Recreación de Tenochtitlan

Karina Moreno / Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH)


Primera Parte

Cuando la mirada de los dioses se posaba sobre ellos y los señalaba como los elegidos, retumbaban los tambores y el sonido de los caracoles se liberaba hacia los cielos, indicando el inicio del ritual para solicitar lluvias prominentes que aseguraran prósperas cosechas y saciedad en época de hambruna, o quizá para pedir fuerza y agilidad para enfrentar las batallas venideras y salir de ellas victoriosos…

Cuando la guerra, la sequía o el hambre asechaban, entonces los mexicas ofrecían un regalo tan querido, un presente tan puro y preciado, que sus dioses no podrían negarse a prestarles sus favores…

Cuando los cielos se secaban y la sangre mexica se derramaba en batalla, entonces y sólo entonces se ofrecía el regalo ideal y sacrificio del pueblo: la sangre de niños dedicada a los dioses de la lluvia y la guerra, Tláloc y Huitzilopochtli, en busca de su venia para un bien mayor: frenar el llanto y la angustia de una civilización que en ocasiones padecía hambre y guerras, la mexica.

Almas por agua. Sacrificios infantiles ofrendados a Tláloc

El Atlcahualo o Xiuhpohualli, primer mes del calendario anual de los mexicas, era el tiempo elegido por esta antigua civilización para iniciar las ceremonias de petición de lluvias, fertilidad de la tierra y renovación de las plantas, la cual culminaba en el cuarto mes, llamado en lengua náhuatl, Huey Tozoztle —que equivaldría de marzo a mayo del calendario gregoriano— fecha en que finalmente las lluvias caían sobre los campos agrícolas como respuesta favorable del dios Tláloc a las necesidades del pueblo mexica en gratitud a sus presentes, según comenta en sus crónicas fray Bernardino de Sahagún, así como se puede ver en las representaciones del Códice Borbónico.

Documentos históricos escritos por cronistas del siglo XVI como Diego de Durán, el ya mencionado Bernardino de Sahagún, y Toribio de Benavente“Motolinía”, refieren algunas de los rituales que la cultura mexica realizaba (pues había una gran polisemia de ellos), como aquellos que contemplaban sacrificios de niños ofrendados al dios de la lluvia, Tláloc, y a sus ayudantes llamados tlaloques —palabra náhuatl que significa ministros pequeños de cuerpo— para congratularse con ellos y aplacar sus fuerzas destructoras que desencadenaban inundaciones o prolongadas sequías, como aquella que los afligió de 1450 a 1454, o para solicitarles sus favores en favor de las buenas cosechas de cada año.

Para tal efecto, dicen las fuentes, los mexicas ofrendaban niños capturados en diversas guerras, comprados en el mercado de Tlatelolco o donados por sus propios padres, quienes obtenían un ascenso social al desprenderse de sus hijos, que eran “lo más querido” para ellos, a favor de un bien para la comunidad.


Según Juan Alberto Román Berelleza, antropólogo físico del Museo de Templo Mayor adscrito al Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), la ofrenda 48, encontrada en 1980 por el arqueólogo Francisco Hinojosa en la esquina noroeste de la fachada principal del Templo Mayor de la antigua Tenochtitlan, confirma lo que las fuentes históricas del siglo XVI mencionaban respecto a las ofrendas funerarias con infantes sacrificados.  

Dicha ofrenda, cuya antigüedad corresponde a la etapa constructiva IVB de Templo Mayor (1469-1481) bajo el gobierno del tlatoani Axayácatl, estaba integrada por 11 vasijas de piedra con la efigie del dios Tláloc, debajo de las cuales se hallaron astillas de madera, pigmento azul y restos de calabaza diseminados por toda la ofrenda, dos fragmentos de concha con forma de estrella y gota, un caracol, huesos de ave, dos discos de turquesa de 27 y 34 centímetros de diámetro a manera de chimallis (escudos de guerra) —conformados por un borde de caparazón de tortuga y dentro de éste cinco círculos concéntricos—, una gran cantidad de cuentas verdes que integraban pulseras y collares, y diversas navajas de obsidiana negra; así como los restos óseos de 42 niños que al morir tenían entre 2 y 8 años de edad, los cuales fueron vestidos como tlaloques, a manera de ixiptla o representaciones vivas de los dioses, pues se encontraron restos de textiles que lo sugieren.  

