Fuente: larazon.es | 4 de mayo de 2016
El historiador griego del siglo II a.C. Polibio de Megalópolis, que fue calificado por Ortega y Gasset como «la cabeza más clara de filósofo de la historia que produjo el mundo antiguo», dando cuenta del incipiente imperio universal de los romanos, se hacía la siguiente pregunta: «¿Quién podría ser tan indiferente o tan frívolo como para no querer averiguar cómo y bajo qué clase de organización política fue conquistada casi la mitad del mundo habitado bajo el exclusivo poder de los romanos en menos de 53 años, algo que no tenía precedentes?». El periodo al que se refiere, desde finales del siglo III hasta comienzos del II a.C., en plena República romana, representa una de las cuestiones básicas de lo que nos sigue fascinando históricamente de la Roma antigua: cómo se sentaron las bases del poderío del mayor imperio universal que ha tenido base en Europa, del modelo político más duradero de Occidente, del pensamiento jurídico que ha inspirado todas las legislaciones europeas, de la literatura y las artes –gracias a la síntesis que realizó Roma con el helenismo y los modelos griegos– que más han pervivido, de las infraestructuras y arquitecturas que han fundamentado todo lo posterior, y así un larguísimo etcétera de logros culturales, técnicos, científicos, políticos y jurídicos sin parangón. Todo ello bajo la inmensa sombra de las siglas SPQR, que simbolizan toda la gloria de aquel sistema político que tanta curiosidad despertaba en un extranjero fascinado por los romanos como era Polibio y que aún hoy sigue planteándonos grandes desafíos intelectuales.
Tales siglas dan título a la última obra de Mary Beard (izquierda), quizá la más brillante de las divulgadoras del mundo antiguo en la actualidad, que recoge una personalísima historia de Roma desde sus orígenes como ciudad estado hasta la extensión de la ciudadanía romana a todo el vasto imperio en que había devenido por el emperador Caracalla en 212.
El transcurso de esa aventura histórica incomparable, desde el nacimiento casi mítico de la monarquía romana en Rómulo –nombre parlante para un «Sr. Roma», como lo llama la autora– hasta el Imperio global bajo los auspicios de la Dea Roma, jalonada por hitos como el derrocamiento de la monarquía y el advenimiento de la República, el Principado de Augusto, obviamente, no se acaba ahí. Sigue hasta la caída del Imperio de Occidente en el año 476, pasando por el Dominado de Diocleciano, o el giro constantiniano y la legislación teodosiana, que convierten a Roma en un imperio cristiano. Ahí reside la segunda gran cuestión historiográfica sobre Roma, que ha consistido en preguntarse –tras las razones de su fulgurante ascenso– las causas de su decadencia.