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Los cántabros y astures dieron un buen repaso a la legión, pero los romanos se vengaron. (iStock)
Fuente: elconfidencial.com | ÁLVARO VAN DEN BRULE | 6 de junio de 2015
Tras las Guerras Púnicas sobre el solar patrio, la conquista romana de la península se desarrolló con una lentitud exasperante. Doscientos años después de su llegada, Roma consiguió imponer sobre el territorio de la península, una Pax duradera y de larga y fértil proyección. Tras la invasión de los romanos, a los protoespañoles les dio por la guerra de guerrillas y, como venía siendo habitual, tras largas trifulcas domésticas aparcadas por una causa mayor; este agitado, dinámico y efervescente patio de colegio, para variar, se unió como una piña ante el invasor.
Antes de los romanos, la península era un simple concepto geográfico, habitado por un enorme conjunto de tribus de naturaleza muy heterogénea y frecuentemente enfrentadas entre sí por banales motivos y demarcaciones que se podrían arreglar con el desplazamiento de un mojón medio metro más allá. Pero lamentablemente no era así, y un temperamento irreflexivo, se solía imponer al respeto, al sentido común de alianzas y a la colaboración. En aquel tiempo teníamos una identidad muy difusa y difícil de amalgamar, algo se ha progresado desde entonces.
Corría el año 22 antes de nuestra era, cuando se hacía patente que la guerra entre los invasores romanos y las tribus galaicas se demoraría más allá de lo soportable para la imagen del imperio. Pero Roma no lo tenía fácil y el coste en pérdidas humanas de las legiones era intolerable. Acosados por la constante erosión de dos de los mejores generales, Cayo Furnio y Publio Carisio, poco a poco la guerrilla local iba perdiendo terreno en una feroz campaña agotadora para ambos bandos.
Foto: Jinete cántabro armado a caballo perteneciente a un fragmento de la estela de San Vicente de Toranzo descubierta en el castro de la Espina del Gallego.
En el contexto de las guerras cántabras, se dice que entre los galaicos hubo dos bandos; en las zonas más cercanas al Duero (lusitanos, galaicos, límicos) había ciertas tribus que tenían pactos con los romanos y algunos fueron contratados como mercenarios para las guerras cántabras. Al menos 20.000 galaicos lucharon en el bando de los cántabros algunos incluso en franca guerra fratricida contra sus hermanos bien pagados. Existe constancia de la participación de Neiros, Céltigos y Artabros en el frente a favor de los cántabros.
Tras una tenaz y sostenida guerra defensiva, a orillas del Miño y con el océano a las espaldas, se hicieron fuertes entre la densa arboleda de abedules que filtraban la prácticamente impenetrable luz, un conjunto de los restos de las partidas que venían resistiendo valientemente. Los romanos, decididos a rendirlos por hambre y ante la idea clara de evitar más bajas propias ante la ferocidad de los ataques de los autóctonos, rodearon el monte con un imponente foso de quince millas abrazando los últimos focos de resistencia y cerrando el cerco, antesala de la ansiada Pax Romana.
En Santa Tegra (Santa Tecla) en las proximidades de La Guardia (Pontevedra), Adolf Schulten (1870-1960), arqueólogo e historiador alemán, célebre por su dedicación a España y sus investigaciones sobre Tartessos, sitúa la mítica batalla de aquellos gallegos de antaño contra la apisonadora romana. Aunque a día de hoy no hay pruebas contundentes sobre el emplazamiento y sigue siendo objeto de debate entre especialistas, se cree que este fue el lugar último en el que los sitiados dieron la batalla. Otros especialistas, sostienen que en realidad se trata del rio Minion, más cercano al desfiladero de la Hermida en Cantabria, donde siete siglos más tarde, partidas de guerreros cántabros resistirían heroicamente al invasor mahometano.
