El fenómeno megalítico aparece en diferentes épocas y en distintas regiones de todo el planeta. En Europa occidental, el más temprano, se data generalmente entre los 4.500 y 1.500 años (incluso entre los 5.000 y 1.000) a.J.C., ocupando por tanto grosso modo desde el Neolítico medio hasta finales de la Edad del Bronce. Durante este largo periodo de tiempo grandes bloques de piedra se yerguen por miles en toda Europa, fenómeno cultural que hoy se designa con un nombre prestado del griego (mégas, grande, y lithos, piedra).

El megalitismo tiene una importante presencia en la costa atlántica europea, y de manera espectacular, por su número y por su tamaño, en la región francesa de Bretaña, hasta el punto de que distintos tipos de megalitos se conocen hoy internacionalmente bajo los nombres que los eruditos dieciochescos construyeron a partir de antiguas raíces bretonas (nombres que, por otra parte, no son los que los propios bretones utilizan para sus megalitos). Así, asignamos el nombre de menhires -de men ó maen (piedra) y hir (larga)- a las piedras hincadas verticalmente, bien de manera aislada (lo que en la toponimia latina aparece comúnmente como “petra-ficta”) o formando alineaciones; llamamos dólmenes -de dol ó taol (mesa)- a las estructuras compuestas de dos o más losas verticales que sostienen un “tapa” horizontal; y se dio en llamar cromlech -“lugar en línea curva”- a los círculos de piedras hincadas. A veces, los emplazamientos son un simple amontonamiento de tierra o piedras, lo que se designa con el nombre latino de túmulo.

Otras veces se encuentran combinadas varias de estas estructuras: los dólmenes suelen estar recubiertos por un túmulo, o éste puede estar rodeado por un círculo de piedras, o círculos y túmulos pueden presentar piedras hincadas en su punto más alto, etc. Muchas de estas piedras presentan además grabados y relieves, y frecuentemente oquedades circulares de tamaño variable, desde “bañeras” de más de un metro de diámetro a pequeños receptáculos de algunos centímetros.
Por último, algunos elementos ya existentes en el paisaje, como montículos o rocas naturales, suelen estar integrados en las alineaciones y estructuras de los emplazamientos megalíticos.

En cuanto a su función, se acepta generalmente su intención “religiosa”, y, en el caso de dólmenes y túmulos, su finalidad sepulcral, a pesar de que no siempre han aparecido restos humanos en las excavaciones arqueológicas, o los restos hallados son a veces muy posteriores a la construcción de los monumentos. Es más razonable pensar que, sencillamente, al igual que hoy en día, los enterramientos se hacían junto a los lugares sagrados, y que sus elementos añadidos tenían también como hoy funciones rituales (símbolos, pilas “bautismales” o de agua bendita, etc.).


Los megalitos en la cultura tradicional.

Perpetuando su función como lugares mágicos o sagrados, los menhires aislados suelen estar aprovechados como hitos o “mugas” limitando terrenos. Muchos otros megalitos han llegado hasta nuestros días asociados a fenómenos sobrenaturales: así, por ejemplo, en la toponimia cercana encontramos los dólmenes de la “caseta de las brujas” en Ibirque, o de la “losa mora” en Rodellar, o los monolitos conocidos como “bolos de Sansón” en Aratorés y Castiello de Jaca (1), y cerca de otros muchos megalitos –o directamente sobre ellos- se edificaron ermitas y santuarios, como en el caso del dolmen de Santa Elena en Biescas, los dólmenes de Tella (Sobrarbe), el conjunto de “cromlech” sobre Nª. Sª. de las Fuentes (valle de Ossau), o Nª Sª de Arrako en Belagua, junto a la que subsisten un gran dolmen de corredor y varios “cromlech”.