“Esta ofrenda fue encontrada dentro de una caja construida con sillares de cantera rosa que se hallaba en el centro de la esquina noroeste del lado al adoratorio a Tláloc. Al momento de hallarla, nos percatamos que no estaba intacta, pues sufrió saqueo quizá en la época colonial o durante las construcciones hechas en el Centro Histórico a principios del siglo XX”, declaró el antropólogo del INAH.

El especialista comentó que dicho ritual era normado y controlado por el Estado, pues era un acto religioso y social que se realizaba en busca de un bien muy preciado y vital: el agua, la cual era otorgada por el dios Tláloc, por lo que la sociedad tenían que hacer llegar el mensaje a la deidad ofreciéndole en sacrificio a los seres más queridos por la comunidad: los niños, los cuales se consideraban puros, que no estaban corrompidos por la mentira, el engaño, el sexo, la traición y otros tantos deseos humanos.

Según se establece en las fuentes históricas, los antiguos mexicas tenían diversas prácticas para ejecutar los sacrificios humanos, entre ellos: extracción de corazón, ahogamiento, inanición por abandono en cuevas y degollación. En lo que respecta a los niños ofrendados a Tláloc, que en su mayoría eran de sexo masculino, su muerte fue por degollación, es decir, se les cortó la yugular para recolectar la sangre y, en medio de música y danzas, ofrendarla al dios.
    
“No todos los individuos podían tener el honor de ser sacrificados para Tláloc, sólo aquellos que cumplían con ciertas características, entre ellas: ser niños varones para que tuvieran similitud con los tlaloques —que representan elementos hidrometeorológicos como granizo, trueno, huracán, viento, rayo— ayudantes de la deidad de la lluvia y la fertilidad, que tenían cuerpos pequeños y masculinos. Además, debían ser infantes con enfermedades y que lloraran en demasía, ya que el sacrificio, además de constituir una ofrenda, era una actividad de saneamiento de individuos, mientras que las lágrimas eran buen augurio sobre la abundancia de lluvias”, explicó Juan Alberto Román.

Según indicó el antropólogo, la deidad de la lluvia provocaba algunos tipos de patologías así como su curación, y quienes padecieran esto se decía que “habían sido señalados por el dios para ser entregados en su honor”.

Entre las anteriores destacan abscesos, coloración amarillenta y azulada en dentaduras y caries con alto grado de afectación, que a su vez provocaban procesos infecciosos muy dolorosos en otras partes del cuerpo como garganta y nariz (rinofaringitis), oídos (otitis), cerebro (meningitis) y en las membranas que recubren el hueso de la tibia (periostitis); así como desencadenamiento de problemas pulmonares o fuertes diarreas que derivaban en deshidratación aguda.

“Los 42 restos óseos encontrados en 1980, y que actualmente se resguardan en el laboratorio de Antropología Física del Museo de Templo Mayor, presentaron dichas enfermedades, así como carencia en los niveles nutrimentales que se reflejaron en la porosidad, que un 50% de individuos presentaron en cráneo y en el techo de los huesos de las órbitas, llamada hiperostosis porótica y criba orbitaria, ambas como consecuencia de falta de hierro en los infantes”, señaló Román Berelleza.  

“El hallazgo fue de gran relevancia, pues por primera vez nos permitió corroborara con elementos arqueológicos lo mencionado por las fuentes documentales sobre sacrificios masivos en momentos de gran crisis social o natural y nos permitió ahondar mucho más sobre la vida ritual y religiosa de los mexicas”, añadió.

