Castillo de doña Blanca, que da nombre al yacimiento donde se encuentra. Foto: Wikipedia

 

Vía: lavozdigital.es | 14 de abril de 2012

 

 

Entra un sol de abril por la ventana de mi despacho, la temperatura es de casi 20 grados y me siento bien, con ganas de trabajar y de vivir. Es primavera, la época en la comienza el año para el arqueólogo y no el uno de enero como figura oficialmente en el calendario. Fijamos, los arqueólogos, nuestro propio tiempo.

 

En estos días hemos resuelto los fastidiosos papeles administrativos que nos permiten comenzar los trabajos arqueológicos de verano. Falta muy poco para volver a los trabajos de campo en los yacimientos que investigamos, y contamos los días. En mi caso, en el Castillo de Doña Blanca.

 

Pero antes de empezar convoco al equipo que trabaja habitualmente conmigo y a los nuevos alumnos que he elegido durante el curso, que están ansiosos de iniciar sus primeros pasos en el pasado de los muros, suelos, estratos y materiales del yacimiento, para fijarles sus tareas, que han de cumplir, bajo un sol de más de 40 grados. Y les informo de los datos que se han obtenido sobre este magnífico y hablador lugar fenicio. Más o menos es esto lo que les digo de la historia que nos narra. De su emplazamiento les he hablado en otra ocasión.

La primera ocupación de la zona tuvo lugar durante la Edad del Cobre, en el milenio tercero a.C., en la zona conocida como La Dehesa y bajo los estratos inferiores del Castillo de Doña Blanca, sobre la roca calcarenita. Se han hallado aquí fondos de cabañas circulares, con zócalos de mampostería y paredes de tapial, caídos en su interior junto a numeroso material cerámico. Y un lugar sagrado de esta época se ha hallado en lo más alto de la Sierra de San Cristóbal, consistente en un altar amplio de cazoletas al que se accede mediante unos pocos escalones. Es probablemente un lugar para sacrificios.

 

Más tarde, a mediados del segundo milenio, el lugar continuó habitado por gentes conocedoras del trabajo metalúrgico. No conocemos nada de su lugar de habitación, pero si de sus enterramientos, reflejados en tumbas colectivas de inhumación, o hipogeos, excavados en la roca, con pasillo de entrada hacia el lugar de deposición de los cadáveres, una estancia funeraria amplia en la que se depositaron, además, ajuares cerámicos y metálicos. Y a fines de ese milenio, hallamos en la cima de la sierra la ocupación de otra sociedad del Bronce final, de la que conocemos alguna cabaña y restos de su vajilla cerámica. Fueron los habitantes de esta zona a la llegada de los primeros fenicios fundadores de la ciudad del Castillo de Doña Blanca.

 

A fines del siglo IX, o en los comienzos del siglo VIII a.C., acaeció la ocupación del Castillo de Doña Blanca, a los pies de la Sierra de San Cristóbal y junto a una ensenada, junto a la desembocadura del río Guadalete, que les servía como puerto o fondeadero. Lugar idóneo para un establecimiento fenicio. En pocos años construyeron sus primeras viviendas de varias habitaciones, con muros de mampostería revestidos de barro, encalados y suelos rojos, y techumbres vegetales que descansaban en vigas de madera, hornos de pan, y calles estrechas que delimitan pequeñas ínsulas, según su costumbre en sus ciudades de origen. Y para su protección el poblado se rodeó de una muralla de mampuestos, revestida también de barro, precedida por un foso muy amplio, de casi 18 metros. Una zona amplia se excavó en un extremo de la ciudad, cercana al puerto, que por ahora constituye la superficie más extensa excavada de este época en el yacimiento. Se han exhumado aquí varios cientos de miles de material autóctono y fenicio, que ha proporcionado un elenco muy rico de la vajilla de esta época, junto a numerosas ánforas de diversas procedencias mediterráneas, que sugiere un comercio activo e internacional.

 

Poco más tarde, en las postrimerías del siglo VIII y durante todo el siglo VII a.C., se advierte una gran actividad en el poblado, al menos con tres fases constructivas en las zonas excavadas, con viviendas bien construidas con muros de zócalos de grandes mampuestos y paredes de ladrillos de adobe y tapial, junto un rico repertorio cerámico. Es una época de gran esplendor de la ciudad.

 

Y durante el siglo VI, y más bien desde su mitad, advertimos una cierta decadencia constructiva y menor potencia estratigráfica, en la que aparecen los primeros restos de intercambio con los griegos orientales. Todo sugiere cierta decadencia, relacionada con una crisis económica y geoestratégica mediterránea y tartésica. No obstante, se preludian, a su vez, cambios sustanciales en los lugares fenicios occidentales y el comienzo de que se conoce como turdetano.

