¿Un palacio de corte micénico?, ¿mesopotámico?, ¿un templo a alguna divinidad ya olvidada?, ¿un conjunto de ambas cosas? Estas son, en líneas generales, las cuestiones que se plantean los que estudian o se acercan a este curioso y casi completamente desconocido yacimiento español. Su emplazamiento queda inscrito en el término municipal de Zalamea de la Serena, en la parte oriental de la provincia de Badajoz.

Fuente: Ignacio Monzón | El Reservado.es, 28 de junio de 2010

En semejante enclave en Badajoz, en torno al final del siglo VII a.C. o quizá ya en el siguiente, se erigieron una serie de estructuras todavía no identificadas con exactitud. Cerca de un pequeño arroyo, el Cagancha y a unos 40 kilómetros del Guadiana, alejado por tanto de las principales vías de comunicación. Así se explica que pasara desapercibido por la comunidad científica, que apenas detectó un túmulo y recogió algunos elementos en los años 50 del siglo XX, hasta el año 1978, punto de inflexión en la investigación del lugar.

La doctora Cleofé Rivero de la Higuera, arqueóloga y profesora de la Universidad de Salamanca, y el director del Museo Arqueológico de Badajoz, el Dr. Álvarez Martínez, informaron a su colega Maluquer de Motes (1915-1988), jefe de la Subdirección General de Arqueología, del grado de abandono del yacimiento y de su posible valor. Las tierras se habían intentado explotar para la agricultura y por ello parte del montículo que encerraba las edificaciones milenarias estaba desmotado.

Aún así los dueños del lugar no fueron capaces de allanar el terreno y buena parte de los restos se conservaron de manera apreciable. Maluquer se apresuró en formar y coordinar tres equipos de trabajo –de la Universidad de Barcelona, de la Subdirección y de la misma Extremadura- para que comenzaran ese mismo año las excavaciones. Los resultados de la primera campaña fueron tan esperanzadores que pronto se hizo notar, dentro del mundo académico, que se trataba de uno de los sitios arqueológicos más importantes de la Península Ibérica y en su día incluso, único en su género.

No obstante, una vez se comenzó a desenterrar el gran edificio que aparecía debajo del montículo aparecieron nuevos problemas. Ya en 1980 se había dibujado la planta y observado que describía un complejo con un edificio central compartimentado bastante complejo, lo que hacía el trabajo más lento y metódico para no dañar las estructuras. Además, aunque la cimentación y el zócalo eran de piedra, con un aparejo pseudociclópeo, el alzado de los muros que habían resistido se había levantado en adobe.

Dejarlos a la intemperie, con los grandes periodos de sequedad seguidos de lluvias torrenciales en Otoño, era condenarlos a desaparecer. Y su valor no era nada escaso. Los lienzos de adobe separaban el espacio en una serie de habitaciones perfectamente regulares y dejando clara la complejidad de la edificación. No era un mero templo o vivienda, era algo más. Fechado gracias al Carbono 14 –aplicándolo a unas vigas de madera- y a los elementos encontrados, se estimó que había sido levantado en el siglo V a.C. –por tanto tan antiguo o más que el Partenón- y destruido por un incendio en torno al año 370 antes de la Era.

Afortunadamente con la puesta en marcha de las autonomías, a partir de 1983, se crearon más organismos de patrimonio y cultura que ofrecían ayudas y soporte. Los de Extremadura declararon a Cancho Roano como Bien de Interés Cultural en 1986 reconociendo su importancia y obligándose a la vigilancia y conservación de su integridad, comenzando los trabajos de instalación de techumbres artificiales. La aparición de nuevos e interesantes restos, así como la financiación de un privado llamado Bartolomé Gil Santacruz en 1988 avivaron el interés por el lugar, que comenzó a obtener más recursos por parte de las instituciones públicas –quizá para que la iniciativa privada no las eclipsara-.

Así, entre 1988 y 1993 se hallaron una serie de habitaciones perimetrales que rodeaban el edificio principal con una cierta cantidad de objetos de culto, la entrada principal y algo que llamó mucho la atención. Todo éste complejo estaba circundado por un foso de más de dos metros de ancho y unos tres metros de profundidad, permitiendo el acceso al recinto por un solo punto. ¿A qué podía obedecer un diseño como éste? Sin duda recordaba al cliché tan extendido de los castillos medievales, con sus fosos llenos de agua. El de Cancho Roano, que fue excavado a conciencia en los años 90, dejó claro que también había contenido agua –aunque no siempre con el mismo nivel- por lo que se llevó a pensar que el lugar era más extraño y único de lo que se había llegado a concebir.

Seguramente para proveer al foso se erigieron las estructuras junto al arroyo y en una zona de escasa importancia geoestratégica. ¿Se había hecho esto para defenderlo en un territorio hostil e inseguro? Semejante pensamiento fue para los arqueólogos del momento, ya sin Maluquer, acicate para describir el yacimiento como algún tipo de palacio-santuario al estilo oriental, parecido a los encontrados en Grecia o Mesopotamia. Un centro de poder, quizá residencia del príncipe de la zona, que habría monopolizado el culto en un área nada despreciable. Así se explicarían la riqueza de objetos y el sistema de defensa con foso.

La relevancia de Cancho Roano, al margen de lo que fue, consiste en que desarrolló una política y planificación para conjugar tres aspectos de la ciencia histórica: investigación, conservación y divulgación. Con los dos primeros puntos ya trabajados, a partir de 1995 se empezó a planificar la apertura al público.

En los años siguientes se creó y desarrolló un Plan Director que incluyó el levantamiento de pasarelas para la mejor observación del recinto y de un Centro de Interpretación. Pero eso sin desatender los trabajos arqueológicos, que desde hace años encabeza Sebastián Celestino Pérez (CSIC). La investigación, ya desde los años 80 del siglo XX demostró que el llamado Cancho Roano A se encontraba sobre los restos de dos estructuras anteriores –B y C, hablándose a veces de una D-, más modestas, que podían remontarse hasta los siglos VI o quizá incluso el VII a.C.


Actualmente, además de la investigación de campo, se estudia el territorio circundante mediante fotografía aérea y SIG (Sistemas de Información Geográfica) para conocer mejor el territorio en el que se inscribe y dar alguna explicación –quizá por la facilidad de los trabajos agrícolas o la riqueza en plomo y plata de la zona- a por qué pudo levantarse en una zona tan poco estratégica semejante complejo.

También se han documentado toda una serie de túmulos en la zona del Guadiana que podrían pertenecer a estructuras del mismo: La Mata (Campanario), El Turuñuelo (Mérida), Valdegamas (Don Benito), Túmulo del Badén (Villagonzalo), El Turuñuelo (Azuaga) todos ellos en Badajoz y La Atalayuela (Alcaracejos, Córdoba). Por tanto, el recinto de Cancho Roano, aún lleno de incógnitas, podría ser la punta del iceberg de toda una nueva realidad arqueológica en esta piel de toro.

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