 

Segunda Parte

 

El niño ofrendado a Huitzilopochtli


Según se sabe por fuentes históricas, había también relación entre los infantes y la guerra; de hecho, cuando se avecinaba algún enfrentamiento, antiguas civilizaciones sacrificaban niños para dar buen augurio y asegurar el triunfo de la batalla. Por primera vez en 2005 se obtuvo el primer antecedente físico que corroborara lo anterior dentro de la cultura mexica: un niño sacrificado en honor al dios de la guerra, Huitzilopochtli.

Los restos óseos del infante formaban parte del contexto funerario de la Ofrenda 111, localizada durante la sexta temporada de excavación, dirigida por el arqueólogo Leonardo López Luján, en la esquina sureste del Templo Mayor asociado al adoratorio de Huitzilopochtli. Su antigüedad corresponde a la etapa constructiva IV A (1440-1469) en que gobernaba el tlatoani Moctezuma Ilhuicamina.

“La osamenta la hallamos cubierta de arcilla compacta —que permitió su conservación por lo que estaba completa— colocada directamente en el relleno constructivo que cubría el templo, es decir, en la ampliación del edificio. El esqueleto se encontraba boca arriba sobre una capa de arena con la cabeza recargada sobre la escalinata, el brazo izquierdo sobre su abdomen, el derecho extendido hacia el noroeste y las piernas flexionadas rotadas hacia afuera”, mencionó la arqueóloga Ximena Chávez, quien realizó las labores de registro del depósito.

La especialista indicó que el niño se halló ricamente ataviado con ajorcas de cascabeles y caracoles en los tobillos, un pectoral de madera sobre el pecho, restos de lo que quizá era una rodela, una navajilla prismática, y silbatos de cerámica colocados alrededor; elementos asociados a la guerra y a la actividad ritual, lo cual les permitió relacionarlo con el dios Huitzilopochtli.

“Además, Norma Valentín, bióloga del INAH, identificó como parte del atavío, restos óseos de alas de gavilán en los huesitos de las extremidades superiores del niño, lo cual nos hace pensar que portaba sobre la espalda una piel de esta ave, mismo que se relaciona directamente con el dios de la guerra, pues iconográficamente se le muestra portando alas de un ave rapaz”, explicó la arqueóloga.

Ximena Chávez dijo que –según la hipótesis del arqueólogo López Luján–, el pequeño fue ofrendado a manera de ixiptla o personificador del dios, actividad común entre los mexicas, que consistía en retirarles a los individuos sus cualidades mortales y convertirlos en recipientes de las deidades y de sus cualidades divinas, pues el infante estaba totalmente ataviado como guerrero.
    
“La otra posibilidad —añadió—, es que hubiera sido sacrificado durante la celebración dedicada a Huitzilopochtli conocida como Panquetzaliztli, en la que los mexicas remembraban el mito del nacimiento del dios a través de danzas y diversos sacrificios, entre los que posiblemente pueda estar incluido éste”.

Mediante los análisis antropológicos realizados en 2006 se determinó que el niño tenía aproximadamente 6 años de edad y ningún tipo de enfermedad al morir. A través de análisis de ADN fue imposible establecer el sexo del infante, pero a juzgar por los atavíos, los especialistas consideran que se trate de un varón sacrificado por medio de la extracción de corazón, tal como lo demostraron las fracturas  y huellas de corte encontradas en el interior de la cavidad toráxica.
 
Asimismo, a través de los estudios genéticos y de fluorosis, dirigidos por las arqueólogas Diana Bustos Ríos y Ximena Chávez, se estableció que el niño presentaba coloración amarillenta en los dientes, producto del consumo de agua con flúor por parte de su madre en la etapa de gestación, lo cual sugirió a la especialista que tanto la madre como el infante fueran foráneos, quizá del norte del país o de los estados de Guanajuato, Hidalgo, San  Luis Potosí o Zacatecas, donde el líquido presenta esas características.

