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Los fósiles son una enorme fuente de información para el estudio del pasado, y en especial de las especies que los formaron, tanto, que si no fuera por ellos, la ciencia de la paleontología prácticamente ni existiría y ni siquiera sabríamos que los dinosaurios algún día caminaron sobre la Tierra. Cada año, grupos de profesores y sus alumnos buscan en todo tipo de zanjas y terrenos en cientos de excavaciones en todo el mundo, aumentando el registro fósil de museos y universidades y el conocimiento de nuestra historia.
El filósofo y médico persa Avicena, Aristóteles y Leonardo Da Vinci ya conocían la importancia de los fósiles para el estudio de la historia, dejando para la posteridad muchos tratados que versaban sobre el tema. Más tarde y, como cabría esperar, los primeros en excavar metódicamente en busca de los mejores ejemplos fueron los europeos, más que nada porque fue a finales del siglo XVIII cuando el interés por ellos surgió y era ahí donde había personas con los conocimientos, el dinero y el tiempo suficientes para dedicarse a cavar agujeros buscando huesos petrificados. A principios de siglo XIX, el francés George Cuvier, una importante figura en el desarrollo de la paleontología como ciencia, fue de los primeros en comparar a seres vivientes con los fósiles, dibujando una teoría llamada catastrofismo en la que explicaba que los hechos estudiados “me parece que prueban la existencia de un mundo anterior al nuestro, destruido por algún tipo de catástrofe”. El mismo Carles Darwin basó su teoría sobre la evolución biológica de las especies en su amplio análisis tanto del registro fósil, aún muy incompleto en esos días, como en el de organismos vivos. En 1842, el biólogo y anatomista Richard Owen acuñó el término “dinosaurio” de las palabras griegas deinos, terrible y sauros, lagarto, en un artículo científico. Owen es famoso también por diseñar y mandar construir una serie de modelos de dinosaurio de escayola a la que se creía era su escala natural para la exposición de Londres de 1850, figuras que el público aún puede disfrutar y admirar en un parque de la zona de Crystal Palace al sur de la capital Británica. Como anécdota os puedo contar que, antes de que terminasen de construir las esculturas, el constructor de los modelos Benjamin Hawkins, organizó una cena para quince comensales dentro de la maqueta del iguanodón.
Expertos en los Estados Unidos, una potencia emergente, no quisieron quedarse atrás y pronto se pusieron a trabajar en el tema. Dos de sus paleontólogos más respetados, protagonizaron en la segunda mitad del siglo XIX la historia más célebre de la búsqueda de restos fosilizados: “La Guerra de los Huesos”.
Edward Drinker Cope (1840-1897) y Othniel Charles Marsh (1831-1899) no podían ser más diferentes. El primero provenía de una familia acomodada de Philadelphia y desde joven se distinguió como naturalista. Obtuvo una plaza como profesor de zoología en la Universidad de Haveford en su ciudad natal y con veinticuatro años ya era miembro de la Academia de Ciencias Naturales. Marsh, por el contrario, nació en una familia de escasos recursos en Lockport, Nueva York, y sólo gracias a que tenía un tío adinerado y filántropo consiguió que este construyera el Museo de Historia Natural Peabody y que lo pusiera a él como su director. Marsh y Cope se conocieron en un congreso en Berlín e incluso trabaron una cierta amistad como colegas que con los años se convertiría en agria rivalidad, pero que tendría un efecto sumamente positivo para el descubrimiento y clasificación de decenas de especies.
En un principio colaboraron en diversas expediciones y hasta nombraron a dinosaurios con el nombre del otro a manera de homenaje. La fuerte personalidad de ambos, sin embargo, terminó por convertir el proceso de búsqueda en una competencia por ver quién descubría más huesos y bautizaba a más especies, haciendo uso de tácticas nada éticas e incluso destruyendo restos fosilizados para que el otro no pudiera aprovecharlos. Sobornos, robos y espionaje era la parafernalia común de la relación. Los medios sirvieron también de campo de batalla, publicando ambos numerosos artículos no sólo para divulgar sus descubrimientos, sino para criticar al otro de los errores cometidos y para hacer acusaciones indecorosas. Marsh y Cope gastaron sus fortunas en la pugna y terminaron sus vidas casi arruinados por la necedad, pero su contribución a la expansión del registro fósil y al progreso de la paleontología fueron impagables.
Muertos los dos buscadores de huesos, la ciencia agradeció su enorme contribución por descubrir, nombrar y clasificar casi 150 diferentes especies de dinosaurios (Marsh 80 por 56 de Cope), entre ellos algunos de los lagartos terribles mejor conocidos: Tricératops, Alosauro, Diplodocus, Camarosaurio y Estegosaurio. Pero no todo quedó en fósiles, pues Marsh fue uno de los primeros en sugerir que los dinosaurios eran los ancestros de los pájaros, teoría que ahora es mayoritariamente aceptada. Ambos ayudaron mucho a promover y popularizar a los colosos de la prehistoria. Gracias caballeros.
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