 

Tras ello, el siglo V se anuncia vigoroso, como delatan las nuevas viviendas y la nueva muralla de casernas o casamatas, junto a tipos cerámicos distintivos del momento, distintivos del mundo turdetano. Se reanuda el comercio, orientado más bien al ámbito de los mercados griegos y norteafricanos.

 

 

Y esta prosperidad renovada también se observa en el siglo IV a.C., en cuyo final se construyó una nueva muralla de casamatas de influjo cartaginés y helenístico, consecuencia de esta época de esplendor económico y comercial.

 

Pero a fines del siglo III a.C., sin que lo sepamos con exactitud, la ciudad se abandonó. Es probable que se deba a causas naturales, a la inutilización de su puerto por los aluviones del río, o a un tsunami, como señalan ciertas evidencias, o a la guerra. Ésta puede ser la causa. Se advierten signos de violencia, como destrucciones de tramos de la muralla, zonas incendiadas, más de una decena de cadáveres en la zona cerca al puerto o tras la muralla, caballos muertos, ánforas que rodaron las calles, bolas de catapultas, y un sinfín de detalles que anuncian tragedia. Todo sucedió en el momento en que los romanos desembarcaron en la isla de Gades. ¿Fue éste el motivo?. Puede ser.

 

Después de esta corta charla sobre la ciudad del Castillo de Doña Blanca, los nuevos integrantes del equipo quedan impactados y deseosos de que comiencen las excavaciones a primeros de julio y entrar en acción con los restos arqueológicos que nos aguardan a más de 600 km. No importan el calor ni las horas de trabajo. La curiosidad lo supera todo.

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Respuestas a esta discusión

La necrópolis del Castillo de Doña Blanca

DIEGO RUIZ MATA | CATEDRÁTICO DE PREHISTORIA

 

Vía: lavozdigital.es | 27 de abril de 2012

 

En la falda de la Sierra de San Cristóbal, frente a la ciudad fenicia, se extiende la necrópolis de Las Cumbres, ocupando un amplio espacio de casi 200 Ha. -dos millones de metros cuadrados-, cuyas tumbas la ocultan la tierra y la retama espesa, como un manto protector para evitar su expolio y destrucción. Al menos, de gran parte de ella. Solo los trabajos arqueológicos, con sus datos precisos y objetivos, nos informarán en qué porcentaje ha sido dañada. Aguardamos hasta entonces expectantes a recibir los resultados. Cuando llegamos aquí, en 1979, para iniciar la primera campaña de investigación en la ciudad fenicia, buscamos afanosamente, sin éxito, la necrópolis al otro lado del río, como dictaminaban los cánones ortodoxos de los prebostes de la arqueología, mientras la recorríamos sin saber que la teníamos bajo los pies, subidos en los túmulos funerarios para otear su ubicación en algún lugar inexistente. Pasados tres años, unos amigos y colaboradores nuestros de El Puerto de Santa María, recorrían Las Cumbres en una tarde de noviembre y, al atardecer, les sorprendió un hermoso y oportuno chaparrón que les obligó a refugiarse en una oquedad que resultó ser una tumba excavada en la roca. El deseo, la casualidad y el destino marcaron un hito en la investigación del lugar. La necrópolis, tan deseada, había sido descubierta por una lluvia inesperada. Paradojas de la arqueología. Pocas semanas después, nuestro querido y siempre recordado guardián y cancerbero de la zona arqueológica, Bermúdez -D. José Fernández Bermúdez-, halló, trabajados en relieve en la roca, unos símbolos extraños, un círculo y lo que parecía un creciente lunar. Resultó la entrada de otra tumba. A partir de aquí las prospecciones han aportado numerosos datos sobre una de las necrópolis más importante de la protohistoria occidental.

Cuando se conocen las cosas, todo adquiere más sentido. Los suelos que pisábamos, sin prestarles atención, ahora adquieren un valor histórico y arqueológico que no tenían para nosotros. El paisaje profano se ha convertido en un lugar sagrado, los montículos en tumbas, los pozos casi rellenos, las oquedades en la roca, los pequeños relieves y las piedras caídas en tumbas de otro tipo, los arañazos en el suelo en atarjeas por donde discurría el agua. Después supimos que la retama, que cubre este espacio, tiene una historia corta en el tiempo, pues tres milenios atrás en este paraje se alzaban pinos, acebuches y encinas, la vida animada del bosque sagrado que se eligió para enterrar, recordar y venerar a los muertos de varios siglos. Y, como el tiempo es también muerte, hoy este lugar sagrado adquiere sólo sentido como coto de caza de conejos, que horadan las frágiles tumbas de tierra destruyéndolas a la vista de todos, y se alzan también gigantescos postes de luz que también profanan el lugar sacro sin que sepamos qué estropicios habrán ocasionado. De momento han dañado al paisaje con sus estructuras metálicas entrelazadas de cables.

