(Publicado originalmente en Ciencia Histórica) 

(“Enrólate en la Legión, viaja a lugares lejanos, conoce pueblos exóticos e interesantes, y descuartízalos.”)

La inscripción de arriba no es más que el fruto de la imaginación de un historiador (Philip Matyszak, “Legionario, El Manual del Soldado Romano”, Ed. Akal) en su afán de darnos a entender la esencia de la maquinaria de guerra romana, las legiones. No obstante, aunque sea ficticio, el cartel bien podría adornar el pórtico de una oficina de reclutamiento durante el imperio pues, si por algo se distinguían los soldados romanos, era por el gusto con el que derramaban sangre.

No es mi intención soltar la bilis sobre los pobres legionarios ya que, en primer lugar, ellos no tomaban las decisiones y, en segundo, mucha de la sangre que abonó los campos de Europa, Asia y África era la propia. Con este artículo sólo pretendo dar a conocer al lector interesado la historia y algunos detalles de los hombres y las máquinas que componían esta poderosa arma de guerra, de una manera resumida, por supuesto. Y al toro por los cuernos.

El origen del ejército romano se retrae a la fundación de la futura capital del mundo por Rómulo y Remo, en el año 726 a.C. Apenas una aldea de construcciones de barro sobre el Monte Palatino, su ciudad llegaría algún día a controlar varios millones de kilómetros cuadrados, y a establecer una hegemonía política, social y cultural inigualable en la historia del mundo. Pero antes de ver cumplidas sus ambiciones imperiales, había que defenderse de los vecinos.

Las primeras tropas estaban compuestas exclusivamente por nobles, los únicos capaces de pagarse las armas y el sustento durante la batalla, y los más motivados a defender la ciudad. Los primeros siglos de la historia de Roma y sus ejércitos no registraron más que victoria y expansión, alimentando el de por si alto sentido del destino que tenían sus habitantes. No fue sino hasta el año 390 a.C., cuando tribus galas invadieron la península itálica y barrieron con todo, que los romanos tomaron nota y las legiones se constituyeron en un ejército permanente. Ya no se trataba de una milicia ciudadana reclutada entre agricultores y artesanos para campañas específicas, sino de un ente profesional formado por huestes que firmaban contratos de 25 años (aunque pocos lograban ver el final de dicho periodo), y que vivían por y para la vida militar. En el año 105 a.C., el Cónsul Mario llevó a cabo una reforma en la que profesionalizó aún más las legiones, permitiendo la entrada en el ejército de los proletarii, los más pobres, que ahora encontraban una forma de vida, y de muerte, más digna. Aún así, los nobles seguían acaparando el cuerpo de oficiales, eran mejor tratados, mejor pagados y con más posibilidades de tener una vida más allá de los 40.

Para ilustrar más fácilmente la estructura y fuerza de las legiones, permitidme que haga uso una vez más de un fragmento de mi libro “Yo, Átomo” (y no lo hago tanto para promocionarme como para ahorrarme algo de trabajo, lo siento, pero es domingo), donde se narra un episodio de La Guerra de las Galias.

“La visión de una legión romana marchando en columna era un espectáculo digno de verse, al menos si no eras tú el que sufría su furia, en cuyo caso el efecto causado no era precisamente uno de admiración sino más bien de una combinación de respeto y temor.
Cuando el ejército avanzaba, tenía un orden establecido. Había dos ordo agminii u órdenes de marcha dependiendo de si el ejército transitaba por un territorio enemigo en el que se esperaba un ataque o por tierras pacíficas. La tropa la encabezaba una punta de infantería formada por los velites, tropas auxiliares de cierta experiencia en combate y los legionarios. Luego venía la caballería, que luchaba adjunta a los soldados de a pié como refuerzos en lugar de ser una unidad autónoma. Hasta la reforma en los tiempos de Mario, los romanos habían prestado poca atención a esta fuerza de ataque, sin duda tuvo algo que ver la poca prestancia de los romanos por la monta. La guerra contra los galos, expertos jinetes, provocó un cambio de actitud en el César que pronto los incluyó en las legiones como mercenarios.

