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Relieve del arco de triunfal de Tito (Roma) en el que se conmemora su triunfo sobre los judíos.
La barbarie que las legiones romanas demostraron en el año 70 contra los judíos sublevados en Jerusalén asombró tanto al historiador Flavio Josefo, que este decidió dejar constancia de ella en sus escritos. «No tuvieron matanza más cruel los judíos entre todas cuantas padecieron como esta: porque en una noche abrieron las entrañas de 2.000 hombres». También añadió que los combatientes «dieron saco al templo» de la ciudad y «hurtaron muchas cosas» antes de prenderle fuego. Pero la tragedia quedó ensombrecida por la brutalidad que vendría después. Y es que, Tito Flavio Sabino Vespasiano capturó a los supervivientes, trasladó a muchos hasta la capital y les obligó a levantar el Coliseo.
En total, se calcula que unos 12.000 esclavos participaron en la edificación del monumento más famoso de la ciudad. Aunque la barbarie no quedó en ese punto ya que, poco después de que finalizara su construcción, muchos de los reos fueron arrojados a las fauces de las bestias de los juegos. Los historiadores judíos han definido este episodio como una humillación sin precedentes para un pueblo que, ya en el año 63 a.C. fue obligado a tributar a Roma como uno de sus estados vasallos.
Autores como Juan Pedro Cavero Coll respaldan la teoría de que los emperadores abusaron de los semitas y tilda a estos últimos de «súbditos molestos del Imperio» en su obra «Breve historia de los judíos» (Nowtilus, 2011).
La construcción del Coliseo se sumó a otros tantos destinos igual de terribles. Según el propio Josefo, Tito también sacrificó a más de 2.500 reos en los juegos que celebró tras la destrucción de Jerusalén, y un número indeterminado más meses después durante las fiestas romanas. Otros fueron enviados a las minas de Egipto o, incluso, se vieron obligados a participar en la edificación de todo tipo de obras públicas.
¿Cómo es posible que el Imperio Romano cometiera tal atrocidad? La historia, como me afirmaba hace algunos días un investigador del CSIC, no siempre es blanca o negra. Y este caso es un ejemplo claro. Las raíces del conflicto y de la inquina de los emperadores contra el pueblo semita hay que buscarlas en el 64 d.C., cuando llegó hasta Judea el tiránico procurador Gesio Floro. Su brutalidad pronto hizo aflorar el odio de los habitantes. Al poco, los disturbios se generalizaron y, con ellos, comenzó la turbia relación entre estos dos pueblos.
Al final, el poder de las legiones se hizo valer y, apenas dos años después (en el 66 d.C.), el político aplastó los diferentes alzamientos a golpe de gladius y permitió que sus hombres saquearan los barrios más ricos de la urbe como castigo. Una pésima forma de calmar los ánimos que no logró apaciguar (ni meter el miedo en el cuerpo) a los judíos. Acababa de dar comienzo a una década de muerte.
Tras aquella tropelía, los judíos clamaron justicia ante los superiores de Floro, pero solo obtuvieron el silencio por respuesta. Fue entonces cuando las pequeñas desavenencias derivaron en una auténtica guerra. La revuelta volvió a estallar de manos de Eleazar, capitán de la guardia del templo de Jerusalén. Este guerrero puso en jaque de nuevo a Roma al sitiar con miles de soldados a una cohorte de la legión III Gallica. Por si fuera poco, los ciudadanos apoyaron su alzamiento.
Pintaban mal las cosas para el Imperio. Y así quedó claro cuando, tras abandonar la urbe, se hizo recuento de los fallecidos (1.500 legionarios) y del territorio perdido (una buena parte de Judea).
Tal afrenta no fue pasada por alto. Al poco, el gobernador de Siria, Cestio Galo, tomó las armas y aplastó con fiereza la ciudad de Jotapata. Poco después se plantó ante la mismísima Jerusalén. La urbe, rodeada por tres murallas, desafiaba inmaculada el poder de Roma. Los invasores la sitiaron durante cinco días creyendo que solo era cuestión de tiempo que los defensores se rindieran... Pero no podían estar más equivocados.
Según explica el historiador Stephen Dando-Collins en su obra «Legiones de Roma», la guerrilla local desangró a los invasores a golpe de ataques sorpresa hasta que les obligaron a regresar por dónde habían venido. Su empuje fue tan fuerte que 400 valientes de la legión XII Fulminata tuvieron que sacrificarse para cubrir la retirada del resto del ejército. Su gesta permitió que sus compañeros se salvaran, pero les llevó a perder su estandarte, una de las mayores vergüenzas para una unidad de la época.
