Imagen de la pequeña pintadera.

Cuando, hace unos días, el joven arqueólogo manchego Jorge Rojas encontró una pintadera, probablemente, al tocar la pequeña pieza de barro cocido, sintió la historia quemándole en los dedos. Una sensación que desde el 16 de julio comparte a diario con sus nueve compañeros del cuarto Campus de Arqueología, que están excavando en dos estructuras habitacionales que podrían pertenecer a una sola casa.

Desde entonces y a la vista de los visitantes del Museo y Parque Arqueológico Cueva Pintada, han sacado cientos de vestigios; sobre todo fragmentos de cerámica, restos de burgaos, lapas, huesos de pescado, elementos líticos tallados o pulimentados y esta pintadera, que podría estar fechada entre hace 1.300 y 500 años y que se suma a las más de 200 piezas de este tipo que atesora el enclave arqueológico.

«También han aparecido fragmentos de otra pintadera. En todas las campañas de excavación, desde que empezamos a cavar en el parque en 1987, hemos encontrado más de 200 pintaderas. Llaman mucho la atención. Hay un cierto fetichismo por su carácter icónico. Uno las ve en la vida cotidiana: en los bares, en las etiquetas, en la carretera, en muchos productos... Hay cierta fascinación por la pintadera, pero es un material bastante corriente y ubicuo. Las pintaderas estaban en las casas, no están en templos ni en lugares perdidos», explica Jorge Onrubia Pintado  (izquierda), codirector científico del Museo y Parque Arqueológico Cueva Pintada junto a Carmen Gloria Rodríguez y José Ignacio Sáenz.

Jorge Onrubia (izquierda) y Pedro Suárez, en el laboratorio.

Lo que tiene de particular esta pieza de barro cocida es su tamaño, solo dos centímetros. «Esta pintadera está en el rango de lo más pequeño que tenemos aquí. Está muy bien trabajada, algo habitual en estas gentes que dominaban perfectamente la arcilla y el barro», comenta Onrubia que, sin embargo, destaca la tosquedad de la supuesta empuñadura del elemento frente a la perfección de su parte labrada.

Lo curioso es que aún no se tiene certeza sobre el uso de estos elementos. «Se han escrito muchos trabajos, han corrido ríos de tinta, debatimos entre nosotros, pero realmente, a día de hoy, no sabemos para qué servían las pintaderas», explica el profesor de Prehistoria de la Universidad de Castilla La Mancha.

«Se supone que es un sello por la forma, tiene un pedúnculo y una cara que parece concebida y ejecutada para imprimir sobre algo, para sellar. Pero no sabemos y tampoco está muy claro. Estamos estudiando estas pintaderas, máxime porque casi todas proceden de la Cueva Pintada y se han tratado con mucho rigor. A muchas de las de El Museo Canario no se les conoce los contextos ni los avatares que han tenido. No las lavamos, que es algo habitual, para ver si en los huecos hay restos de algún tipo de material que nos permita intuir su uso. Hemos hecho muchas experimentaciones y, la verdad, es un poco desolador», se lamenta el investigador acerca de la incógnita que envuelve a estos populares símbolos prehispánicos.

Jorge Rojas y Clara Usero, en plena faena de excavación.

«No funcionan muy bien como elemento activo ni sobre la piel –en el caso de que se emplearan para la decoración corporal–, ni sobre materiales blandos. Alguna vez se habló de que sirvieron para sellar los graneros fortificados de la isla, pero tampoco parece que funcionen muy bien», indica el investigador acerca del estudio de estos elementos abundantes en este enclave arqueológico. «Tenemos más pintaderas en la Cueva Pintada que todas las que se conservan del resto de yacimientos de la isla», explica sobre la profusión de este material aún por descifrar del antiguo poblado indígena de Agáldar.

«Para los arqueólogos y arqueólogas es un objeto más, enigmático, eso sí, porque después de tantos años –se conocen desde el siglo XIX– no se sabe para qué servían», comenta el experto sobre estos elementos que tomaron ese nombre porque recordaban a los sellos con los que se pintaban los panes en las panaderías antes de cocerlos para decorarlos o para discernir su propiedad en los hornos colectivos. «Los indígenas no panificaban», apunta el arqueólogo y responsable del IV Campus de Arqueología Cueva Pintada, organizado por el parque y la Universidad de Castilla-La Mancha, en el que participan alumnos de las universidades de Almería, Granada, Castilla-La Mancha, Juan Carlos I de Madrid, La Laguna y Las Palmas de Gran Canaria.

Desde el 16 y hasta el 28 de julio, los estudiantes de los cursos superiores de Arqueología o recién graduados dividen sus jornadas entre el trabajo de campo, excavando, cribando el material, limpiándolo y clasificándolo, y la asistencia a un seminario con investigadores.

Su labor está centrada en la estructura 61, dos espacios habitacionales, en distintos niveles, que podrían formar parte de la misma vivienda. «Esta casa ha aportado una cantidad ingente de burgaos decorados. Se conocen muy pocos en otros yacimientos», explica Onrubia acerca de la peculiaridad de esta excavación.

Alba Bachiller cribando los materiales extraídos.

Se van turnando en las tareas. Ayer, Alba Bachiller y Natalia López se encargaban de la parte más dura, la criba. Empolvadas y con mascarillas, colaron casi 40 sacos de tierra extraída del yacimiento en una cernidera para buscar piezas pequeñas, como escamas o diminutas caracolas. En el laboratorio, comandados por Gabriel de Santa Ana; Virginia Sosa, Dani Alvarez, Pedro Suárez y Sara Bas clasificaban los hallazgos. Mientras –coordinados por Ángel MarchanteClara Usero, Jorge Rojas, Carlos Castro y Celia Mármol excavaban, clavados de rodillas, con paletas y cepillos bajo la atenta mirada de una turista japonesa que dibujaba la escena. «Aún queda mucho por excavar dentro de la zona visitable», dice Onrubia acerca de este campus que, desde 2015, provee a los investigadores de nuevas pistas para saber cómo era la vida en el principal núcleo poblacional indígena que quedó tras la conquista.

Fuente: canarias7.es| 25 de julio de 2018

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