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Javier Vidal Vega ha realiza un enorme trabajo de investigación, que ahora ve la luz en «Speculum historiae» - ABC
El periodista e investigador Javier Vidal Vega (Sevilla, 1981)acaba de presentar su libro «Speculum historiae. Antecedentes histórico-literarios de la crónica en el Mundo Antiguo» (Ediciones Alfar), basado en la tesis doctoral que defendió en 2012.
Este libro es el resultado de su tesis doctoral. Explícame cómo fueron los años de investigación y qué fuentes tuviste que estudiar para acometer este estudio.
En el año 2007, cuando participaba en la grabación de una serie de documentales para Canal Sur, tuve la ocasión de conocer al profesor Julián González, catedrático de Filología Latina de la Universidad de Sevilla. Él me sugirió la posibilidad de completar un hueco que había advertido en los estudios sobre comunicación; se refería a la deuda contraída con los autores clásicos grecolatinos. Como recuerdan Carlos García Gual y Antonio Guzmán Guerra, «en Grecia y en Roma se han inventado todos –o casi todos– los géneros de nuestra tradición». Sin embargo, en nuestra profesión no se suele mirar más allá del siglo XVII, momento en el que concurren las circunstancias socioeconómicas que permitirán el nacimiento del periodismo. Bien es cierto que en el caso de la crónica periodística sus más inmediatos precedentes hay que buscarlos en la chronique francesa, nuestros cuadros de costumbres y el modernismo literario, pero no podemos despreciar el extenso legado de textos (épicos, líricos y dramáticos) que confluyen en la configuración de la crónica actual. Hablamos de un tipo de texto que el periodismo adaptó a sus necesidades expresivas y que ha permitido -sigue permitiendo- a los historiadores reconstruir la historia de la humanidad. Por ello orienté mi tarea a rastrear los testimonios que sobre su época dieron no solo los grandes autores de Grecia y Roma, desde Homero, los logógrafos, Tucídides o Jenofonte hasta Plinio el Joven, Suetonio y Cornelio Tácito, sino también los fedatarios que con mayor o menor independencia del poder registraban los hechos de su tiempo. También se imponía la tarea de buscar en la ficción los tópicos, las historias y algunos de los procedimientos narrativos que aún seguimos cultivando en las redacciones. En suma, pretendía mostrar cómo los grandes autores del Mundo Antiguo se aplicaban a la tarea de narrar y cómo gracias a sus escritos podemos comprender mejor nuestro pasado.
El libro se remonta a las primeras manifestaciones, cuando la crónica bebía de la poesía, la tragedia y el drama, ¿no
El «ornitorrinco de la prosa», de ese modo tan afortunado se refiere el periodista mexicano Juan Villoro a la crónica periodística. La crónica es un género híbrido en el que se dan la mano dos ámbitos aparentemente tan alejados como el periodismo y la ficción, de ahí que sea necesario acudir a la poesía, la tragedia, el drama, los cuentos, las leyendas o la tradición oral. Al ser «recuperada» para el quehacer periodístico, la crónica se entendió como un laboratorio de ensayo permanente, una forma de entender lo literario que tiene que ver con la belleza, la selección constante del lenguaje y el trabajo con imágenes sensoriales y símbolos. En ella, como explica Susana Rotker, una de las principales expertas en el género, se fundieron lo extranjero y lo propio, los estilos, los géneros, las artes, la democracia y la épica, la naturaleza y la realidad social e íntima, y la fe en el futuro, en la armonía cósmica y en el liberalismo. No resulta extraño que a lo largo de los siglos XIX y XX los mejores cultivadores de la crónica periodística volvieran su mirada hacia los grandes autores del pasado, aquellos cronistas que, libres de prejuicios y convencionalismos, no pretendían una representación mimética de la realidad. Esto no significa que su subjetividad traicionara el referente real, sino que se acercaban de otro modo, para redescubrirlo en su esencia y no en la gastada confianza de la exterioridad.
