El ‘ojo vigilante’ de Dios facilitó la aparición de sociedades complejas

Fuente: elpais.com | 10 de febrero de 2016

Nadie ha demostrado nunca que exista un dios omnisciente, que tiene preferencias morales y que puede castigarnos si no las seguimos. Sin embargo, la creencia en un ser supremo condiciona la vida de cientos de millones de seres humanos en todo el mundo, que realizan todo tipo de esfuerzos para satisfacerlo. Y este peculiar comportamiento ha podido desempeñar un papel clave en la evolución de las sociedades humanas.

El antropólogo británico Robin Dunbar (izquierda), padre de la hipótesis del cerebro social, calculó que el límite superior para los grupos humanos es de 150 individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook. Sin embargo, las sociedades humanas han logrado superar por mucho ese nivel de complejidad y hay ejemplos de cooperación y sacrificio extremos, como el de los combatientes que dan su vida en guerras por millones de compatriotas desconocidos.

Un grupo de investigadores liderados por Benjamin Grant Purzycki  (derecha), investigador del Centro para la Evolución Humana, la Cognición y la Cultura de la Universidad de Columbia Británica, en Vancouver (Canadá), ha puesto a prueba el papel de las creencias en un dios moralista en la construcción de sociedades complejas y en el fomento de la cooperación entre humanos separados geográficamente y completamente desconocidos.

En un trabajo que publican en la revista Nature, explican cómo estudiaron el comportamiento de 591 personas de varias comunidades de todo el mundo que profesaban todo tipo de religiones, algunas de alcance mundial, como el cristianismo o el budismo, pero también locales. A través de juegos en los que tenían que repartir recursos, observaron que los individuos que creían en un dios que define lo que es bueno y lo que es malo, que sabe a todas horas lo que hacemos y castiga si no le gusta lo que ve, se mostraban más generosos con miembros de su misma religión. Como explica Purzycki, “vale la pena tener un Dios Gran Hermano, omnisciente y con preocupaciones morales en lugares con mayor anonimidad y menos responsabilidad. Los dioses evolucionan”.

De alguna manera, la creencia en un ser invisible que nos vigila para que no nos saltemos las normas puede ofrecer ventajas desde el punto de vista evolutivo. Esto se explicaría porque, aunque la vigilancia divina evite que velemos solo por nuestro propio interés, estas creencias pueden haber protegido a quienes las profesan de comportamientos egoístas que, en sociedades humanas cada vez más transparentes y en las que la reputación es importante, pueden acarrear castigos.

Además, según explica Manuel Martín Loeches (izquierda), coordinador del Área de Neurociencia Cognitiva del Centro Mixto UCM-ISCIII de Evolución y Comportamiento Humanos, que no ha participado en el estudio, pero comparte sus conclusiones, también hay que tener en cuenta los beneficios para el grupo: "Los humanos nos sacrificamos por ideas materialmente inexistentes o intangibles, por símbolos como la patria, la bandera, el honor o la dignidad. Forma parte del complejo juego del grupo, de la mente social del humano, sin necesidad de religión. A nivel individual no reporta beneficio, el beneficio es para el grupo, donde abundarían muchos de los genes del ser sacrificado. Se supone que sus descendientes directos sí podrían beneficiarse, al ser considerados hijos de una persona especial y recibir la gratitud del resto del grupo”.

El castigo sobrenatural, la preocupación moral de los dioses y la omnisciencia habrían evolucionado junto a la complejidad social. “Muchos estudios sugieren que los dioses moralistas funcionan como un tipo de mecanismo de defensa frente a grandes poblaciones en las que es más fácil ser egoísta al interactuar con multitudes anónimas todo el tiempo”, explica Purzycki. “Se ha probado experimentalmente con resonancia magnética funcional que tendemos a ser menos egoístas e injustos cuando nos sentimos observados”, apunta Martín Loeches. “Es probable que esas creencias ayuden a mantener la complejidad social y la cooperación”, añade Purzycki.

Sobre las implicaciones de estos resultados, Azim Shariff (derecha), investigador de la Universidad de Oregón, comenta que la creencia en seres sobrenaturales no es una condición necesaria para que existan sociedades complejas. "Hay varias rutas culturales para establecer los altos niveles de cooperación necesarios en las sociedades complejas. El castigo sobrenatural ha probado ser una de las soluciones efectivas para afrontar el reto de la cooperación social, y una solución que es lo bastante efectiva e intuitiva como para haber aparecido de forma repetida a lo largo de la historia", considera.

Las religiones organizadas serían un intento de estructurar los sistemas de reciprocidad que habían mantenido unidas a las pequeñas sociedades humanas primigenias, cuando aún tenían un tamaño que permitía conocerse a todos sus miembros limitando la tentación de buscar el bien propio a costa del grupo. En muchos de los principios fundamentales de las grandes religiones se puede observar un principio de reciprocidad que ha sido un rasgo fundamental en la evolución humana. El cristiano “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, encuentra un eco en el islam cuando en el Kitab al Kafi se lee que “lo que no te gusta que te hagan, no se lo hagas a los demás”. Textos similares se pueden encontrar en las religiones orientales o incluso en el confucianismo chino: “Nunca impongas a los otros lo que no elegirías para ti”.

De estudios como el que se publica hoy en Nature se puede deducir que la religión es un pilar importante para el sustento de las sociedades complejas. Sobre este punto, Martín Loeches considera que “no hay que llevarse las manos a la cabeza”. “Digamos que estas religiones aumentan o amplifican algo que todos llevamos dentro: un instinto moral, un sentido de justicia, del bien y el mal. No se necesita la religión para esto, ya está codificado en nuestros genes; las religiones moralizantes lo potencian, pero podría haber otras alternativas, como el recuerdo, los homenajes… premiando los buenos gestos más que castigando los malos”.

