'La Gioconda', durante los exhaustivos estudios y pruebas a que fue sometida en 2004. / ÁLVARO GARCÍA
Borja Hermoso / El País
Hace muchas, demasiadas décadas que retumba entre las paredes del Louvre uno de los debates más apasionantes del mundo del arte: el que enfrenta a partidarios y detractores de restaurar La Gioconda de Leonardo da Vinci. Dos escuelas de pensamiento, dos filosofías enfrentadas, ilimitadas dosis de simbología y el inevitable factor de conveniencia o inconveniencia por razones de márketing, chocan cuando está en juego el futuro del retrato más famoso del mundo. ¿Hay que seguir contemplando a esa Mona Lisa misteriosa y evanescente —también podría decirse borrosa y llena de porquería— que cantaron Théophile Gautier, los otros poetas románticos y los hacedores de leyendas y que sigue siendo admirada cada día por 20.000 visitantes, o es preciso una operación urgente a corazón abierto para sacar los colores a una enferma que corre peligro?
Si así fuera, claro está, la dirección del Louvre tendría que acometer otra misión realmente heroica: sustituir todo el merchandising de una de las imágenes más representadas y reproducidas del mundo, en feroz competencia con el Che Guevara. “Es verdad que en lo que toca a La Gioconda, vivimos en medio de dos lógicas enfrentadas”, acepta Vincent Delieuvin (foto), responsable del departamento de pintura italiana del XVI en el Louvre. Pero acto seguido, y tras dibujar en su cara un gesto grave en mitad de esta entrevista con EL PAÍS, advierte: “La Gioconda, hoy, parece una muerta, es una pintura que está desapareciendo poco a poco, y si no se hace algo, la enferma empeorará”. La presencia en una exposición actual del Louvre de la llamada Gioconda del Prado, una copia recientemente restaurada en los talleres de la pinacoteca madrileña, añade aún más argumentos: “La gente ve esa Gioconda española en el Louvre, tan limpia, y se queda boquiabierta, casi le parece un cuadro pop, y claro, piensan lo que puede tener el original debajo de esa capa de suciedad”, explica Delieuvin. A sus 35 años, que no parecen más de 28, es un cualificado experto en la obra de Da Vinci. No en vano fue él quien coordinó la espectacular restauración de otra de las obras cumbres de Leonardo: Santa Ana con la Virgen y el Niño.
— Es muy sencillo: si restauráramos La Gioconda haríamos exactamente lo mismo que con la Santa Ana. El mismo método, el mismo proceso.
— Pero ¿la restaurarán o no?
— Mmmm… ahora mismo no hay planes para eso.
— Pero ¿cree usted que es necesario hacerlo?
— Absolutamente.
— ¿Por qué?
— Porque la pintura de Leonardo da Vinci es una pintura llena de vida y ahora mismo cuando vemos La Gioconda parece que estamos viendo a una muerta. Está grisácea, sin colores. Y la pintura de Da Vinci no es así. En las catas que hemos efectuado en las zonas menos afectadas del cuadro ya hemos podido comprobar que los colores maravillosos de Leonardo están ahí: el azul del cielo, el rosa… Si usted ve La Gioconda en su estado actual y luego ve cómo ha quedado la Santa Ana, caerá en la cuenta de lo que digo.
— Así que, tarde o temprano, se limpiará y se restaurará.
— Ahora mismo no hay planes, aunque la restauración de una deja claro que la de la otra es perfectamente posible.
— Y al conservador de pintura italiana del XVI en el Louvre le gustaría, evidentemente…
— Evidentemente. Es un sueño. Pero de todas formas, se encuentra en permanente estado de vigilancia intensiva.
— ¿Ah, sí? ¿Y en qué consiste exactamente esa UCI de la pintura más famosa del mundo?
— Hay un dispositivo de conservación extremo, que alerta sobre la más mínima alteración.
— El último chequeo intensivo se le practicó en 2004, ¿verdad? ¿y desde entonces?
— No, en 2004, cuando se instaló en su nuevo emplazamiento (la Sala de los Estados Generales) se le hizo un chequeo intensivo, es cierto; pero con posterioridad, en 2009, se le practicó una nueva reflectografía y otras pruebas.
— ¿Con qué resultado?
— Que La Gioconda tiene síntomas de fatiga.
— Sospecho que, además del reto técnico que supondría, una hipotética restauración tendría que hacer frente a otros problemas: es una obra con un limitado poder icónico.
— Eso es cierto. Pero mire la Santa Ana…
— Ya, pero hay una diferencia. Puede que gran parte de lo que podríamos considerar el gran público no sepa quién pintó la Santa Ana. Pero no hay casi nadie en este mundo que no sepa lo que esLa Gioconda. A lo peor, la decisión de restaurarla tendría que partir no de un director del Louvre o de un ministro de Cultura… sino de un presidente de la República.
