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El hallazago reviste una gran importancia según los arqueológos, que califican las piezas de los ornamentos como "las más grandes y refinadas descubiertas hasta el momento".
El arqueólogo Leonardo López, del Instituto Nacional de Antropología e Historia, anunció en una entrevista a Reuters el hallazgo de unas piezas de oro "extremadamente inusuales" por su calidad y cantidad decorando un lobo destinado al sacrificio ritual en el centro de la Ciudad de México, lugar donde se situaban templos de gran relevancia religiosa del imperio azteca.
Según detalla el medio, las 22 piezas encontradas -entre las que se incluyen pendientes, una argolla nasal y un pectoral en forma de disco, todas fabricadas con delgadas láminas del preciado metal- fueron halladas en una bóveda de piedra cerca de la plaza del Zócalo, detrás de una catedral colonial y cerca de la escalinata del que fuera el templo más importante para los aztecas, el ahora conocido como Templo Mayor.
El experto señaló que "estas piezas son sin lugar a dudas las más grandes y refinadas descubiertas hasta el momento". Describió que "el lobo, de cerca de ocho meses, fue revestido con ornamentos como un cinturón de conchas y fue colocado en la bóveda por sacerdotes aztecas sobre una capa de cuchillos de pedernal".
El lobo fue enterrado durante el reinado de Ahuizotl (1486-1502) y representaría a Huitzilopochtli, dios de la guerra y el sol, quien era considerado el guía que ayudaba a los guerreros caídos a cruzar por el peligroso río del inframundo. El animal estaba colocado mirando hacia el oeste, precisa la agencia.
De acuerdo a la información, el descubrimiento fue posible gracias a la demolición de dos edificaciones que ocupaban el sitio. Se cree que el Templo Mayor tenía la altura de un edificio de 15 pisos antes de ser destruido junto al resto de la capital azteca Tenochtitlán luego de la conquista de México en 1521.
Fuente: RT, 10 de julio de 2017
Fotos MIRSA ISLAS, CORTESÍA DEL PROYECTO TEMPLO MAYOR.
Lo bueno del subsuelo es que hay más tierra que tuberías. Aunque sea el subsuelo del centro de la Ciudad de México, una urbe construida sobre el lecho de un lago, una ciudad horadada para llevar la luz, el agua y el metro a todas partes. Hay tanta tierra bajo la gran capital que los arqueólogos siguen encontrando tesoros. Y algunos resultan sorprendentes, primero por lo que contienen y luego porque nadie los haya encontrado antes que ellos.
El último caso es el de la ofrenda 174 del Templo Mayor de Tenochtitlán, la vieja capital azteca. Pese a su nombre, la 174 ha resultado extraordinaria. Se trata de una bóveda de piedra, apenas mayor que una mesita de noche, excavada a los pies del viejo templo. Los arqueólogos dieron con ella hace unas semanas. Alejandra Aguirre y Antonio Marín, del Proyecto Templo Mayor, que el próximo año cumple cuatro décadas, encontraron varios trozos de coral rojo en la bóveda. Y debajo, sorpresa, 22 piezas de oro, todas únicas, finas láminas de oro labrado. Pegado a la pared, descubrieron el esqueleto de un lobo que al morir tenía ocho meses. También rescataron varios cuchillos de pedernal, conchas, caracoles y la mandíbula de un pez sierra.
Aguirre, que ha participado en el estudio de otras tantas ofrendas en el Templo Mayor, dice que quien fuera que colocara allí al lobo, lo puso mirando al oeste, cara a la puesta de sol. Marín, que el día que abrieron la ofrenda traía una playera del cenizo Cruz Azul, cosa que divierte mucho a sus compañeros, llama la atención sobre una de las piezas de oro, un chimali, el escudo de guerra de los aztecas.
Los arqueólogos calculan que los sacerdotes mexicas enterraron la ofrenda a finales del siglo XV o principios del XVI, bajo el reinado de Ahuítzotl, predecesor de Moctezuma, el emperador que trataría años más tarde con Hernán Cortés. Eso significa que nadie vio el oro en más de 500 años. Que pasó una guerra con los españoles y sus aliados, una colonia, otra guerra -de independencia-, la mano férrea de Porfirio Díaz, la revolución y casi un siglo de priismo, sin que nadie la encontrara.
