Adán y Eva, de Lucas Cranach

A continuación voy a describir tres ejemplos donde estos relatos se inscriben con fuertes lazos en nuestros conocimientos empíricos, y añadiré un cuarto episodio donde esos lazos no son tan nítidos.

El primero tiene que ver con el estudio de restos de seres humanos  —particularmente de mujeres— desde el Paleolítico hasta el Neolítico. Recientes descubrimientos científicos muestran una evolución ósea —deberíamos mejor hablar de involución—  debida al profundo cambio en la dieta de nuestros ancestros al pasar de la muy variada alimentación de los cazadores-recolectores a la ingesta centrada en los cereales de los crecientes poblados neolíticos. Como he referido la talla de estos primeros agricultores disminuyó en alrededor de 10 centímetros y para la mujeres trajo un desgraciado efecto colateral al reducir el tamaño de la cadera, particularmente el canal pélvico que es esencial para los nacimientos. El tamaño de la cabeza de nuestros bebés es muy grande y entra en conflicto con ese referido canal de parto y este dato de la cambiante anatomía de las mujeres en los primeros milenios del Neolítico, sorprendentemente ha quedado registrado en uno de nuestros mitos más conocidos[1].

 

Génesis 3-14

A la mujer dijo: Multiplicaré en

gran manera los dolores en tus pre-

ñeces; con dolor darás a luz a los hijos;

 

Este es uno de los castigos que enuncia Yahveh a la primera pareja humana por su desobediencia al comer del fruto prohibido dentro del contexto del mito del Jardín del Edén. Nuestras mujeres aún no han recuperado la cadera de la mujer paleolítica, a pesar de las mejoras en la alimentación, —lo que entraría en conflicto con nuestros actuales ideales estéticos con la figura femenina, pero por suerte la cultura es algo cambiante—.

 

                                                   Tablilla del Poema de Gigamesh

El segundo ejemplo es de una de nuestras fuentes literarias más antiguas: El Poema —o epopeya— de Gilgamesh, aunque, como veremos, su fuente está también ligada a un mito. Que yo sepa este dato es nuevo —espero no equivocarme—, y apareció dentro de una prolongada investigación. Corresponde al segundo episodio narrado en el Poema: La muerte del Toro Celeste. La narración cuenta cómo la diosa Inanna  (la acadia diosa Ishtar) se enamora del protagonista Gilgamesh quién rechaza los sentimientos de la diosa, y ésta enfurecida le pide al dios Anu que envíe al Toro Celeste a castigar la conducta de Gilgamesh. El relato continúa con el enfrentamiento y muerte del Toro Celeste a manos de Gilgamesh y su amigo Enkidu.

 

Tablilla VI-Columna IV

—Padre mío, dame el ronzal del Toro Celeste.

Cuando Anu, oyó las palabras de Ishtar,

le hizo entrega del ronzal del Toro;

él lo puso en su mano para que Ishtar lo condu-

                                                                     jera.

Cuando el Toro Celeste llegó al país de Uruk,

comenzó a patear la hierba y el cañaveral,

descendió al río y en siete grandes tragos lo

                                                            desecó.

Al primer resoplido del Toro Celeste se abrió una

                                                                     Fosa

en la que cayeron cien hombres de Uruk

¡Cayeron doscientos, trescientos hombres de

                                                               Uruk!

…Entonces Gilgamesh como un hábil bestiario de

                                                                       oficio,

valeroso y fuerte, golpeó al Toro Celeste

e hincó su puñal entre la cerviz, las astas y el

                                                             crucero.

 

Este motivo parece una variación del mito de Perseo, en el que se narra lo mismo, un personaje, Perseo, mata al toro del cielo. Esto parece coincidir con un cambio en los cielos, el reemplazo de la constelación de Tauro del equinoccio de primavera por la de Aries (el equinoccio de primavera es el primer día de la primavera) más de 4000 años antes del presente.  Cada 2160 años cambia la constelación que preside el equinoccio de primavera; durante la época de Jesús este lugar fue ocupado por  Piscis y dentro de 200 años entraremos en la constelación de Acuario. La precesión de los equinoccios fue descubierta por el astrónomo griego Hiparco, hacia el 125 a. C. pero los astrólogos acadios debían conocer el desplazamiento de Tauro en los cielos, en una época en la que se fue elaborando el Poema[2]. Este episodio en el firmamento tenía una enorme importancia en la cultura de los pueblos antiguos, ya que era una señal para un cambio de estaciones fundamental para determinar la cronología de los cultivos.