En la imaginación popular de toda Europa, los megalitos eran también hogares de hadas y duendes -moros-, y escondían “ollas de oro” y tesoros fabulosos, lo que llevó a que muchos de ellos fueran derribados y excavados desde épocas muy tempranas (aún pasó no hace muchos años en un túmulo de Embún). El escritor gallego Andrés Martínez Salazar dio noticia de una Real Cédula de Felipe II, de 1.609, en la que se dio licencia a un tal Pedro Vázquez para abrir “por sí o por su apoderado (…) tomando para el Rey la parte que le perteneciere (…) algunas sepulturas de gentiles en que se entiende hay oro, plata y otras riquezas de mucho valor” (2).

Otra leyenda popular igualmente extendida asegura que ciertos grupos de menhires y círculos de piedras, u otras rocas naturales singulares, son personas o animales petrificados, como resultado de un castigo divino a causa de sus pecados.


Los círculos de piedra megalíticos.

Ciñéndonos concretamente a los círculos de piedras, se localizan también sobre todo en las regiones atlánticas de Europa occidental, pero en zonas algo más localizadas y con distintas tipologías. El grupo más importante, con mayores piedras y más numeroso -en torno a mil- es el de las Islas Británicas, subdividido a su vez entre los de Irlanda y Escocia, por un lado, y Cornualles, Gales e Inglaterra por otro. Otros grupos importantes son los de Bretaña y la costa atlántica francesa, los del Sudoeste de Portugal (Alentejo y Algarbe), y los pequeños círculos de piedras de los Pirineos occidentales. Todos ellos se clasifican erróneamente bajo el nombre de “cromlech”, pero es un término hoy tan arraigado que resulta imposible erradicar (3).

Parece que los grandes círculos de piedras de las Islas Británicas fueron construidos en tres épocas sucesivas, entre los 3.000 y los 1.000 años a.J.C. De entre ellos es universalmente conocido el de Stonehenge, en el Sureste de Inglaterra, cuya complejidad técnica y conceptual nos da algunas claves para despejar la falsa imagen de “pueblos primitivos” que generalmente asociamos a esta época pre-histórica.

El gigantesco “cromlech” de Stonehenge es una compleja estructura situada en el centro de una extensa llanura, rodeado de numerosos túmulos a varios kilómetros de distancia. Su círculo inicial –el exterior- se comenzó a construir en torno al 3.100 a.J.C. con piedras de dolerita azulada traídas desde una distancia de más de 200 km en línea recta, mientras que los dos altos círculos intermedios (el más alto en forma de herradura), popularmente conocidos como “piedras sarsen” (4) fueron construidos, con bloques de gres cercano, en torno al 2.600 a.J.C. Estos dos círculos intermedios estaban compuestos originalmente por 40 monolitos de entre 4,5 m y 7 m de altura que sustentaban 35 dinteles perfectamente nivelados, a pesar de la suave inclinación del terreno. Los dinteles son además, en planta, secciones de circunferencia, y están encajados entre sí, como las piezas de un puzzle, y a los monolitos verticales con uniones de semicircunferencia (fig. 5).

En cuanto a su trazado, toda la estructura está alineada con hitos astronómicos: el eje central está orientado hacia la salida del Sol en el solsticio de verano, mientras que el círculo más externo señalaba posiciones extremas de la Luna, en el que cuatro piedras más altas delimitaban otro rectángulo que, entre otras cosas, permitía prever salidas y puestas del Sol y de la Luna en cuatro festividades importantes (5).


El descubrimiento de la astronomía megalítica.

Habiendo publicado ya en 1.869 el alemán Heinrich Nissen una obra pionera sobre consideraciones astronómicas en los templos, H. de Cleuziou sugirió en 1.874 que los alineamientos de Carnac en Bretaña estaban orientados según las direcciones del ciclo solar -los solsticios y los equinoccios- y Félix Gaillard publicó al respecto “La Astronomía Prehistórica” en 1.897. René Merlet retomó y mejoró esta teoría, encontrando numerosas alineaciones solares en los megalitos bretones. En 1.961, G. Charrière descubrió que ciertas alineaciones que en principio resultaban incoherentes tenían relación con el ciclo lunar, encontrando también las primeras conexiones entre la astronomía y la geometría utilizada para trazar los emplazamientos megalíticos.

