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Gran dobla de oro de Pedrio I El Cruel. / MUSEO ARQUEOLÓGICO NACIONAL
Fuente: EL PAIS.com | Tereixa Constela | 2 de abril de 2015
El dinero es más viejo que la democracia. El estátero de Mileto procede de un mundo tan arcaico que la filosofía acababa de nacer, gracias a cuatro curiosos que buscaban el origen de todas las cosas, y los atenienses todavía no habían inventado el gobierno del pueblo. Comenzó a circular entre el 600 y 575 antes de Cristo, con los griegos comerciando a todo trapo y estableciendo una suerte de franquicias de sus ciudades por el Mediterráneo. Es la pieza más antigua de la colección numismática del Museo Arqueológico Nacional (MAN) y una de las más primitivas de la historia. Hasta que los griegos de Asia Menor (actual Turquía) comenzaron a adjudicarles un valor de pago a metales tallados, la humanidad básicamente hacía trueques y pagos en especie.
En estos últimos 2.600 años ha habido otros dólares y otros euros. El denario romano, el dírham de Al Andalus, el ducado veneciano o el real de a ocho hispano circularon fuera de sus fronteras naturales como una muestra del poderío de los imperios a los que representaban. Para saber quién mandaba, convenía echar un vistazo a las carteras de la época. Una moneda era algo más que dinero. Era también una eficaz arma de propaganda política y un indicador cultural, capaz de anticipar que el Renacimiento estaba a la vuelta de la esquina.
“No hay nada anecdótico en una moneda”, precisa Paula Grañera, técnica del departamento de Numismática del Arqueológico, que conserva, estudia y custodia una excepcional colección formada por 300.000 piezas, una de las más importantes junto a la del British Museum. Un tesoro apenas conocido, que hunde sus raíces en el siglo XVIII, cuando el primer Borbón que reinó en España, Felipe V, ordenó crear una Biblioteca Real abierta a un público restringido –ni mujeres ni menesterosos– que incluía un gabinete de curiosidades al que iban a parar las monedas, medallas, esculturas y piezas arqueológicas. “Las monedas hablan y ponen rostro a los personajes a los que se refieren las fuentes escritas, por eso las bibliotecas las incorporan a sus colecciones”, señala Carmen Marcos, subdirectora del museo, que supervisó el traslado a España de las 600.000 monedas que la empresa Odyssey había expoliado de la fragata Mercedes.
En 1715 la colección contaba con unas 20.000 piezas. Desde entonces se ha multiplicado quince veces gracias a compras, donaciones y hallazgos arqueológicos. Del monetario de madera se ha pasado a la cámara acorazada, diseñada como un guante a medida. Aprovechando la profunda transformación del Arqueológico, convertido en el museo de moda desde su reapertura el 1 de abril de 2014 (ha pasado de 150.000 visitas en 2010, último año antes del cierre, a rozar el millón), se construyó la cámara, que mantiene unas condiciones estables (23-25 grados de temperatura y 30%-35% de humedad), suspendida sobre vigas capaces de soportar las ocho toneladas de unos fondos que han conocido horas de euforia (expediciones científicas del XIX) y horas de miedo (dos guerras civiles).
En dos días de noviembre de 1936 se desbarataron años de coleccionismo. El Gobierno republicano se incautó de las monedas de oro del museo que, junto al tesoro de los quimbayas colombianos, se embarcarían en el Vita hacia México por orden del presidente Juan Negrín para financiar necesidades de los exiliados españoles. El patrimonio de los quimbayas se recuperó, pero las 2.796 piezas de oro (griegas, romanas, bizantinas, visigodas, árabes y medievales) no retornaron jamás.
De la requisa se salvaron tres joyas, escondidas por funcionarios en distintos despachos. Hoy siguen siendo el trébol de honor del museo, visibles en su exposición permanente: el cuaternión de Augusto, la gran dobla de Pedro I el Cruel y el centén de Felipe IV. Marketing en estado puro. El primer emperador de Roma agudizó al máximo su sentido de la propaganda. Después de humillar en el campo de batalla a Marco Antonio y Cleopatra en el 27 antes de Cristo, se encargó de airearlo para la posteridad en un cuaternión de oro: en el anverso refulge su juvenil perfil circundado por las palabras emperador y césar; en el reverso se talló un hipopótamo, símbolo del Nilo, junto a dos palabras telegráficas. Y lapidarias: ‘Egipto conquistado’.
En 1360 Pedro I el Cruel tampoco se quedó corto. Para festejar su victoria en la batalla de Nájera frente a su hermano ordenó emitir la gran dobla de oro, que regaló a los nobles que le habían secundado. Y en 1633 Felipe IV acuñó la pieza de mayor valor y más peso de la historia monetaria española: el centén de 338 gramos. Cuarto y mitad de oro. Eran los días de vino y rosas del imperio de los Austrias.
“La moneda es un fuerte instrumento de propaganda política al servicio del poder, da información sobre aquello que quiere transmitir”, sostiene Javier Santiago, catedrático de Epigrafía y Numismática de la Universidad Complutense. “En el siglo XVIII”, añade, “Felipe V sigue incluyendo en su escudo de armas los territorios europeos que ya había perdido en el norte de Europa, con lo que nos informa sobre sus reivindicaciones territoriales”. De Franco solo hay dos retratos. “Uno de Benlliure, que dura hasta 1966, y luego otro que ya le muestra como un ancianito venerable”.
Por la expansión de una moneda se mide la potencia. La andalusí, por ejemplo. “Se ha encontrado plata acuñada en el califato de Córdoba en Polonia. Los cristianos castellanos empiezan a acuñar en el siglo XII, mientras que los árabes lo hacían desde 711 en cecas móviles que movían con el Ejército para pagar a los soldados”, cuenta Paula Grañera, especialista en la notable colección andalusí. Tiempos medievales más avanzados de lo que se presume, con monedas bilingües, en latín y árabe.
La moneda –que había nacido, recuerda Marta Campo, presidenta de la Sociedad Iberoamericana de Estudios Numismáticos, porque “el Estado necesitaba hacer pagos y crea un sistema práctico en el que da un valor determinado a un trozo de metal, al que se pesa y al que se le da la garantía oficial”– se transformó tras la Primera Guerra Mundial. Los metales valiosos se sustituyeron por materiales menos nobles y menos escasos (en la actualidad se usan aleaciones de cuproníquel –cobre y níquel–, acmonital o el oro nórdico de los 20 céntimos de euro). Se esfuma entonces el valor intrínseco. En su lugar apareció el acto de fe, “el valor fiduciario”. Todos hacemos que creemos que un papel vale en verdad 50 euros.
Atentar contra el dinero garantizado por el Estado sigue persiguiéndose, aunque ya no se paga con la vida. “Era un delito de lesa majestad”, subraya Montserrat Cruz, técnica de Numismática del Arqueológico, “era el pilar del sistema económico. Cuando la falsificación era muy frecuente, el sistema se caía”. El gran maestro del trilerismo monetario fue el alemán Carl Wilhelm Becker. El grabador falseó monedas tan concienzudamente que las colocó en casi todos los museos de fuste, que se vieron obligados a elaborar un inventario de obras fraudulentas.
No solo las falsas se retiran de la circulación. Los tipos, los diseños y los materiales cambian. Aunque hay monedas con varias vidas. La blanca, usada en la Castilla del siglo XIV, fue desplazada por el maravedí en tiempos de Felipe II. Se despreció por antigua y poco valiosa. Pero ella resiste en el día a día: “Estamos sin blanca”.
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