 

Tablilla sumeria con descripción de los cielos y la breve aparición de un nuevo objeto celeste —un asteroide— que colisionó con la Tierra hace 5.123 años.

El tercer ejemplo proviene también del Génesis bíblico, del relato de la destrucción de Sodoma y Gomorra, y como los anteriores se ha encontrado una explicación científica, y sorprendentemente una fecha precisa para este episodio: el 29/06/3123 BC. Esta destrucción de dos pequeñas urbes cercanas al Mar Muerto por acción del fuego y azufre provenientes de los cielos, tan bien descrita por el texto bíblico ha encontrado una explicación centrada en la cosmología.

 

Génesis 19 -24-25

Entonces Jehová hizo llover sobre

Sodoma y sobre Gomorra azufre y

fuego de parte de Jehová desde los cielos;

y destruyó las ciudades, y toda

aquella llanura, con todos los mora-

dores de aquellas ciudades, y el fruto

de la tierra.

 

La fuente está narrada en forma soberbia por un documental  de Discovery Channel (www.YouTube.com/user/JuventudEnSuFe) donde varias piezas dispersas se unen en la caída de un asteroide. La investigación ha sido realizada por los astrónomos Alan Bond y Mark Hempsell coautores de: A Sumerian observation of the Köfels’ Impact Event.

 

                                                       Restos de la supernova Vela

El cuarto episodio es el más controversial de estos ejemplos.

 

Génesis 3-23

Y lo sacó Jehová del huerto del

Edén, para que labrase la tierra de

que fue tomado.

Echó, pues, fuera al hombre, y

puso al oriente del huerto del Edén

querubines, y una espada encendida

que se revolvía por todos lados,

para guardar el camino del árbol de

la vida.

 

Durante años me pregunté qué era esa espada encendida y creo haber encontrado una explicación: la fulgurante aparición hace entre seis y ocho mil años de la supernova Vela, transformando las noches con una imagen aterradora en los cielos casi siempre inmutables. Una inaudita rotura en el firmamento, un dis astra o desastre.  Para los hombres el confrontarse con las contingencias cambiantes de la naturaleza era una carga muy pesada; pero había una región que aparecía como un refugio inmutable, llamada por ese carácter: el firmamento; no es extraño entonces que los pueblos de todo el mundo hayan establecido los cielos como la morada de los dioses. Muy de cuando en cuando se producían cambios en los cielos, la aparición de un cometa, por ejemplo, esta era una señal de que algo terrible iba a ocurrir en el inmundo (impuro) escenario de abajo. Un acontecimiento de esta entidad, una nueva estrella en los cielos nocturnos (y quizás diurnos) de un brillo tal que proyectaba sombras en esas noches aterradoras, esa aparición efímera debió dejar profundas huellas en la memoria de los hombres[3].

Encontramos otra analogía con este relato en un mito sumerio, donde el dios Anu guarda un bosque sagrado mediante una espada cuyos filos apuntan a los cuatro puntos cardinales. El árbol sagrado suele aparecer, en los bajorrelieves y en los sellos, acompañado de una serpiente[4]. En esa descripción de una espada que apunta a los cuatro puntos cardinales encuentro una analogía con la imagen de una estrella en los cielos.

En otro fragmento, el historiador Sozomeno (c. a. 400-450) nos dice:

 

“...que el mismo tipo de deidad descendió sobre el Eufrates como estrella ígnea procedente del cielo.”

[1] Peter Watson, “La gran divergencia”, Crítica, 2012, página 169.

[2] Investigación y ciencia, David Ulansey, “Los misterios mitraicos”, febrero de 1990, número 161.

[3] Fragmento de “El Jardín del Edén. Cómo las Mujeres Crearon la Agricultura”

[4] William Ryan y Walter Pitman, “El diluvio universal”, Debate, página 60

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