En Gran Bretaña, Sir Norman Lockyer publicó sus consideraciones astronómicas sobre los templos egipcios en 1.894 y sobre Stonehenge y otros megalitos británicos en 1.906. En 1.963, C.A. Newham descubrió en Stonehenge los vínculos entre astronomía solar y lunar, y en 1.965 el profesor de astronomía norteamericano G. Hawkins publicó su “Stonehenge descodificado” que se convirtió pronto en un best-seller, a pesar de ser duramente criticado desde la arqueología convencional. Estaba naciendo la “arqueoastronomía”, una nueva disciplina que aún hoy se encuentra en sus comienzos.

Especialmente interesante es el trabajo del escocés Alexander Thom (1.894 -1.985), graduado en ingeniería en Glasgow en 1.915 y catedrático en Oxford desde 1.945 hasta su jubilación en 1.961, cuando pudo dedicar toda su atención a los estudios megalíticos, que eran su verdadera pasión, y sobre los que publicó hasta el final de su vida incontables colaboraciones en diferentes revistas, unos cincuenta artículos y cuatro libros. En 1.938 había comenzado ya a realizar planos detallados de emplazamientos megalíticos (labor en la que más tarde le acompañaría su hijo Archie), en 1.955 publicó sus primeras conclusiones estadísticas para Gran Bretaña, y en 1.970 comenzó a estudiar también los megalitos más importantes de la Bretaña francesa.

Thom llegó a importantes conclusiones, muy contestadas -cómo no- por la arqueología convencional: pudo constatar que la posición de los megalitos en el paisaje señalaban movimientos de los distintos cuerpos celestes, pero sobre todo de la Luna; que los círculos de piedras raramente eran verdaderamente circulares, sino que sus trazados revelaban una insospechada complejidad de conocimientos matemáticos y geométricos, con varios arquetipos básicos y subtipos, que también catalogó; y que todas sus dimensiones respondían a una unidad de medida concreta (2 pies y 9 pulgadas, ó 84,72 cm), unidad que él bautizó como “yarda megalítica”.

En 1.981, Michael Hoskins, de la Universidad de Cambridge, director del “Journal for the History of Astronomy” (donde también colaboró Thom) tuvo la idea de organizar en Oxford una reunión de astrónomos y arqueólogos, con tal éxito que desde entonces se han ido celebrando cada tres años las “Conferencias Oxford” sobre Astronomía y Cultura en distintos lugares de todo el mundo (en 1.999 lo fue en Tenerife), siendo hoy la referencia más prestigiosa de esta nueva rama interdisciplinar de la ciencia.





Notas y bibliografía:

(1) El “bolo de Sansón” en Aratorés, que tiene además un pequeño receptáculo en su vértice, era aún lugar de culto en la primera mitad del sigo XX.

(2) Andrés Martínez Salazar “Sobre apertura de mamoas a principios del siglo XVII”, Boletín de la Real Academia Gallega, tomo III, nº 25-36, 1.909. Recogido después en su recopilación “Algunos temas gallegos” volumen II, publicado por la misma Academia, La Coruña, 1.981.

(3) Jacques Briard, “Les cercles de pierres préhistoriques en Europe”, éd. Errance, Paris, 2000. Según varios autores, “cromlech” fue en origen un término galo para designar dólmenes. Ante su popularización (incluso se ha adoptado en portugués dando la forma “cromeleque”) la mayoría de los autores actuales, estando en desacuerdo, optan por utilizarlo entre comillas. Sobre los círculos de las Islas Británicas, de manera genérica: “Circles of Stone. The prehistoric Rings of Britain and Ireland”, Max Milligan y Aubrey Burl, The Harvill Press, Londres, 1.999.

(4) “Sarsen” es una corrupción del término medieval “sarecen”, “sarraceno”, en cuanto que sinónimo de “pagano”. Ver por ejemplo: http://www.etymonline.com o http://www.wikimirror.com/Sarsen

(5) Sobre el conjunto de Stonehenge es muy clarificador el librito de Robin Heath “Stonehenge. La astronomía en la prehistoria”, publicado en español por la editorial Oniro, Barcelona, 2.004.



Á. d l T.

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