Las crónicas fueron evolucionando en épocas como las del antiguo Egipto.
La crónica nació en las orillas del Mediterráno y se desarrolló en los grandes «ríos» tributarios de nuestra cultura occidental: Mesopotamia, Egipto, la tradición judeocristiana, Grecia y Roma, y ya en la Edad Media los influjos que llegaban de Oriente a través de al-Ándalus. Podríamos extendernos incluso hasta las crónicas de Indias, fundamentales para entender el realismo mágico y la pujante crónica latinoamericana actual, pero son cuestiones que quedarán para ulteriores estudios. Egipto representó, entre otras muchas cosas, la consagración y la veneración del oficio de la escritura. El escriba dominaba un instrumento sagrado, capaz de hacer permanente lo efímero, verdadero lo falso y divino lo humano. Las clases dirigentes se percataron muy pronto del gran poder de la escritura y no dudaron en patrocinar (un eufemismo para referirnos al control férreo) la elaboración de todo tipo de documentos que pudiesen acreditar el papel privilegiado de un determinado gobernante. Solo así se explica que una batalla como la de Qadesh, librada en el actual territorio sirio en el año 1274 a.C. entre una coalición hitita y el ejército egipcio, fuese narrada como un triunfo incontestable del faraón Ramsés II, cuando en realidad aquella escaramuza no tuvo un claro vencedor. Cuando hablamos de Egipto debemos tener en cuenta que nos referimos a una civilización milenaria que se extiende desde el año 3000 a.C. hasta que Roma acabó con el reino tolemaico, convertido ya en un pálido reflejo de su antiguo esplendor. En todo ese tiempo se sucedieron dinastías, reyes, gestas, héroes... Para que su memoria perdurase a través de los siglos quisieron ganar la eternidad mediante un recurso de probada eficacia: lo misterioso. Todavía hoy todos experimentamos una poderosa fascinación por los misterios del antiguo Egipto.
¿Qué uso hizo de la crónica el pueblo israelita, sobre todo al considerarse como el pueblo elegido?
La literatura sagrada del judaísmo –cuyo corpus de escritos es conocido sencillamente como las Escrituras judías o Biblia hebrea– puede ser considerada una obra maestra de tradición nacional, producida por un pueblo pobre, hostilizado, semibárbaro, desgarrado por las rivalidades y barrido por la conquista. Las peripecias y penalidades de esta comunidad errante, en continuo movimiento, confieren al maravilloso compendio de escritos bíblicos el encanto inmortal del arte genuino y atraen universalmente el interés humano. Principalmente, el pueblo de Israel empleó sus escrituras para legitimar su posición en la historia; incluso todavía hoy se recurre a ellas para justificar los supuestos derechos históricos –y divinos– sobre el territorio que actualmente ocupa el estado de Israel. No deja de resultar curioso que un pueblo tantas veces sometido (por asirios, babilonios, egipcios, romanos...) recurriese a la escritura para proclamar que había sido bendecido entre todas las razas de la tierra por el mismo Yahvé. Junto a las escrituras sagradas del judaísmo, yo destacaría la obra de Flavio Josefo. Sin la Guerra judía y las «Antigüedades judías» de Josefo, especialmente los últimos siete libros de esta obra, ignoraríamos casi toda la vida del pueblo judío antes de su sometimiento definitivo por el Imperio romano y del ambiente en el que germinó la semilla del cristianismo. De hecho en las «Antigüedades judías» se halló la referencia más antigua a la figura de Cristo de la que tenemos noticia; una mención que se ha puesto en tela de juicio y que al menos parece haber sido manipulada por manos ansiosas de demostrar la existencia real del Jesús histórico.
¿Qué diferencias fundamentales hubo entre las crónicas de Grecia y las de Roma?