Para Roma, aquello fue como un cuchillo clavado en el corazón. No ya por la derrota de sus legiones, sino por la pérdida del águila de la XII Fulminata. Quizá por ello, o por la mera locura del entonces emperador Nerón (despótico, belicoso y obsesionado con las conspiraciones contra su gobierno), el veterano general Tito Flavio Vespasiano recibió órdenes de sofocar la revuelta judía por la fuerza.
Tras solicitar a su hijo Tito que reuniera todas las legiones que pudiera en Egipto, el veterano líder militar (sumaba 56 años a sus espaldas e innumerables campañas) se puso en marcha durante el verano del 67. Este contingente actuó como un rodillo contras las ciudades de Jotapata, Tarichaeae y Gamala. En todas ellas, la caballería y las máquinas de asedio imperiales destrozaron a los aterrados defensores.
Pero ni las victorias aplacaron la sed de venganza de los romanos. Tal y como explica Dando-Collins en su obra, el revanchismo imperial quedó claro cuando el mismo Vespasiano se topó con el mar Muerto. El general había oído hablar de su flotabilidad, pero desconocía si era realidad o mito. ¿Cómo podía comprobarlo sin poder en riesgo a sus hombres? Al final, no se le ocurrió otra cosa que arrojar a las aguas a varios reos judíos para comprobar si las habladurías eran verdad o no. Por suerte para ellos, no se ahogaron.
Vespasiano podría haber continuado su exitosa campaña hasta la misma ciudad de Jerusalén, pero decidió volver a los cuarteles cuando recibió una carta en la que el gobernador de Hispania, Sulpicio Galba, le solicitaba ayuda para marchar sobre la mismísima Roma y acabar con el despótico Nerón. Por el momento, consideró, era mejor esperar a que los peligrosos vientos de la política amainaran.
Es probable que, por entonces, no supiera que iba a sucederse una de las épocas más turbulentas del Imperio. Y es que, mientras todavía estaba en Judea, recibió la noticia de que el emperador había sido asesinado.
A partir de entonces comenzó una carrera por el trono que terminó con la sucesión de tres emperadores hasta que el propio Vespasiano se hizo con la poltrona. Conocedor de los entresijos de la corte, militar respetado y hombre con grandes capacidades políticas, el general se hartó de ver pasar frente a sí líderes mediocres y aprovechó su poder para hacerse con la poltrona.
A la postres, no obstante se terminó convirtiendo en aquello que más odiaba al dejarse cegar por las riquezas. Así lo atestiguó el historiador Cayo Suetonio con esta curiosa anécdota: «Su hijo Tito le censuraba un día no haber olvidado un impuesto hasta sobre la orina; Vespasiano le presentó ante la nariz el primer dinero cobrado por aquel impuesto y le preguntó si olía mal».
Destrucción del Templo de Jerusalén, Francesco Hayez (1867)
La llegada al poder de Vespasiano no le hizo olvidar la revuelta que le esperaba en Judea. Aunque, en este caso, prefirió enviar a su hijo Tito a acabar de una vez por todas con los rebeldes. El flamante militar hizo llamar a los hombres de la XII Fulminata en un intento de que borraran el agravio hecho contra su águila.
En este caso, sin embargo, no hubo pasos previos y el general plantó a sus tropas en las mismas puertas de Jerusalén. «Estaba terminando abril cuando Tito llegó a Jerusalén con la V Macedónica, la XII Fulminata y la XV Apollinaris, que de inmediato emprendieron la construcción de un vasto campamento al oeste de la ciudad. Al día siguiente, la legión X Fretensis llegó desde Jericó y comenzó a establecer su campamento en el Monte de los Olivos», añade el autor.
El sitio se extendió hasta mayo, cuando el general se armó de valor y comenzó el ataque como tal. Durante el mismo, las catapultas y los escorpiones de la X legión se destacaron por su brutalidad. Sus armas de asedio dispararon sin descanso descargas de dardos y piedras de hasta 45 kilogramos de peso. Todo ello, contra una ciudad en la que residían, aproximadamente, un millón de judíos. Tres meses e incontables combates después, los legionarios lograron al fin acceder al corazón de Jerusalén e iniciaron una destrucción que todavía se recuerda a día de hoy. El cronista Flavio Josefo (un antiguo general judío que se había cambiado de bando) dejó constancia de esta barbarie en su obra «La guerra de los judíos»:
«Se metieron por las callejuelas con sus espadas en las manos, mataron sin hacer distinción a todos los que se encontraron e incendiaron las casas con la gente que se había refugiado en ellas. En muchos de sus saqueos, cuando pasaban dentro para hacer sus rapiñas, se encontraban con familias enteras de cadáveres y con sus habitaciones repletas de víctimas del hambre . Entonces, llenos de horror ante la visión de este espectáculo, salían con las manos vacías. A pesar de que se compadecían de los que morían de esta forma, sin embargo, no tuvieron los mismos sentimientos con los vivos, sino que degollaron a todo el que se toparon, con sus cadáveres taponaron las estrechas calles e inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron también apagados por esta carnicería. Los romanos dejaron esta actividad sanguinaria al atardecer».
