militares, el golpe para Aníbal fue brutal. No es que él no hubiera librado una guerra cruel, pero el infame gesto del cónsul le demostró hasta qué grado de inquina podían llegar los romanos. “Roma será la dueña del mundo”, vaticinó. Así fue, y tras el choque con ella del esplendor de Cartago no han quedado más que algunas monedas, la sombra de sus generales en las páginas del enemigo y un puñado de viejas historias.

 

Aníbal recibiendo la cabeza de su hermano Asdrúbal

Los leones de Cartago

J. A.

Aníbal, el varón primogénito, y Asdrúbal, eran hijos de Amílcar Barca el Rayo, el gran general cartaginés. Además de Aníbal y Asdrúbal, Amílcar tenía otro hijo, el benjamín, Magón, muerto, en 205 a. C., al ir también a ayudar a su hermano mayor (en dos fases: herido de un lanzazo en el muslo y luego ahogado al hundirse el barco que lo transportaba). Amílcar estaba muy orgulloso de los tres y según Valerio Máximo al contemplarlos jugar de niños habría exclamado: “¡He aquí los jóvenes leones que he criado para la ruina de Roma!”. No pudo ser.

Amílcar había tenido previamente tres hijas de destinos tampoco nada desdeñables. La mayor se casó con el sufete y almirante Bomílcar, la segunda con otro Asdrúbal, llamado el Hermoso y que fue también un gran comandante, aunque los romanos hicieron correr con malevolencia que el yerno y el suegro se entendían más allá de lo militar. La tercera hija le aseguró a su padre el apoyo de la caballería númida en la guerra contra los mercenarios al desposarse con el caudillo Naravas: es la chica que ha pasado a la posteridad como Salambó merced a la imaginación de Flaubert.

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