Desfiladero de La Hermida. (Frobles)
En aquel entonces, la foresta local poblada de castaños, arces, abedules, cedros, sauces…, llenaba entonces de magia, y en ocasiones de un majestuoso tenebrismo a los que desconocían aquellos lares, en los que el intruso pagaba cara la afrenta u osadía de retar a una naturaleza ya definida por el historiador Estrabón, como inabarcable y solo entendida como territorio franco para las ardillas.
Esta tupida foresta cuyo silencio aterrorizaba a los soldados de Roma e impedía cualquier forma de táctica al uso para operar con la arrolladora ventaja que les daba su elaborada doctrina militar, era la misma que albergaba a las motivadas y resistentes guerrillas autóctonas cuya movilidad y arte del camuflaje desesperaba al ejército invasor. Pero todo tenía un límite y la paciencia de los itálicos se agotaba. Para parar la sangría incontenida de legionarios de difícil reemplazo, estos generales idearon una técnica de asedio original y demoledora a la vez.
Por un tiempo se paralizó la ofensiva sostenida que el imperio venía llevando a cabo contra los correosos nativos. Pero no era para tomar aire. Catorce mil curtidos hombres en el arte de la guerra, bragados en multitud de batallas con los partos, mauritanos, galos y una miríada de pueblos que en vano se enfrentaron al incontestable poder de Roma, comenzaron a crear un foso y una empalizada de dimensiones colosales en torno al mitológico monte Medulio. Cuando este anillo cuyo propósito era la asfixia por extenuación fue culminado, tras arduas tareas y con una climatología adversa que no permitía ni un momento de descanso, comenzaría la segunda fase de la operación para finiquitar a aquellos hombres que durante tantos años habían sobrevivido al abrigo de la foresta.
Era obvio que el bosque y la estratégica altura en la que estaban instalados los locales, actuaba como una ventaja aparentemente incuestionable; pero era ésta una ventaja no ejecutable y por lo tanto, inhábil. Tantas veces como cargaron las tribus galaicas contra los sitiadores, se estrellaron contra el foso y la bien armada defensa legionaria.
Y, mientras, los días pasaban y la moral iba a menos ante el desenlace evidente. Según el relato de Lucio Anneo Floro, los romanos avanzaron a un tiempo por todas partes. Reducidos los “bárbaros” a extrema necesidad, se dieron la muerte con el fuego, la espada y el veneno que allí acostumbran a extraer de los tejos. Así la mayor parte se libró de la cautividad, que a una gente hasta entonces indómita parecía más intolerable que la muerte (sic).
Según asevera el Padre Sarmiento –erudito benedictino español perteneciente a la ilustración–, se maneja la idea de que unos ingirieron el veneno del Tejo, mientras que unos se habrían arrojado al fuego de una inmensa hoguera y otros se habrían dado muerte con sus espadas, tras un gran banquete y bajo los efectos de la embriaguez.
La mayoría de los escritores y pensadores gallegos consideran de una gran dificultad la señalización exacta de este conocido monte. Para la Historia, el Monte Medulio simboliza el fin del mundo de los castros y la mágica noche de los tiempos celtas, a la par que el advenimiento del nuevo orden –Pax romana– en el mundo galaico-romano. No hay manera de demostrar la rigurosa veracidad de lo narrado anteriormente, pero para ser un mito ha tenido la suficiente fuerza como para lograr mantenerse durante todos estos siglos y ser motivo de preocupación o investigación de importantes pensadores gallegos del pasado siglo.
Hoy en día, el Monte Medulio, y todo lo supuestamente acontecido en él, está más inserto en el discurso de los que exponen que los antepasados galaicos reivindicaban, al igual que muchos gallegos en la actualidad, su libertad. De ahí, la razón de la heroica muerte que rubrica la calidad y altura del mito en cuestión, al margen de quien lo reivindique.
Castelao en el escudo que diseñó para Galicia, remarcó esta frase: Antes muertos que esclavos.
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