Miles de tumbas espera ser excavadas, a revelarnos sus secretos más íntimos, a regocijarnos con sus datos funerarios de hace tres mil años. Hasta ahora se han excavado sólo dos enterramientos, uno es un hipogeo, el que ostenta los símbolos solar y lunar, y el otro un montículo artificial, al que subíamos para divisar el horizonte a la búsqueda de la necrópolis, que cobija más de ochenta individuos incinerados.

El hipogeo se excavó en la roca calcarenita de la sierra sobre una pequeña elevación y, al comienzo, solo mostraba los símbolos del sol y la luna, uno mayor en el centro y dos más pequeños en los extremos de la entrada. Fue una excavación emocionante, por ser la primera tumba que se iba a investigar, por su carácter de hipogeo y por los símbolos que ostentaba como advertencia de un lugar sagrado del mundo de los muertos del que no conocíamos nada en el mediterráneo occidental. Consta de un patio de entrada reducido al que se accedía mediante escalones, una habitación abovedada a la derecha y, al frente, la entrada al espacio funerario también circular, taponado mediante mampuestos trabados con barro. El espacio principal es amplio, techo sostenido por una pilastra y las paredes pintadas con almagra roja -un color sacro y funerario- y hornacinas para ofrendas en las paredes. De su interior se han exhumado restos, desmenuzados, de casi treinta individuos inhumados, con sus ajuares cerámicos rotos, piezas metálicas de bronce y las cuentas de un collar de plata y piedras importadas. Se data en los siglos XVII o XVI a. de C.

El túmulo -segundo enterramiento excavado- es de fecha posterior, del siglo VIII a. de C., y bajo él yace otro espacio funerario circular, de más de trescientos metros cuadrados delimitado por losas, cuyo centro lo ocupa la pira para las incineraciones -un espacio rectangular excavada en la roca protegido en su entorno por muretes bajos de adobes- y más de ochenta tumbas excavadas en la roca a su alrededor, cubiertas de pequeños túmulos de piedras y dispuestas según los rangos sociales de los individuos. Y entre ellas, restos de hogares, numerosas copas partidas a propósito y huesos de animales, como testimonio de los rituales y banquetes funerarios realizados en honor de los muertos, como era habitual. Cada día de excavación era una experiencia irrepetible. Aquí, una tumba con el vaso que contenía los restos de la cremación y los ajuares que les correspondían según su posición social en el grupo -vasos de cerámica, botellitas de alabastro para perfumes, objetos de bronce pertenecientes a fíbulas para los vestidos, broches de cinturón y cuchillos de hierro-, más allá, en los espacios entre los enterramientos, pebeteros para el incienso u otras plantas aromáticas, vasos para contener la bebida -vino, cerveza u otra clase de líquido para ingerir-, numerosas copas ricamente decoradas con motivos geométricos para la bebida. Seis meses duró esta excavación, seis meses de continua expectación, seis meses inolvidables para quienes participaron: arqueólogos, estudiantes, obreros y los habituales que nos acompañaban con frecuencia, todos entusiasmados. Y todos soñando en la próxima campaña que nunca se ha realizado. Esto fue en 1986. Espero que la espera no sea sinónimo del olvido y que el deseo se haga pronto realidad.

Quiero manifestar mi opinión sobre el fin de este asentamiento. Además de lo que se señala  de la destrucción del poblado de Doña Blanca (signos de guerra)  a fines del siglo III a.C., cuando la ciudad se abandonó. Es probable que se deba  causas naturales las que hicieron que no interesase su reconstrucción. Fueron razones de orden físico las que obligaron a Gadir,  posiblemente antes de llegada romana, a trasladar su puerto en la tierra firme desde Doña Blanca (Portus Menesthei) hasta el actual Pto. de Santa Maria (Portus Gaditanus), un lugar abierto al Atlántico, aunque protegido, las islas de Cádiz. Nos referimos a un cambio de la ubicación impuesto seguramente por la colamatación natural de la desembocadura del Guadalete  u otros fenómenos naturales como formación de bancos de arena. En todo caso  no desapareció  la función: El Portus Gaditanus constituyó, al igual que antes Doña Blanca,la continuación de Cádiz en la tierra firme , albergando, como indica Estrabón (Geog. I1I, 5, 3) a muchos gadeiritas, es esta una apreciación de A. Caro Bellido en  su publicación “Gadir y su Entorno”. Recientemente se ha constatado que para acortar distancias con el Portus Gaditanus desde Gades Lucio Cornelio Balbo el Menor  hacia el año 19 a.C.  hizo abrir un canal recto desde la bahía de Cádiz hasta ese puerto las exportaciones con más embarcaciones comerciales.

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