Después de la caballería marchaba otra sección de infantería, frecuentemente las dos primeras cohortes (dos centurias formaban un manípulo; tres manípulos hacían una cohorte y diez cohortes una legión, para un total de 6.000 hombres, aunque muy a menudo las centurias no estaban completas y, especialmente en tiempos de César, las legiones nunca lo estaban pues no se acostumbraba reemplazar las bajas) que, además de su calidad militar, su importancia estribaba en ser las custodias de la signa, el estandarte en forma de águila que representaba no sólo el honor de la legión, sino el poder y gloria de Roma.

Una vez descrito la estructura de las legiones, veamos ahora el armamento a disposición de los legionarios.

En primer lugar tenemos el pilum, una jabalina de mango de madera de 2 metros de largo y poco más de un kilo de peso con punta de hierro fabricada con un procedimiento especial de manera que se doblara al impacto, para que no fuese devuelta por el enemigo. Cada legionario cargaba con dos pilii aunque antes de una batalla podría recibir alguno adicional. El segundo arma de ataque se denominaba gladius, una espada de medio metro y con doble filo copiada de los hispanos. No todos las llevan pues algunos tienen la también española falcata, famosa por su forma que permitía al portador causar heridas de enorme gravedad sin quedarse atascada en las entrañas de la víctima, y no sabéis que tan importante es eso cuando estás rodeado de enemigos a punto de mandarte derechito al Hades.

Falcata Ibérica

Para protegerse, la mayoría de los legionarios llevaban encima de la túnica una cota de mallas hecha de eslabones de cadenas entrelazados, protección que seguiría usándose hasta la era medieval. Unos pocos llevaban una moderna coraza hecha de placas de hierro sobrepuestas que recordaban el caparazón de un armadillo, la lorica segmentata, pero este tipo de coraza no se había popularizado todavía. Luego viene el scutum que, con su clásica forma semi-tubular, no estaba hecho de una sola pieza, sino que se interponían tiras horizontales y verticales, normalmente de chopo o encino, hasta conseguir un escudo de gran resistencia pero con un peso lo suficientemente ligero para facilitar las maniobras y el transporte. Para terminar, el casco también distinguía a un legionario de otros soldados de la antigüedad, especialmente por sus alas laterales para proteger los carrizos, y la trasera, como resguardo contra los golpes en el cuello. Hecho de bronce, el casco en la época de la que hablamos fue el primero en llevar protecciones para las orejas y un aro especial que canalizaba el agua hacia los lados, una gran ayuda cuando se peleaba bajo la lluvia. Algunos cascos de ejércitos modernos utilizan todavía estas mejoras, por algo será.”

Como podéis ver, las legiones estaban eficientemente organizadas y equipadas para llevar su cometido, que no era otro que vencer y conquistar al enemigo. Y eso es lo que hicieron.

Nuevamente la época de Julio César nos permite examinar la eficacia de las legiones durante su campaña en las Galias. En ocho años, del 58 al 50 a.C., más de un millón de seres humanos perdieron la vida, en su mayoría civiles. En muchas instancias se destruyeron ciudades enteras, Avaricum, Bibracte, o pueblos, nervios, vénetos y tréveros, fueron aniquilados casi al completo, incluidos mujeres y niños por no haberse rendido incondicionalmente al César. En tiempos modernos estaríamos hablando de genocidio y crímenes contra la humanidad, aunque soy consciente de que no podemos juzgar a nuestros ancestros bajo conceptos que no existían en esa época.

Consideraciones históricas aparte, es comprensible el amor de los romanos por la guerra si hasta uno de sus más ilustres poetas, Virgilio, les animó a seguir el camino de la sangre: “Recuerda romano, es tu deber dominar naciones, domar al orgulloso, por la fuerza de la guerra.”

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