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Fuente: El Mundo.es | Francisco Carrión | 17 de octubre de 2014

Cuerpo de león y testa de faraón, la Gran Esfinge ha permanecido durante más de cuatro milenios agazapada al pie de la meseta de Giza. El guardián de las majestuosas pirámides que se yerguen unos metros más arriba ha sobrevivido a la erosión del viento, las prácticas de tiro de soldados extranjeros o las hogueras del fanatismo. Desde hace algunas semanas unos andamios metálicos se elevan por su rostro mutilado en busca de cura para pecho y cuello, las partes más dañadas de su esqueleto.

"La zona más débil se concentra alrededor del pecho y el cuello. El objetivo es añadir más mortero en esas áreas y reemplazar algunos bloques de la parte norte de la estatua para proteger la piedra madre", relata a EL MUNDO desde la falda del gigante el egiptólogo Mansur Breik, director del Medio Egipto del ministerio de Antigüedades. Todo en su figura de félido acostado resulta colosal: se alza por encima de los 20 metros; unos 57 metros separan sus garras delanteras de la cola y solo la cabeza mide 5 metros.

Su última restauración tuvo lugar en octubre de 2010, unos meses antes de que la agitación política sacudiera la tierra de los faraones. Desde entonces, la Gran Esfinge -plantada a unos 350 metros al sureste de la Gran Pirámide- había permanecido alejada del quirófano suspirando ante la esmirriada legión de turistas que se aventuró por su árida geografía. Hace tres años -explica Breik- el nivel de agua subterránea, que amenazaba sus cimentos, fue controlado. "El plan logró rebajar el nivel unos siete metros. La Gran Esfinge, como el resto de la necrópolis de Giza, es un monumento estable", apostilla.

Arqueólogos trabajando en la Esfinge. FRANCISCO CARRIÓN

Un buen estado de salud que también despacha para la faz de la escultura, carcomida por el paso del tiempo, la ira dogmática de un musulmán sufí y las prácticas de tiro de -según la versión- mamelucos, tropas de Napoleón o soldados británicos. "La cara se halla en buenas condiciones. Su estructura es sólida y muy estable", advierte el arqueólogo. Admirada ya por los viajeros de la antigüedad, fue adorada en tiempos más modernos como encarnación del dios Horemajet (Horus en el horizonte) o Harmaquis, como la conocían los griegos.

A unos metros de donde el experto salmodia a la talla -"Es la estatua más importante tallada en la Historia antigua, una obra maestra del Antiguo Egipto", dice-, un puñado de obreros ataviados con "galabiya" (túnica) blanca cincela los bloques de caliza para reforzar uno de los costados del animal herido.

"Estamos realizando la restauración con la misma tecnología de antaño. Somos un equipo de egipcios con las herramientas empleadas por los antiguos egipcios", presume Jairat Abderramán, el "mudir" (director) de una restauración que necesitará dos meses para acometer el "lifting".

Esculpida durante la cuarta dinastía (2.600-2.500 a.C.), la esfinge se halla recostada en la cantera usada por los arquitectos del faraón Kefrén -cuyas facciones heredó la estatua tocada por una corona (nemes) y una serpiente (ureus)- para edificar el cercano templo del valle, inconcluso y posiblemente jamás utilizado. Está labrada en un saliente rocoso dejado intencionadamente durante la extracción de la piedra y durante su milenaria existencia ha sufrido incontables remozados y terapias, no todas favorables.

La primera expedición fue auspiciada por el monarca Tutmosis IV (1.400-1.390 a.C.). Y sufrió modificaciones durante el reinado del ubicuo Ramsés II (1.279-1.213 a.C.) y la dinastía XXVI (685-525 a.C.) a fin de apuntalar su estructura. En época romana, algunos bloques fueron sustituidos por una caliza blanda y friable. En la década de 1980, la restauración sustituyó los arreglos anteriores rellenando algunas hendiduras con cemento, lo que provocó el derrumbe de uno de los hombros.

Said Hasan supervisa las nuevas piedras. FRANCISCO CARRIÓN

El lavado de cara más ambicioso concluyó en 1998. Durante una década, se eliminó el cemento y el yeso que habían maltratado al león orientado hacia el oriente. Curtido en aquella restauración, el anciano picapedrero Said Hasan se mueve ágil por las paredes de la esfinge, apodada en árabe "Abu el Hol" (padre del miedo). "Era el trabajo de mi padre. Fue él quien me enseño a esculpir y reparar estatuas. Me gusta tallar la piedra, recogerla y hablar con ella. Y lo sigo haciendo con 75 años", narra en un receso de la tarea.

Como decano de la cuadrilla de obreros, se encarga de sentar cátedra e indicar el corte de los nuevos sillares. "Adoro a la esfinge. Cada una de sus miles de piedras guarda una historia", confiesa Said. En las garras delanteras, sin ir más lejos, una estela de granito revela el sueño del faraón Tutmosis IV: se le apareció Kefrén y le ordenó que lo liberara de las arenas que lo sepultaban. Solícito, el monarca construyó un muro para contener las dunas.

Los griegos la llamaron "esfinge" (derivado de una palabra que significa "el que estrangula") y vocearon leyendas como las de una despiadada estatua que solo libraba de la muerte a aquellos capaces de descifrar sus enigmas. Incluso para el septuagenario que alivia ahora su lomo pétreo, la esfinge y su cavilar en mitad de un desierto ahogado por el ladrillo están henchidos de misterio. "No he descubierto sus enigmas. Solo sé que aquí tengo buenos recuerdos y que suelo soñar con ella tras un día de trabajo", murmura.

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