— (Risas) Bueno, todavía no estamos ahí. Y, en último término, la decisión de restaurar o no obedece siempre a criterios técnicos, a una verdadera necesidad de restauración. Como le ocurría a la Santa Ana, donde se estaban produciendo pequeños desprendimientos de pintura.
— ¿Y en La Gioconda?
— Una cosa está clara: cuanto más tiempo pase, peor se verá el cuadro. Hay partes que ya casi no se aprecian. Y dentro de cinco años, se apreciarán menos. O aceptamos que al final tendremos una especie de pintura contemporánea toda negra, y aceptamos que no se verá nada, o estaremos obligados a intervenir. Los barnices hacen como una pantalla, el aspecto tridimensional del que la dotó Leonardo ha desaparecido. Es un cuadro que está desapareciendo… la parte inferior está prácticamente invisible.
— Es cierto, yo lo vi por primera vez en 1978, y por última vez hace dos años. No tiene nada que ver, por desgracia…
— Y la enferma empeorará. Y eso que hacemos trampa, porque La Gioconda es la única obra del Louvre que goza de una iluminación específica… hay una instalación especial de luz alrededor de ella que contrarresta los efectos de oscuridad de los barnices. Sin esa luz especial, la pintura es mucho más oscura todavía. Aparte de que tiene una fisura bastante grande en la cabeza, provocada por el envejecimiento de los barnices, que acaban estratificándose. Y ahí ya tuvimos que intervenir, claro. Pero hay peligro de levantamiento de materia pictórica.
Vincent Delieuvin sabe de lo que habla. El rescate de la Santa Ana con la Virgen y el Niño le avalan. “Creíamos saberlo todo sobre esa obra y nos dimos cuenta de que había todo un mundo por descubrir; y allí, en el taller de restauración, era como ver resucitar a Leonardo día tras día, a medida que aligerábamos la capa de barniz, reaparecía su universo, por ejemplo, el rostro melancólico de esa Virgen que sabe que su hijo morirá, tan sutil, tan ambiguo, magnífico, era fascinante, íbamos recomponiendo el puzle milímetro a milímetro y obteniendo respuestas a nuestra pregunta fundamental: cómo era posible que Leonardo da Vinci se hubiera pasado 20 años pintando este cuadro”.
Lo que más le sigue impresionando en la galaxia Leonardo es la obsesión del maestro toscano por el más microscópico de los detalles. “Era un genio, pero también un auténtico maniaco, por eso no podía acabar sus obras”.
Lo ocurrido en los talleres del Louvre con esta obra maestra sirve de inevitable test de cara a una hipotética restauración de la Mona Lisa. “Como ocurre con La Gioconda”, explica Dieulevin, “a lo largo de los siglos fueron añadiéndose a la pintura varias capas de barniz; se trata de capas muy irregulares en algunas zonas del cuadro que, con el tiempo, sufrieron fisuras y fueron ensombreciendo el cuadro y modificando sus colores, al ir amarilleando: esa capa amarillenta había conferido a la pintura un aspecto como de blanco y negro; mucha gente ha confundido ese efecto con el famoso sfumato de Leonardo pero él, en sus tratados de pintura, deja claro que el sfumato es una transición entre las luces y las sombras… pero siempre a través del color y de sus variaciones”.
La base del controvertido proceso de restauración de la Santa Ana fue precisamente esa: un progresivo —y milimétrico— aligeramiento de esos estratos de barniz. “Los restauradores no quitaron todas las capas de barniz, sino que las fueron aligerando para evitar entrar en contacto directo con la materia pictórica de Leonardo, y segundo, respetar lo que en el Louvre llamamos la pátina del tiempo”. Para ello, el equipo de conservadores y restauradores de pintura italiana del Louvre, con la italiana Cinzia Pasquali y Vincent Dieulevin a la cabeza, recurrieron a un sofisticado aparato capaz de medir con absoluta precisión el espesor de cada capa de barniz. Se trata de un rayo que penetra en el cuadro y se detiene en el borde de cada capa de barniz, por ínfima que esta sea. “Eso permite un control casi matemático de la restauración, y una seguridad casi absoluta; en vez de cortar por lo sano, fuimos aligerando poco a poco, loncha a loncha, como si fuera un salchichón…”. El resultado: la paleta original de Santa Ana, la Virgen y el Niño luce esplendorosa, con sus azules/azules, sus rosas/rosas y sus blancos/blancos... y no como la de una pintura que pareciera enferma de hepatitis.
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