Un grupo de recreación muestra legionarios con su equipamiento, incluidas las sandalias, primer calzado militar estándar de la historia.

 
Vía: EL PAIS.com | Jacinto Antón | 29 de febrero de 2012

 
La huella de Roma en el barrio del Raval de Barcelona. Y nunca mejor dicho: unas excavaciones en la plaza del Pedró y alrededores han permitido hallar los restos de ¡una sandalia romana!, una de las típicas caliga (plural: caligae) tachonadas de los legionarios que llevaron las águilas de la República y luego del Imperio por todo el mundo antiguo. El descubrimiento es emocionantísimo: nos pone en contacto directo con la cotidianidad de las legiones, uno de los agentes más distinguibles, característicos y populares de la cultura romana.

 
De las caligae, elemento tan importante del equipo del soldado como el gladio, el pilum o el scutum, se puede decir que en sus suelas arrastraban polvo de todos los confines del orbe: del remoto norte de los muros tras los que acecha el pintado picto al sur arenoso donde cabalga el esquivo númida, del soleado este del traicionero parto a la fría frontera del Rhin o al pantanoso reino del marcomano. ¡Y ahora ha aparecido una en el Raval!

 

Las caligae, en realidad más robustas que las sandalias actuales, eran pieza fundamental del equipamiento de los legionarios romanos. De gran agarre, les permitían marchar (como mulas, que diría el viejo Mario) en extenuantes jornadas y mantenerse firmes en las tremendas batallas sobre terrenos resbaladizos de sangre y vísceras, e incluso se usaban como armas: las suelas clavetadas posibilitaban pisotear hasta la muerte a los enemigos caídos y pegar peligrosísimas patadas que dejaban marcas de por vida.

 
Las usaban desde los legionarios hasta los centuriones y por ello a la tropa se la conocía también como los caligati. Los militares de rango superior solían emplear otro tipo de calzado (calceamentum) más refinado, como el calcei (calceus), más cerrado. La derivación más conocida de la palabra caliga es, claro, el apodo del emperador Calígula, “sandalitas”, que proviene de que su padre, Gérmanico, lo calzaba de niño con unas pequeñas sandalias militares para regocijo de sus tropas. La verdad, no es que les haya dado muy buena fama...

 

La sandalia del Raval apareció durante la intervención arqueológica preceptiva al efectuarse unas obras de mejora urbanística que suponían la apertura de una zanja. En el tramo de esa zanja en la calle de Sant Antoni Abat se identificaron siete estructuras funerarias correspondientes muy probablemente al área de necrópolis situada a lo largo del trazado de la vía romana que atravesaba la ciudad. En una de esas sepulturas, una tumba en caja de tejas, apareció parte del ajuar del difunto, del que quedaban algunos huesos: una botellita de cristal y restos de su calzado, concretamente las tachuelas (clavi caligarii) de la suela claveteada.
Tras un minucioso trabajo se ha podido reconstruir la suela de la sandalia legionaria. Actualmente se está acabando de restaurar el material para que pueda ser exhibido. La sandalia barcelonesa muestra, a diferencia de otras caligae halladas, una disposición de las tachuelas lineal y apiñada. La cronología del enterramiento situa nuestra sandalia en el siglo II d. C., una imperial sandalia, entonces.

 
Calzado barato, muy seguro como queda dicho e ideal para patear —como las botas Doctor Maertens, no en balde inventadas por un exmédico de la Wehrmacht—, las caligae presentaban problemas de estabilidad en superficies pulidas o rocosas. Recordemos el caso referido por Flavio Josefo del centurión Julianus, que patinó sobre el suelo enlosado del patio del templo de Jerusalén, cayó y fue muerto entonces por los zelotes judíos.

 
Las tachuelas de las sandalias solían desgastarse en un año y había que reemplazarlas. Según algunos autores, se usaban con una especie de calcetines. Al menos parece que así lo hacían los pretorianos, siempre tan finos ellos. Según Suetonio, los espías militares (speculatores) usaban un calzado especial, la caliga speculatoria, sin clavos, silenciosa...

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