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Sorprende encontrar una ciudad así, solitaria en medio de un paisaje silente. La ciudad romana de Segóbriga, a 90 kilómetros de Cuenca capital, alcanzó unos índices de lujo difíciles de explicar. ¿Cómo es posible que aquella población contara con un anfiteatro capaz de engullir a más de cinco mil espectadores (seguramente no había tantos vecinos dentro del recinto urbano), un teatro con más de dos mil localidades y hasta un circo como el de la carrera de cuadrigas de Ben-Hur? Y, además, estaban las termas públicas (dos), el foro, la basílica, los templos, un acueducto...
La explicación de esta inflación urbana está en una especie de piedra mágica: la que llamaban lapis specularis (piedra especular); espejuelo o yeso cristalizado, translúcido, que cortado en finas láminas, casi transparentes, se usaba para ventanas a modo de cristal (como también se usó el alabastro, y luego el vidrio plano hecho de arena fundida). Segóbriga está en el centro de una comarca hueca, minada por una red de galerías enorme (unos 200 kilómetros lineales), de las cuales se extraía ese yeso selenita (por Selene, la Luna).
Además, la ciudad no estaba tan en medio de la nada como pudiera parecer: allí confluían calzadas que la unían con otras ciudades de la meseta, con la capital de la Lusitania, Emerita Augusta (Mérida), y sobre todo con Cartago Nova (Cartagena). Hasta el puerto de esta última era llevado el mineral, exportado en naves a otros confines del Imperio: se han hallado fragmentos de lapis conquense en yacimientos de Turquía o Túnez. Aunque había minas similares en Sicilia, Chipre o Capadocia, la calidad y cantidad del mineral hispano superaban, según el naturalista romano Plinio el Viejo, a las de todas las demás.
Pues bien, se prevé que antes de marzo de 2015 estén abiertas al público algunas de esas minas. Concretamente se está trabajando en las de Torralba, Saceda del Río (Huete) y Torrejoncillo del Rey; y se abrirá un centro de interpretación en Osa de la Vega, al sur de Segóbriga. La más larga (cerca de un kilómetro visitable) será la que se encuentra en Torrejoncillo, en el llamado Cerro de la Mora Encantada. Fue allí donde empezó una historia real que más parece un cuento. Ocurrió en los años cincuenta, cuando el paisano Pedro Morales dijo haber soñado que en el paraje encantado se ocultaba un cofre repleto de monedas de oro. Convenció a un vecino y a su futuro yerno para excavar un pozo y buscar el tesoro. A veinticinco metros de profundidad dieron al fin con una sala hueca, llena de cristales y galerías que arrancaban en varias direcciones. El palacio de la Mora Encantada. La noticia tuvo tal repercusión que el gobernador de la provincia hubo de mandar patrullas de la Guardia Civil, mientras que en el periódico de sucesos El Caso la popular Margarita Landi se ocupaba del asunto.
Que, con el tiempo, se desinfló. Pero ya el director de las excavaciones de Segóbriga había identificado la cueva encantada como una mina romana. Y en 2003 se puso en marcha un proyecto para estudiar el terreno. Se han llegado a localizar unos veinticinco complejos mineros dentro de los límites de Castilla-La Mancha, dos de ellos en Torrejoncillo. En la puesta a punto de estas minas está trabajando un grupo de geólogos y arqueólogos cuyo portavoz, Juan Carlos Guisado di Monti, es miembro de la ACTE (Asociación de Cuevas Turísticas Españolas, www.cuevasturisticas.es). Es el mismo equipo que se ocupó de preparar cuevas como El Soplao, en Cantabria.
En línea recta, Segóbriga queda a menos de cuatro leguas. Todavía hoy el paisaje que envuelve al oppidum de los celtíberos, ascendido a municipium de ciudadanos romanos, es el mismo que vieron sus antiguos moradores. La que Plinio etiquetó comocaput Celtiberiae comenzó su declive hacia el siglo II, cuando ya comenzaba a generalizarse el uso de vidrio, que hacía superfluo el lapis mesetario. En los últimos años, convertido el yacimiento en uno de los parques arqueológicos de Castilla-La Mancha, se ha restaurado el graderío del anfiteatro (solo una mitad), se está rehabilitando el criptopórtico del foro y se han extendido las excavaciones al circo (por cierto, los romanos solaban la pista con lapis specularis para que reflejara la luz y diera brillo al espectáculo). El centro de interpretación, abierto hace 12 años con aspecto de una casa rústica romana, se ha quedado pequeño, y centenares de piezas desenterradas esperan en anaqueles en un almacén.
Menos rica en edificios, pero inmersa en un paraje espectacular, está Valeria, a unos 30 kilómetros al sur de Cuenca. Las hoces del río Gritos, que poco tienen que envidiar a las que luce la capital, ciñen un cabezo sobre el cual se asentó la ciudad, acoplándose a los desniveles del terreno. Así, el foro se alzaba sobre aljibes soterrados cuyo muro de contención, en cuesta, es el ninfeo mayor de Hispania, y uno de los más grandes del Imperio; sus 105 metros de longitud se ornaban con nichos ocupados por estatuas de ninfas y deidades.
A la salida del pueblo actual (que también se llama Valeria), en la entrada al yacimiento, un pequeño centro de interpretación cumple ahora seis años. En agosto, los escasos 500 vecinos se endosan togas y mantos, cascos y corazas, y celebran el festival A Valeria Condita, que reúne a miles de visitantes. Y una sorpresa: la iglesia del pueblo, consagrada a Nuestra Señora de la Sey (de la Seo o Sede, pues fue obispado visigodo); en sus paredes se hallan embutidas columnas romanas, al estilo de algunas basílicas e iglesias de Roma y otras urbes. Valeria será para muchos todo un descubrimiento
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