Aunque muchos trabajos han mostrado el valor de las creencias religiosas como pegamento social, otras investigaciones recientes han observado que, en particular cuando se trata de ayudar a desconocidos, los ateos s....

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La religión pudo ser la base de la cooperación entre humanos

Fuente: quo.es | 11 de mayo de 2016

Somos la especie de primate más social que nunca ha existido. Todas las especies de la genealogía humana han incluido la cooperación intragrupal en su repertorio de comportamiento. Sin embargo, las relaciones entre los grupos debieron seguir pautas como las que conocemos hoy en día en los chimpancés. El fuerte componente territorial seguramente impidió la unidad social de grupos muy numerosos. Es posible que el necesario intercambio genético fuera la única conexión entre grupos de una misma especie mediante conductas que aún están por investigar. Es también muy probable que la cohesión social entre grupos distintos naciera con nuestra especie. Y el simbolismo ha sido sin duda uno de los motores más importantes de esa cohesión social.

Entre otros muchos aspectos de nuestra vida, el simbolismo nos permite tener conductas religiosas mediante la representación de deidades de muy diversa índole. Hemos construido un complejo repertorio de ideas moralistas, que giran en torno a esas deidades. Su capacidad punitiva o favorecedora mueve nuestras voluntades. En febrero de este año Benjamin Grant Purzycki (Universidad de British Columbia, Canadá) y otros colegas de diversas instituciones publicaron un artículo en la revista Nature, en el que defienden la hipótesis del papel de la religión en la prosocialidad. Este último término se refiere a la conducta humana positiva, capaz de colaborar de manera altruista o no altruista con otros muchos miembros nuestra especie. Esa conducta ha posibilitado una red social de cooperación, que ha ido en aumento a medida que se incrementaban nuestra capacidad tecnológica.

“El triunfo de la civilización” de Jacques Reattu.

Aunque los primatólogos reconocen que ciertos aspectos conductuales de los simios antropoideos pueden ser precursores de nuestra moralidad (ver, por ejemplo, Frans de Waal) es evidente que esta cualidad y el desarrollo consiguiente de las religiones tuvo una fuerte expansión durante el Neolítico. La posibilidad de obtener recursos mediante la agricultura y la domesticación de los animales conllevó el despegue demográfico. Así llegó la necesidad de una cooperación entre los grupos o el intercambio permanente de bienes. Purzycki y sus colegas han llevado a cabo un estudio etnográfico de comunidades muy diferentes y distantes, con religiones de características dispares. Su estudio consistió fundamentalmente en el análisis de entrevistas realizadas a melanesios de la isla Tanna, indígenas de las islas Yasawa (República de Fiji), brasileños de la ciudad de Pesqueiro, habitantes de las islas Mauricio, habitantes de Kyzy (Siberia), así como a miembros de la tribu de los Hadza (Tanzania). Las creencias religiosas de todos estos grupos incluyen el cristianismo, hinduismo y budismo, incluyendo el culto al sol y a sus ancestros.

El análisis de los resultados de Purzycki y sus colegas permite sostener la hipótesis del papel determinante de cualquier tipo de religión en la cooperación entre individuos, aunque no estén emparentados ni pertenezcan a clanes concretos. Las deidades de sus diferentes religiones son moralistas y tienen en común la posibilidad de conocer sus acciones y pensamientos para con los demás. Según Purzycki y sus colegas la capacidad punitiva de tales deidades representaría un motor del incremento de la prosocialidad entre todas las sociedades humanas.

Estas conclusiones representan una hipótesis que, como todas, necesita ser apoyada por más datos para quedar reforzada. Por supuesto, no todos los sociólogos están de acuerdo con la idea de que la religión ha sido el motor de la cooperación. En fecha reciente, Jeroen Bruggeman  (derecha, Universidad de Amsterdam) ha aportado argumentos para sugerir que la religión puede ser uno de los impulsores de la cooperación, pero no el único. Su respuesta a las investigaciones de Purzycki y sus colegas se ha publicado también en la propia revista Nature. Bruggeman nos recuerda las revoluciones de 1989 contra el régimen comunista de la Unión Soviética, que fueron posibles gracias a la estrecha cooperación de individuos que no practicaban ninguna religión. Para Bruggeman, la red social que nació en las sociedades de nuestra especie, incluso antes del establecimiento de la cultura neolítica, promovió la reputación de ciertos individuos. Estos líderes habrían sido capaces de promover el nacimiento de la cooperación estable entre grupos distantes.

Nos quedaremos pues con la idea de que, como afirman los primatólogos, nuestro genoma estaba preparado para transformar ciertas conductas sociales de los simios antropoideos en un comportamiento mucho más complejo. Este comportamiento implica la prosocialidad y la cooperación más o menos interesada, incluso entre grandes naciones.

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Comentario por María José Grech el mayo 14, 2016 a las 11:59pm

La capacidad de cooperación del ser humano es genética, lo mismo que en la mayor parte de las especies animales. La cooperación que se aglutinó con los dioses fué en torno a un líder, y para ello utilizó la razón de la fuerza, no la fuerza de la razón, deificando el "derecho" a la supremacía del "hijo de un dios", del "héroes" o reyes. Las religiones predican el amor, pero se construyen inculcando el temor a sus adeptos, y, en cierto modo, sustituyendo su sentido de responsabilidad hacia la comunidad por una obediencia ciega e indiscutida al dogma que promueven. Y cuanto antes se empiece el adoctrinamiento en la vida de una persona mejores serán los beneficios obtenidos.

Por supuesto, mi opinión no es dogma de fé.

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