Foto: Alejandro ante Amón, Templo de Luxor.

Maniobra política o interés personal. La leyenda acompaña al conquistador en su misteriosa parada en el oasis egipcio de Siwa.

Vía: Pilar Rubio Remiro | El País.com, 16 de agosto de 2008

Del templo del oráculo de Amón, en el oasis de Siwa, sólo quedan hoy escuálidos muros. Fue, como Delfos o Mileto, uno de los lugares más famosos de la antigüedad. Un lugar de peregrinaje anclado en un desierto feroz. El tiempo pasa y hoy se puede llegar a él en autobús de línea, pero antaño este viaje era arduo y penoso. ¿Por qué Alejandro Magno hizo un extraño alto en su camino a Asia y quiso ir a consultarlo arriesgando una vez más su vida?

Nunca habló de sus razones. No confesó ni sus preguntas ni las respuestas, razón por la cual este viaje misterioso inspira siempre en sus biografías un surtido ramillete de hipótesis. La principal tiene que ver con la soberbia. Parece probado que Alejandro deseaba dar por cierto su origen divino. Quería saber, entre otras cosas, si era hijo de Zeus, la deidad que se manifestaba en este oráculo del remoto desierto líbico con el nombre de Amón. El rey macedonio sigue desplegando ante nosotros una fascinación intacta, como lo prueba la cantidad de títulos sobre él que se encuentran ahora en las librerías. Quizá sea por la belleza de un espíritu en la infatigable exploración de sus límites.


Foto: Alejandro representado en una moneda con los cuernos del dios Amón.

Su periplo comienza en Menfis en el 331 antes de Cristo, donde fue coronado faraón. Menfis hoy no tiene nada que ver con el esplendor que conoció Alejandro en el lugar en el que habían residido los faraones durante mil años. El país en ese momento se encontraba bajo dominio persa. Desde allí navegó hacia el norte por el Nilo y, explorando su delta occidental, dio con una bahía natural encajada entre el lago Mareotis y el mar, uno de esos lugares donde a uno le apetece levantar su propia ciudad, "un ombligo en medio del mundo civilizado".

La ciudad fundada por Alejandro presenta hoy una epidermis costrosa, pero no tan tupida como para ocultar el encanto y el refinamiento que tuvo hasta los años cincuenta del siglo XX. Aun así hace falta imaginación para reconocer los lugares míticos y el aspecto rutilante de la Alejandría modernista que vivieron el poeta de la ciudad, el griego Constantin Cavafis, y los escritores E. M. Forster y Lawrence Durrell.

Si se carece de imaginación, si nunca se ha leído el bellísimo poema Ítaca de Cavafis ("Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias..."), si no hemos tenido la oportunidad de mirar la ciudad con los ojos de Darley, Justine, Baltasar, Clea, Mountoulive, Nessim..., los personajes del Cuarteto de Alejandría, de Durrell, mejor será dedicarle unos minutos a la exposición de fotografías, grabados y dibujos sobre la antigua ciudad que, de manera permanente, se exhibe en el primer piso de ese hermosísimo y transparente edificio que es la nueva Biblioteca. Así se puede comprender aquello que dijo Durrell sobre Cavafis: "Las personas son el resultado de su paisaje". Pero los peregrinos literarios se encontrarán el piso de techos altos donde vivió Cavafis con apenas media docena de muebles originales, el café Pastroudis cerrado, el hotel Cecil en la Corniche afeado por una reforma vulgar y el restaurante Trianón como un fósil carcomido en el mismo edificio donde unos pisos más arriba trabajó el funcionario del Servicio de Riegos, el ciudadano Constantin Cavafis. Del palacio donde Cleopatra y Marco Antonio sellaron su tórrido romance, mejor no hablamos. Ahora los arqueólogos andan atareados rescatando algunas de sus piedras del fondo de la bahía.