Existe una continuidad evidente entre la obra de los autores griegos y los grandes cronistas de Roma. Fue Saint-John Perse quien dijo aquello de que «una misma ola desde Troya ondula su grupa hasta nosotros». Los propios romanos no tuvieron ningún reparo en admitir su deuda con Grecia, resumida en aquella expresión de Horacio «Graecia capta ferum victorem cepit». Pero existe una diferencia sustancial en el conjunto de la obra cultural (no solo cronística) griega y la romana: frente la relativa independencia de las polis griegas, Roma pronto adquirió una vocación imperial que condujo inexorablemente a la consolidación de una soberbia estructura de propaganda: la lengua, las costumbres, el derecho, el arte... todo se combinó con un eminente espíritu práctico en la construcción del gran Imperio. Y las crónicas también se orientaron a este fin. El ejemplo más claro es el de los comentarios de Julio César, posiblemente redactados por su «oficina de propaganda"» para preparar su asalto al poder unipersonal. Este propósito restó tal vez calidad artística a los relatos e imposibilitó que apareciesen textos tan bien construidos como los de Heródoto o Tucídides, pero también surgieron obras muy meritorias como las de Tito Livio o Cornelio Tácito.
El libro reserva un amplio apartado a los grandes cronistas de la Antigüedad. ¿Cuál o cuáles fueron a su juicio los más grandes cronistas de la historia?
La gran cima de la crónica histórico-literaria del Mundo Antiguo es Cornelio Tácito. Él como nadie encarna el modelo de cronista entregado a la búsqueda de fuentes, empeñado en contrastar, analizar e interpretar los acontecimientos. Bastará para comprobar su rigor e imparcialidad con leer su crónica sobre el año 69 d.C., el de los cuatro emperadores, o el proceso contra Cremucio Cordo. Decía que había que profundizar en los hechos «sine ira et studio», sin encono ni parcialidad, y anhelaba esa «rara felicidad de los tiempos en los que pensar lo que quieras y decir lo que piensas está permitido». Esta cita ha aparecido numerosas veces a lo largo de la historia en las cabeceras de muchos diarios. Los grandes especialistas en la obra de Tácito también destacan su gran talento literario, incluso un genio de la talla de Francisco de Quevedo no dudó en ensalzarlo y en imitar algunos de sus recursos. Fue una época afortunada para la crónica histórico-literaria la que protagonizó Cornelio Tácito. Su contemporáneo y amigo Plinio el Joven compuso una extraordinaria colección de cartas que nos permiten reconstruir con todo lujo de detalles las primeras persecuciones contra los cristianos o la destrucción de Pompeya en el 79 d.C. No puedo evitar la sensación de estar leyendo una crónica periodística cuando acudo a su relato sobre la erupción del Vesubio. Podría destacar otras obras y otros autores, pero Plinio y Tácito proporcionan un modelo acabado, yo diría que casi cerrado, que luego se retomaría en otros momentos de la historia.
¿Qué huellas ves en los actuales medios de comunicación de esas antiguas crónicas que interpretaron la Historia?
Como ya he dicho, la crónica periodística se caracteriza por su hibridez insoluble, la movilidad, el cuestionamiento y el sincretismo, características que en mayor o menor medida ya estaban presentes en las crónicas histórico-literarias de la Antigüedad. Lamentablemente el frenético ritmo de trabajo impuesto a los profesionales de la información, la dichosa inmediatez y las limitaciones de espacio –tanto en los periódicos como en los nuevos formatos– han restado calidad al periodismo. Habitualmente se achaca a los periodistas la mala calidad de la información, pero no se repara en las duras condiciones de trabajo de las redacciones. Por otra parte, en el mundo en el que vivimos tendemos a creer que todo es reciente o por lo menos se desprestigia nuestra rica herencia cultural. En octubre de 2012 comencé la defensa de mi tesis doctoral haciendo referencia a las iglesias de Nantucket, esos templos que, como escribía Herman Melville en «Moby-Dick», se habían levantado con las osamentas de las ballenas que cazaban sus feligreses. Así es nuestra cultura: un lugar sagrado al que todos debemos regresar constantemente para no dejar de aprender de nosotros mismos, de nuestras creaciones.
Fuente: abc.es | 16 de abril de 2018
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