El mosaico de Issos muestra la batalla en la que Alejandro trata de llegar hasta Darío para capturarle o matarle.

Tenía una mirada soñadora, un ojo de cada color y una fascinación sin límites por los héroes clásicos. Se convirtió en el modelo de todos los conquistadores. Un libro de Pietro Citati ahonda en su poliédrica personalidad.

Fuente: David HDEZ. DE LA FUENTE |  LA RAZÓN, 26 de octubre de 2015

Decían que lo que más impresionaba del joven monarca macedonio no era su porte ni su belleza, su cabellera leonina ni su estatura, por lo demás no demasiado prominente. Era su mirada bicolor, marcadamente soñadora, siempre tendida hacia la lejanía como anhelando ir más allá de esta realidad. En el célebre mosaico romano, copia de una pintura original helenística, que hoy alberga el Museo Archeologico Nazionale de Nápoles se ve a Alejandro Magno, trabando batalla en Iso con el rey persa Darío, y caracterizado ya con esa mirada especial. Y es que Alejandro se sabía nacido para un destino inmortal, aunque acaso no supiera cómo realizarlo. Había sido un joven soñador, enamorado de la literatura y de los héroes clásicos, uno de esos personajes nobles –como los héroes homéricos o los protagonistas de las «Vidas» plutarqueas– cuya vida ya parece escrita por un designio de inmortalidad histórica, de gloria imperecedera. Él sería modelo de todos los conquistadores que en el mundo han sido: de César y Pompeyo a Trajano, de George Washington a Napoleón. Todos se sentirían fascinados, más que por sus logros, por la personalidad de ese hombre que consiguió hacer realidad su sueño. El soñador que convirtió lo imposible en realidad.

A su vez, los modelos de Alejandro estaban más allá de la experiencia humana y cotidiana. Eran, como recuerda Pietro Citati en su reciente libro «Alejandro Magno» (Gatopardo-ediciones), un dios y un semidiós, un héroe y un gran rey. Primero Dioniso, dios del éxtasis pero también conquistador de mundos lejanos que había llevado su civilización, en la forma de los dones del vino y la danza, hasta la lejana India, en los confines del mundo conocido. Él era su modelo divino y Alejandro llevaría la civilización griega tan lejos como las últimas Alejandrías que fundara en las inmediaciones de la India, más allá de las cuales se supone que no había nada más que el ser humano pudiera contemplar.

El fiero Occidente

Luego estaba Heracles, que había cruzado las fronteras del más allá e incluso había llegado a las lejanas columnas que, en el fiero Occidente, suponían el confín con el gran océano desconocido, el fin de la tierra. Pero Alejandro también era un mitómano de los héroes de Homero, dormía con un ejemplar de la «Ilíada» cerca de su cabecera– y amaba como a ningún otro al feroz, sanguinario pero noble Aquiles, personaje de vida fugaz y atormentada que era consciente de que la única manera de ganar inmortalidad para siempre era trascender al mundo de la leyenda por sus hazañas. En cuarto lugar estaba el fundador del imperio persa, el gran rey Ciro, que puso los cimientos del poderío del gran imperio multiétnico que los griegos temían y admiraban a partes iguales en una ambivalente mezcla de sentimientos, como se ve también en la famosa «Ciropedia» de Jenofonte.

A lomos de su caballo Bucéfalo, pertrechado de un puñado de sueños y de la sombra de los héroes que quería imitar, de un carácter visionario y de la propaganda interesada que le hacía hijo de un dios y que él mismo había fomentado con oráculos y rumores, el joven lector y mitómano, en vez de quedarse en su casa inmerso en la literatura, aprendiendo las ciencias de Aristóteles y soñando con sus héroes favoritos, se puso en acción. En primavera del 324 a.C. cruzó el estrecho de los Dardanelos, que separa Europa de Asia, y después de rendir los debidos tributos fúnebres a los héroes de Troya, se lanzó a cumplir el sueño de todos los griegos, empezando por su padre Filipo, que no había vivido para realizarlo: domeñar a los persas en una expedición de venganza contra el Imperio persa que otrora hubiera arrasado Grecia.

Pietro Citati, autor por lo demás de excepcionales libros como el inolvidable «La luz de la noche» (Seix Barral), sobre los mitos en la historia, comenta ese perfil histórico y legendario constatando, muy a propósito, que el rey macedonio fue una síntesis irrepetible de mito e historia a la par, un personaje contradictorio como pocos otros que poseía un yo múltiple, irascible, dulce, aventurero y fascinante, que ha causado admiración para siempre en la posteridad. Dice el autor que «vivir con tal peso de imágenes sobre los hombros era el deseo de su existencia: Alejandro logró realizarlo y fue feliz, si es que esa palabra tiene algún sentido. Sin embargo, comprendió lo difícil y peligroso que es para un hombre tener tantas almas. En cada momento de su vida debía hacer coexistir en su interior los gestos y actos de Aquiles y los de Ciro, así como los sentimientos de Dioniso y los de Hércules, aunar distintos modelos cuando cada uno de ellos pugnaba por manifestarse sin los otros o en contra de los otros».