Máscaras que reflejan realidades antiguas

Una vez sacrificados algunos individuos, sus rostros eran descarnados, se les cortaba la parte posterior de sus cráneos y con el frente los sacerdotes mexicas hacían efigies que en comparación con los elementos pictóricos de códices del Grupo Borgia, se cree son representación de Mictlantecuhtli, dios de la muerte.

Los especialistas del INAH consideran que estas efigies, también conocidas como máscaras-cráneo, eran depositadas en diversas ofrendas, posiblemente portadas como atavío por individuos sacrificados, o quizá eran suspendidas y exhibidas en algunos templos, pero definitivamente no fueron usadas como máscaras —nombre común que por su forma se les ha dado— ya que los orificios de las órbitas de los ojos eran tapados, impidiendo la visión de quien las portara.

Del total de máscaras-cráneo hasta ahora encontradas en la Zona Arqueológica de Templo Mayor, nueve corresponden a infantes, de las cuales se determinó a través de estudios antropológicos que dos de ellas están compuestas por huesos de diferentes personas, es decir, una está integrada por la mandíbula de un adulto recortada cuidadosamente para que se ajustara a la careta que corresponde a un niño, y la segunda constituida por los restos de dos infantes identificados por el brote dental que era distinto, lo cual fue precisado a partir de radiografías digitales hechas por el radiólogo José Luis Criales, del Grupo CT Scanner México que ha colaborado repetidamente con el Instituto.

“Posiblemente la creación de máscaras-cráneo compuestas obedezca más a una reutilización de restos esqueletizados y almacenados, es decir, por razones prácticas y no rituales”, explicó la arqueóloga Ximena Chávez.

Además señaló que las nueve máscaras de infantes fueron halladas en contextos funerarios diferentes: “las dos primeras (llamadas B1 y B2) se encontraron en exploraciones hechas en 1948 por los arqueólogos Elma Estrada Balmori y Hugo Moedano, y estudiadas por el equipo de Carmen Pijoan antropóloga física del INAH, las cuales estaban adornadas con aplicaciones de piedra verde en los ojos al momento de ser descubiertas. Su antigüedad data de la etapa constructiva V de Templo Mayor (1481-1486 d.C.) en que Tízoc era gobernante mexica”.

Asimismo, la arqueóloga precisó que las restantes siete fueron recuperadas en años posteriores como parte del Proyecto Templo Mayor, de las cuales seis corresponden a la etapa IV A (1440-1469 d.C.) y IV B (1469-1481 d.C.), bajo los gobiernos de los tlatoanis Moctezuma Ilhuicamina y Axayácatl.

Dichos elementos rituales fueron hallados en las ofrendas 11, 15, 20, 22 y 24 localizados en la plataforma que conducía a los adoratorios de Tláloc y Huitzilopochtli, sin ningún diseño o indicio de decoración, pero sí con elementos asociados como collares de caracol y de cascabel, y cuchillos”, manifestó Ximena Chávez.

“Mientras que la séptima máscara-cráneo —abundó— fue hallada en la ofrenda 64 correspondiente a la etapa constructiva VI (1486-1502 d.C.) cuando Ahuítzotl estaba al frente del poder mexica”.

La especialista concluyó que no pudieron determinar el sexo, edad y tipo de muerte recibida por los niños, pues no se encontraron los esqueletos que aportaran dichos datos, ni fuentes históricas que lo señalaran.

Para Ximena Chávez, los hallazgos del niño ofrendado a Huitzilopochtli y las nueve máscaras-cráneo infantiles, permitieron acrecentar y abundar en las evidencias que ligan los sacrificios de infantes y el dios mexica de la guerra, ampliar el conocimiento que se tenía sobre la vida ritual de esta antigua civilización, y precisar la cronología y detalles de su sistema constructivo.

 

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Gracias Percha,es interesantísimo.

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