(Publicado originalmente en Ciencia Histórica)

Hoy reunimos en un comentario dos temas que me apasionan: los romanos y la comida. Los primeros se han ganado su lugar en la historia por cortesía del gran poder político y militar alcanzado y por el legado cultural del que el mundo aún disfruta. Añado la comida porque siempre es una buena receta para reunir a los lectores, y porque aquel pueblo de la antigüedad dedicó muchos de sus esfuerzos y recursos para lograr que su gastronomía nos haya llegado de la mano de una de sus más famosas celebraciones, las bacanales.

Bacanal

Entendamos por “Bacanalia” las fiestas dedicadas al dios Baco en las que se comía y bebía sin medida en la antigua Roma y que tenían su origen en las “Dionisiacas” griegas. Vaya por delante que en este artículo me limitaré al ámbito de la comida y dejaremos las también célebres prácticas de “entretenimiento” de las que los romanos solían disfrutar después de un buen banquete, pues no quiero enfrentarme a las madres de mis alumnos más jóvenes en combates dialécticos, de los que seguro saldré perdiendo.

Las primeras bacanales tuvieron lugar alrededor del año 200 a.C. y estaban limitadas a las mujeres, que celebraban sus fiestas entre el 16 y el 17 de marzo de cada año en la arboleda de Simila, cercana al Monte Aventino. Poco a poco permitieron la participación de los hombres y se aumentó su asiduidad, llegando a hasta cinco juergas por mes. El problema fue que en dichas funciones, además de ser fuente de incontables escándalos, sus participantes aprovechaban para tramar conspiraciones en contra del gobierno y oficiales del estado, por lo que fueron prohibidas en el año 186 a.C. No me costará mucho convenceros que a aquellos ancestros de los italianos los costó mucho desobedecer la ley, y siguieron organizando bacanales hasta bien entrado el imperio. Ahora bien, olvidémonos de políticas y pasemos al tema del menú.

Como bien sabrán la mayoría de los lectores, muchos de los ingredientes que actualmente conforman el recetario europeo no se conocían hace dos mil años y tuvieron que esperar a que el signore Colón nos las trajera de América, pero eso no evitaba que los romanos contaran con una amplia variedad de plantas y animales traídos de todos los confines del imperio para elaborar sus platos en mezclas, de lo más exótico para la mayoría de nosotros. En un libro que conservo desde la infancia, aparece un menú del famoso libro de recetas de Marcus Gavius Apicius que, aunque seguramente escrito en el siglo IV o V, refleja verazmente la cultura gastronómica de todas las épocas romanas:

 

 

Aperitivos

Medusas y huevos

Ubres de cerda rellenas de erizos de mar salados

Cazuela de sesos cocidos con leche y huevos

Hongos de árbol hervidos, en salsa de grasa de pescado y pimienta

Erizos de mar con especias, miel, aceite y salsa de huevos.

Servicio Principal

Corzo asado con salsa de cebolla, ruda, dátiles de Jericó, pasas, aceite y miel

Avestruz hervida con salsa dulce

Tórtola hervida en sus plumas

Loro asado

Marmota rellena de cerdo y piñones

Jamón hervido con higos y laurel, frotado con miel y asado en masa de harina

Flamenco hervido con dátiles

Postre

Fricasé de rosas con masa para pasteles

Dátiles deshuesados rellenos de nueces y piñones, fritos en miel

Pasteles calientes africanos de vino, con miel.

Extravagante, diréis algunos, asqueroso, otros.  A mí me llama la atención la ausencia del aceite de oliva…

Si os fijáis bien, en uno de los aperitivos podemos leer que se utiliza “salsa de grasa de pescado y pimienta”. Esta era la conocida Garum, que por sus ingredientes y particular método de elaboración merece un apartado (por favor no leáis esto antes de comer, que no respondo). El origen del nombre de este condimento está en el pez garo, o garón, ya conocido y consumido por los griegos.

Se mezclaban los intestinos y los restos viscerales de este y otros peces como el atún, el esturión y la morena, y se dejaban en una vasija de barro a fermentar, de preferencia en un lugar cálido, para propiciar aún más su descomposición. Pasadas un par de semanas, la pasta remanente estaba lista y se mezclaba con agua, vinagre, pimienta, sangre y aceite, entre otros, y se añadía a los platillos más suculentos para darle un toque salado. Todo un Delicatessen.

Probablemente para quitarse el sabor tan peculiar del Garum,  aunque no necesariamente, en las mesas romanas no faltaba el vino, normalmente rebajado con agua y endulzado con miel, pero que bebían en tal cantidad que la sobremesa se animaba entre músicos y bailarinas hasta terminar en prácticas que, como decía anteriormente, me abstengo de listar en público.

Como veis, los romanos se lo pasaban bien, al menos los ricos pues el pueblo llano difícilmente tenía acceso a tan codiciados ingredientes y tenían que conformarse con alimentos más prosaicos como el pan, el queso, pescado y alguna que otra verdura, más o menos lo mismo que sucede en nuestra sociedad. Para sus descendientes modernos, puede que los menús de las bacanales nos parezcan extraños y muy alejados de los manjares del siglo XXI, pero no quita que algún lector se anime a preparar alguna de estas deliciosas y bien documentadas recetas. Si lo hace, que no se olvide de invitarme.

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