Al acceder a la ciudad, Tito se vanaglorió de que un poder divino había permitido a Roma vencer aquella resistencia. «Hemos luchado con la ayuda de Dios y es Dios el que ha expulsado a los judíos de estas fortalezas», afirmó. Poco después, el templo de Jerusalén comenzó a arder. Los historiadores coinciden en que fue provocado por las legiones romanas. Sin embargo, Josefo sostuvo después que, aunque había sido un soldado el que había extendido las llamas, el general había ordenado expresamente que no se atacara este edificio.
En todo caso, el saqueo se generalizó entre los legionarios romanos. De hecho, cuando Tito regresó un año después a la ciudad para saber en qué punto se encontraban las labores de reconstrucción (pues había sido derruida hasta los cimientos) se encontró con una curiosa estampa: vio como los hombres de la X Fretensis (que habían recibido la orden de quedarse en la urbe para asegurar que no se sucedía una nueva revuelta) excavaban entre los escombros con sus propias manos para desenterrar las riquezas escondidas bajo los escombros de las viviendas.
En palabras de Josefo, murieron un millón de personas durante el asedio y, tras la conquista, miles de supervivientes fueron capturados y diseminados por todo el Imperio como esclavos. Según explica el filósofo y estudioso Thomas A. Idinopulos en su obra «Jerusalén», «los que sobrevivieron a la masacre envidiaron a los muertos» ya que los que estaban en buenas condiciones físicas fueron enviados a «las minas de Egipto o Cerdeña» o a «construir un gran canal cuya excavación en Corinto había ordenado Nerón».
Los más robustos fueron convertidos en gladiadores y, por último, las mujeres y los niños fueron vendidos como esclavos. El número concreto de reos es desvelado por el propio cronista romano:
«Todos los prisioneros que fueron capturados en el conjunto de la guerra sumaron noventa y siete mil, y los que perecieron en la totalidad del asedio fueron un millón cien mil. La mayoría de éstos eran judíos, pero no eran naturales de Jerusalén, puesto que se había concentrado gente de todo el país para la fiesta de los Ácimos, cuando de repente les sorprendió la guerra. En consecuencia, en un primer momento la estrechez del lugar les propició una peste destructiva y más tarde un hambre voraz. La cantidad de habitantes que había en la ciudad se deduce del censo elaborado en tiempos de Cestio».
El mismo Josefo también incide en que, durante su estancia en Cesarea, «Tito festejó con esplendor el cumpleaños de su hermano, en cuyo honor ejecutó una gran cantidad de prisioneros judíos». En sus palabras, el número de los que «perecieron luchando con las fieras, abrasados por las llamas y en peleas entre ellos alcanzó más de dos mil quinientos».
El espectáculo, lejos de repugnar a los romanos, les agradó. Como mucho, «les pareció un castigo menor». Esta triste práctica se repitió poco después. «A continuación llegó a Berito, una ciudad fenicia colonia de los romanos. Allí hizo una parada más larga y celebró con una brillantez aún mayor el aniversario de su padre con magníficos espectáculos y con otros dispendios que desplegó con ingenio. Al igual que ocurrió antes, también fue ejecutada una gran cantidad de prisioneros de guerra», añadió el cronista.
Según explican todo tipo de historiadores decimonónicos (entre ellos el monje Ferdinand Freiherr von Geramb o Marien Vasi) el último destino de los reos judíos no fue mejor. Y es que, 12.000 de ellos (20.000, según otras fuentes) fueron enviados a Roma para terminar de levantar el Coliseo con su trabajo.
Así lo confirma, entre otros, el investigador español José María Zavala en su obra «Las páginas secretas de la historia»: «Vespasiano empezó a levantar el Coliseo en el año 69 de nuestra era, y Tito lo terminó doce años después. En realidad fueron cuatro años de intenso trabajo con la ayuda de doce mil judíos cautivos llevados a Roma por Tito tras la conquista y destrucción de Jerusalén, muchos de los cuales perecieron luego en la arena devorados por las fieras en los juegos públicos. Así pagaba el César a sus deslomados esclavos». Por si fueran pocas afrentas, el Coliseo también se financió con parte de las riquezas saqueadas de Jerusalén.
Fuente: abc.es | 29 de enero de 2019
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