Ciudad cosmopolita

Durante muchos siglos, Alejandría fue, con exactitud, la ciudad cosmopolita y culta con la que soñó su fundador. Y eso que no la conoció. Alejandro la dejó en manos del constructor Cleómenes y partió hacia el oeste por la costa hasta la ciudad de Paretonio. Hoy es la moderna Marsha Matrub, final de etapa costera en esa interminable procesión de apartamentos playeros que la une desde que abandonamos Alejandría.

En Paretonio se pertrechó Alejandro y su pequeño séquito para descender hacia el sur por el desierto hasta el legendario oasis de Siwa. Siglos después, el camino es el mismo. Y también el viento persistente y cegador, junto a ese extraño delirio que provoca el contemplar el desierto cubierto por una capa de fresca nata blanca que deposita la cal de yeso.


Foto: Oasis de Siwa

Después de esta travesía, a Siwa se llega con la misma impaciencia con la que entró Alejandro en su fortaleza amurallada, pero también con la boca abierta. La belleza de las ruinas carcomidas de la antigua ciudadela de Shali parecen más bien obra de un escenógrafo posmoderno antes que del destrozo que en sus muros de adobe y kershef (un falso alabastro hecho de piedra y arcillas) dejaron las torrenciales lluvias de 1926. Siwa es la imagen de la ensoñación de todo oasis: abundantes y verdes palmerales, huertos y un cinturón de agua azul coronando un milagro de vida en el autismo solitario con el que se expresa el desierto. Aquí no podían entrar los extranjeros hasta hace unas pocas décadas. Ahora sí. El turismo ya es economía necesaria y ha esparcido pequeños hoteles y restaurantes respetuosos con la estética del lugar.

En su vuelta a Menfis, Alejandro descansó en el oasis de Bahariya, donde sobreviven las ruinas de su palacio-templo, que aún contienen un desvaído sello en piedra con su retrato. Siwa, como Bahariya y la propia Alejandría, fueron lugares de transición entre el Egipto de los faraones y el mundo greco-latino. Están cuajadas de necrópolis que atestiguan en sus pinturas y representaciones simbólicas esta mixtura entre culturas, pero Bahariya cuenta además con una misteriosa extensión de tres kilómetros cuadrados llenos de momias por descubrir (se sabe la ubicación de 350, pero podría haber en total unas 10.000) y que corresponden al periodo final. Un pequeño hangar a modo de museo expone algunas de ellas.

Éste es más o menos el perímetro donde arqueólogos, curiosos, aficionados y hasta videntes han tratado de encontrar la momia más buscada del mundo: la de Alejandro Magno. No está, como dijo en 1995 la arqueóloga Liana Souvaltzis, en la necrópolis de Maraqui, cerca de Siwa; las informaciones más fidedignas las tiene el arqueólogo francés Jean Yves Empereur, que desde hace veinte años dirige las excavaciones al oeste de la bahía de Alejandría. Cualquier día nos da una sorpresa.



Ítaca

Cuando te encuentres de camino a Ítaca,
desea que sea largo el camino,
lleno de aventuras, lleno de conocimientos.
A los Lestrigones y a los Cíclopes,
al enojado Poseidón no temas,
tales en tu camino nunca encontrarás,
si mantienes tu pensamiento elevado, y selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo tienta.
A los Lestrigones y a los Cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si tu alma no los coloca ante ti.

Desea que sea largo el camino.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que con qué alegría, con qué gozo
arribes a puertos nunca antes vistos,
deténte en los emporios fenicios,
y adquiere mercancías preciosas,
nácares y corales, ámbar y ébano,
y perfumes sensuales de todo tipo,
cuántos más perfumes sensuales puedas,
ve a ciudades de Egipto, a muchas,
aprende y aprende de los instruidos.

Ten siempre en tu mente a Ítaca.
La llegada allí es tu destino.
Pero no apresures tu viaje en absoluto.
Mejor que dure muchos años,
y ya anciano recales en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.

Ítaca te dio el bello viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene más que darte.

Y si pobre la encuentras, Ítaca no te engañó.
Así sabio como te hiciste, con tanta experiencia,
comprenderás ya qué significan las Ítacas.


Constantino Petrou Cavafis
Alejandría, Egipto; 29 de abril de 1863 – 29 de abril de 1933

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