Si los hechos de Alejandro Magno resultan totalmente inverosímiles todavía hoy día, su polifacética personalidad sigue sorprendiendo a los historiadores que han tratado de analizar al gran monarca macedonio. Pienso por ejemplo en las excelentes biografías de Robin Lane Fox (Acantilado) y Pedro Barceló (Alianza Editorial), dos de las más recomendables para todo tipo de público y que ofrecen dos caras de un mismo medallón: un Alejandro romántico y otro realista en sus ambiciones.

Sueños realidad

En todo caso, lo más sorprendente de este joven amante de la literatura de héroes que pudo hacer sus sueños realidad es la dimensión mítica que adquirió su figura, es decir, cómo él mismo devino un héroe fabuloso y casi novelesco. Más allá de la ya conocida peripecia histórica del Alejandro conquistador, su perfil más personal, su contrapartida y poliédrica personalidad, y, sobre todo, la magnitud de su leyenda con el pasar del tiempo en los diversos ámbitos geográficos y culturales a los que llegó el eco de sus hazañas se ponen de manifiesto también en este libro de Citati. Pienso por ejemplo en nuestro «Libro de Alexandre» y su precedente francés el «Roman d’Alexandre», donde aparece un Alejandro curioso e impenitente explorador de mundos más allá de lo razonable, en la tradición del Alejandro eslavo y ruso –recuérdese que varios zares rusos llevaron su nombre–, el rey cortés de Centroeuropa (los Alejandros alemanes de Lamprecht o Hartlieb), el «Al-Iskandar» árabe, que aparece en «Las mil y una noches», el Eskandar persa o Sekandar del Šahname de Ferdowsi o el Sikandar de los que los reyezuelos índicos se decían descendientes, etc. Toda esa fascinante tradición está representada por estupendos relatos novelescos que lindan con la fantasía e incluso con la ciencia ficción y cuyos orígenes se remontan sin duda a los historiadores y fabuladores que acompañaron la expedición de Alejandro, pero que están representados por libros apócrifos tan curiosos como la novela del Pseudo-Calístenes, espléndidamente traducida y editada por Carlos García Gual en la Biblioteca Clásica Gredos. En fin, el libro de Citati, con discreta erudición y pluma ágil y sugerente, nos invita a regresar de nuevo a la leyenda del monarca de mil caras, conquistador, soñador, descubridor, y reinventor de la historia llamado Alejandro; a redescubrir la mirada magnética del rey macedonio, de ojos heterócromos –sobre los que escribieron Plutarco o Julio Valerio y que el artista del mosaico napolitano trazó con rasgos fabulosos–, que supo cambiar el mundo para siempre.

Una muerte por fiebres tifoideas o meningitis

Durante muchos siglos, y dada la propensión al asesinato político en la corte macedonia, se pensó que Alejandro III, más conocido como Magno, había sido envenenado en Babilonia por algún grupo de descontentos en el marco de una conspiración. Así se insinúa ya en las fuentes clásicas, como Diodoro o Plutarco. El episodio habría tenido lugar en un banquete en honor del almirante Nearco en el que participaron sus hombres de más estrecha confianza. Durante la sobremesa, Alejandro tuvo que abandonar la sala preso de un agudo dolor. Aquella noche comenzó su fiebre sin que los médicos pudieran determinar claramente los síntomas de su dolencia. Unos días más tarde, empezó a sentirse mejor. Se dio un baño, comió con apetito y recibió la visita de sus amigos. Se habló entonces de los últimos preparativos para una próxima expedición a Arabia, fijándose incluso una fecha concreta. Pero esta mejoría fue breve y la fiebre le subió con más virulencia que antes. Cuando Alejandro intentaba cumplir con sus tareas de gobierno había que sostenerlo en pie y su estado empeoraba visiblemente ante la preocupación de su entorno inmediato. A la mañana siguiente sus condiciones de salud sufrieron una crisis dramática. Casi no podía moverse e incluso hablar le causaba una gran fatiga. No tardó mucho en trascender entre sus tropas la noticia de la grave enfermedad del rey. Cuando se difundió que podría estar muerto, sus soldados se abrieron paso a empujones hasta llegar a su rey. Y, en efecto, lo encontraron totalmente desfallecido sobre su lecho. La noche del diez de junio del año 323 moría Alejandro a los 32 años de edad, tras un reinado de casi 13. El hecho de que entre el comienzo de las fiebres y la muerte hubieran pasado unos doce días habla en contra de la teoría del veneno: hoy, los historiadores médicos apuestan por una fiebre tifoidea o, más probablemente por una meningitis.

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