Y no fue por falta de ocasiones. En 1900, el arquitecto Guillermo de Heredia y su esposa se instalaron en la casa que había justo encima, sobre la calle Guatemala. Por aquel entonces, la capital instaló un colector de aguas negras sobre el Templo Mayor. Nadie sabía que el centro ceremonial de los aztecas estaba allí. Muchos aún pensaban que yacía bajo la catedral metropolitana. El caso es que Heredia y su esposa bajaron una tubería de su escusado al colector. La tubería atravesó justo la ofrenda 174. Aguirre opina que los obreros no se dieron cuenta de lo que había allí, quizá por el coral, porque tapaba el resto de la ofrenda. "Heredia luego se haría famoso porque construyó el Hemiciclo a Juárez, el que hay en La Alameda", dice Leonardo López Luján, director del Proyecto Templo Mayor. El arqueólogo se refiere al famoso monumento que mandó construir Porfirio Díaz, en homenaje al presidente Benito Juárez, por el centenario de la independencia. "Pero eso fue después en 1900, el trono del señor Heredia desaguaba aquí", añade.
El subsuelo mexicano es rico en tierra, incluso en plata, pero pobre en oro. En el Templo Mayor, el centro ceremonial más importante de la civilización prehispánica preponderante en Mesoamérica, apenas han encontrado 600 gramos del preciado metal. En 205 ofrendas descubiertas junto al Templo Mayor en 39 años, solo 600 gramos. Una fruslería. "En número de piezas la ofrenda 174 ocupa el cuarto lugar de las 16 ofrendas que contenían objetos de oro. Pero el primerísimo lugar en cuanto a tamaño, diversidad y refinamiento técnico y estético de las piezas", dice López Luján.
Los arqueólogos piensan que algunas de las joyas vistieron al lobo, caso del chimali, quizá las manitas de oro, el disco sobre el pecho. No parece que haya demasiadas dudas sobre su simbolismo. El lobo y las joyas, su orientación hacia la puesta de sol, constituyen un homenaje al gran dios azteca, el dios Sol, Huitzilopochtli.
De acuerdo a la cosmovisión mexica, al principio todo fue oscuridad, una gran noche. Un día Coatlicue, diosa de la vida y la muerte, quedó embarazada por acción y gracia de una bola de plumas. El gran dios Sol empezó a crecer en su panza, aguardando el momento de traer la luz al mundo. Enteradas, las hijas de Coatlicue -la Luna y las estrellas- corrieron celosas a impedir su nacimiento. Pero Coatlicue dio a luz y Huitzilopochtli llegó al mundo ya crecido. El dios Sol mató a la Luna y desterró a las estrellas, dando equilibrio a las tinieblas y creando así el día.
El equilibrio entre la noche y el día resulta fácil de explicar comparado al de la vida y la muerte. Baste decir que el inframundo mexica es un laberinto tremendo, compartimentado por tipo de muerte y muerto. En el caso de los guerreros, los aztecas pensaban que, al morir, acompañaban al dios Sol camino a su casa, un verdadero honor. Y allí quedaban, en un paraíso solar que compartían con las mujeres que perecían al dar a luz.
Huitzilopochtli fue el primer guerrero azteca, vencedor en su batalla contra la oscuridad. De los 18 meses que componían el calendario mexica, el decimoquinto se lo dedicaban a él, coincidiendo con el solsticio de invierno. López Luján piensa que la ofrenda del lobo encaja justo ahí. Fue probablemente, dice, un rito en conmemoración del dios del Sol. Por eso el lobo apareció mirando al oeste, al ocaso, un recordatorio de su victoria frente a la Luna y las estrellas.
Igual que los católicos recuerdan a Cristo comiendo su cuerpo y bebiendo su sangre, los sacerdotes mexicas, explica el arqueólogo, recordaban así a Huitzilopochtli, con un lobo ataviado de guerrero, junto a otras joyas típicas de sus hermanas vencidas -una nariguera y unas orejeras de oro-, un lobo mirando a occidente.
Fuente: elpais.com| 14 de julio de 2017
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